La locura de amar la vida. Monica Drake

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La locura de amar la vida - Monica  Drake

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      MONICA DRAKE

      Traducción del inglés de

      Carla Armas González

      Título original: The Folly of Loving Life: Stories

      Prólogo: © Abraham Boba

      Ilustración de cubierta: © Fer Patiño

      Fotografía de solapa: © Brent Hirak

      Diseño de cubierta: © Cristal Reza

      The Folly of Loving Life © 2016 by Monica Drake

      © De la edición en castellano: Bunker Books, 2021

      © De la traducción: Carla Armas González, 2021

      Bunker Books S.L.

      Cardenal Cisneros, 39, 2º - 15007 A Coruña

      www.bunkerbooks.es

      Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos,

      http://www.cedro.org) si necesita algún fragmento de esta obra.

      ISBN: 978-84-123558-9-5

      Depósito legal: CO 250-2021

      FOLÍAS

      PRÓLOGO DE ABRAHAM BOBA

      Nunca he estado en Portland. A lo largo de mi vida he tenido la suerte de viajar varias veces a Estados Unidos, en diferentes etapas, por diferentes razones. Conozco San Francisco, New York, Chicago, Austin, Minneapolis, Iowa City y algunas otras ciudades repartidas por ese país que Randy Newman llamaba, irónicamente, América. Pero el destino nunca me ha llevado a Portland. Situado en el mapa, el estado de Oregón bien podría ser la Galicia de Estados Unidos. Dicen, además, que hay bosques.

      Mi primer contacto con dicha ciudad fue una camiseta de la NBA. A finales de los ochenta mi pasión era el baloncesto. Seguía cada fin de semana Cerca de las estrellas, el programa que Ramón Trecet se sacó de la manga para enganchar a toda una generación a una liga que se jugaba a miles de kilómetros de distancia de nuestro país. No me fascinaba tanto la competición como el espectáculo, y no disfrutaba de la técnica sino de la plasticidad de aquellos cuerpos haciendo acrobacias en el aire, manejando la pelota como si fuese una parte más de sus cuerpos, colgándose del aro, rompiendo el tablero, rompiéndose las caras a puñetazos, de vez en cuando. No tenía un equipo favorito, tenía jugadores favoritos. Me gustaba ver a Dominique Wilkins, sus movimientos eran muy elegantes, aunque como jugador era bastante malo. Se me metió en la cabeza conseguir una camiseta como la suya, con su nombre y su número en la espalda. No tardó mucho en desembarcar la maquinaria del merchandising de la NBA en una pequeña ciudad como la mía. Me dijeron que en una tienda de deportes cerca de casa habían recibido algunas camisetas, buen material poroso, al parecer idénticas a las que usaban los jugadores. Así que durante un tiempo estuve martirizando a mi madre para que me acompañase a la tienda. Cuando al fin accedió, