Las calles. Varios autores

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de ensimismamiento, que en verdad debe entenderse como una estrategia de autoprotección, y la presencia de escenas de explosión agresiva en muchas ocasiones tan desmesuradas que llegan a ser irrisorias. Una observación de una de nuestras actoras-informantes, una vendedora de ISAPRE que transita diferentes zonas de la ciudad diariamente como parte de su trabajo, lo grafica claramente:

      En el Metro Los Héroes estaba la escoba, lleno, lleno, lleno. Nos subimos todos a empujones, porque si tú no subes, te suben en realidad. Había un pilar en el medio, y había una señora con un coche, entonces se subieron todos empujándose, empujándose, y un gallo empujó el coche, obviamente lo venían empujando de atrás, no era que quería empujar el coche. Y como que lo dio vuelta, y el señor en vez de decir, «pucha, disculpa», dijo «pero cómo pone el coche aquí» y ahí empezó el tema, porque la señora dijo, «no, no puedo pasar más allá porque está el fierro», «pero para qué se sube con coche» dice la persona que la ha empujado/K.A. Cuando dice esa frase se mete otro gallo que era un joven alto, súper bien vestido, de terno, y empieza a discutir con él, saliendo de Los Héroes. Empiezan a discutir que el coche, que no se puede subir, que la guagua… era cada vez peor. La señora trataba de calmarlos, pero ellos seguían, «¿por qué te subes al metro, por qué no te tomas un taxi y andái más cómodo?», «¿que acaso la guagua es tuya?» «que el coche, que no sé qué»… y peleaban, y peleaban «que soy ordinario». «Tení poca cultura»… se dijeron de todo desde el Metro Los Héroes hasta el Metro Salvador, donde el gallo que empujó el coche se bajó. No pararon de discutir en ningún minuto, se enfrentaban, se tocaban, porque estaban uno al lado del otro. Yo en un minuto pensé que se iban a golpear, por el tono de la voz. La gente al principio uno que otro apoyó al que defendía a la señora, pero ya cuando vieron que la cuestión se iba tornando heavy, como que todos se quedaron callados. En el Metro Universidad de Chile todos iban en silencio escuchando la pelea, pero ya como en Santa Lucía la gente empezó a cuchichear y se empezó a reír de esto, en el sentido de que «saca el coche»; se quería bajar uno «cuidado con el coche», se tiraban tallas o «cuidado, no te vayan a pegar un combo, baja con cuidado, no empují». La gente se empezó como a reír de la situación. Yo no creo que haya sido algo tan terrible lo que hizo el caballero como para que durara tanto la discusión, yo creo que estamos todos muy estresados.

      La gente está muy agobiada, muy cansada por la vida corriente que desarrolla. El espacio de interacción, que es la «calle», se constituye en un espacio de expresión de irritaciones que la trascienden. La lucha por el espacio es en este sentido, al mismo tiempo y por otro lado, una lucha por el tiempo. Se trata de expresiones que revelan pobladores estresados y presionados por una vida que les exige un uso excesivo del tiempo, ya sea por la precariedad de sus trabajos que los obliga a la pluriactividad, por el efecto del «trabajo sin fin» y su demanda desmesurada (Araujo y Martuccelli, 2012) o agobiados por los largos recorridos al trabajo, los que afectan especialmente a los sectores más pobres, que han visto crecer la distancia con sus lugares de trabajo y empeorar la conectividad, la que se sitúa entre los 90 y 120 minutos diarios (Bannen, 2011). Para las personas, como lo muestran las observaciones, por ejemplo, en el terminal San Borja, resulta, por sobre todo, imperativo cuidar sus propios tiempos. Es por esto que las mínimas interacciones que se dan en un espacio abarrotado y sometido a una cierta actitud maquinal de las personas tienen que ver con «el que se cuela en la fila y el enojo del resto», «la molestia por quien demora en pagar». De hecho, como lo sostiene uno de los informantes en una entrevista realizada en el marco de esta observación, un trabajador del terminal, las personas tienen internalizada su condición de clientes que adquieren un servicio por el cual pagan y que, por tanto, asumen que ello les da ciertas facultades, entre ellas pasar por encima del otro. Por el hecho de estar pagando, «se cree con el derecho de tratarlo mal a uno». Pero sobre todo, asegura el informante, las personas se enojan por los tiempos. Al final, dice, «son ellos los que llegan atrasados» y por eso «quieren todo rápido y no se puede, uno no da abasto»17.

      La más importante constatación y la más llena de consecuencias de lo hasta aquí expuesto es que en la «calle» una especie de economía del más fuerte gobierna las interacciones y define las formas de trato que reciben las personas. Aunque podríamos mostrarlo también con respecto a la cuestión de las interacciones en los barrios bohemios o simplemente en la de los tránsitos por las aceras, el Metro sirve de ejemplo privilegiado porque es una expresión condensada y exponencial de esta realidad18. En el Metro, en las horas más complejas, los que están allí de forma regular lo están porque son «capaces» de estar. La mirada lo confirma. Hay una restricción tácita a ciertas presencias en el Metro en las horas de mayor flujo, las que, no hay que olvidarlo, son las más importantes en términos de necesidades de traslado de la población. En esos momentos están particularmente ausentes los niños, los adultos mayores de más edad y los discapacitados, a los que se suman personas que por propia iniciativa han decidido restarse para no violentar ni ser violentados y que o asumen reestructurar sus tiempos, en algunos privilegiados casos, o buscan los buses como medio alternativo de transporte, aunque ello pueda implicar una inversión de tiempo bastante mayor. Existe desigualdad de acceso a este espacio común en los momentos de mayor demanda y significación, porque las condiciones estructurales terminan por hacer que su acceso sea privilegiadamente para los «sanos», los jóvenes, los más fuertes. Hay desigualdad interaccional porque es una lucha en la que la puesta en escena de la propia fortaleza (verbal, física, actitudinal) es esencial para «derrotar» al más débil.

      En efecto, las transformaciones en el transporte introdujeron una nueva arista de la desigualdad en esta esfera. Si antes se «quedaban abajo» del Metro los pobres, hoy se «quedan abajo» los débiles. El Metro, sus vagones, sus corredores y sus andenes se constituyen en un escenario, pero hay otros en los cuales el físico y la juventud son los prerrequisitos para sortear las dificultades creadas por una intensificación de la lucha por el espacio y el tiempo, donde los que no poseen las condiciones físicas o hasta de personalidad están en clara desventaja. De este modo, las desigualdades que se juegan en ese espacio no devienen por razones socioeconómicas solamente ni principalmente. Son generacionales: jóvenes-viejos. De género: hombres-mujeres. Y sobre ellas, de capacidad física y psíquica: fuertes-débiles.

      Esta experiencia de la calle, en el sentido que aquí le damos, desarma una imaginería de la misma como lugar de encuentro entre iguales, libre de jerarquías, lugar de horizontalidad de las relaciones sociales. Se consagra más bien, como se ha señalado y se ha procurado demostrar, en una arena interactiva en la que la desigualdad se expande y en donde la violencia, a veces sutil, a veces descarnada, es componente de los intercambios relacionales. Quien no cumple con los criterios de competencia es expulsado y conminado a buscar alternativas que algunas veces simplemente no existen, restringiendo sus oportunidades. Lo que provocan tales circunstancias en aquellos maltratados en las interacciones, expulsados o simplemente expuestos a la experiencia, son sentimientos de no ser tratados como personas. Un sentimiento de que la dignidad les ha sido arrebatada, de ser, como dice una entrevistada, «tratados como animales». De ser expuestos a una experiencia de indignidad, por el maltrato, por cierto, pero también por una situación que los conduce a comportarse en las interacciones de maneras que ellos mismos consideran inaceptables. El tono general es de rabia contra el otro y contra el sistema.

      Por supuesto, y esto para evitar malos entendidos, estos espacios son también escenarios de otro tipo de interacciones, más amables y satisfactorias. Pueden ser el lugar de la presencia amable de familias con niños bulliciosos los fines de semana, de músicos callejeros que interactúan con las personas y de gestos de amabilidad. Puede incluso ser un espacio para el descanso y el relajo, pero que lo sea, y esto es esencial, está condicionado a que haya una desactivación de la lucha por el espacio (y el tiempo). En el momento en que ello entra en escena, las desigualdades (y las irritaciones que las acompañan) se activan de forma inmediata.

      En el reino de la soberanía del más fuerte, el sentimiento para muchos es el de ser colocados, de modo ordinario y cotidiano, en posición de una rebajada humanidad. Las desigualdades interaccionales se despliegan de manera ordinaria.

      Desigualdades

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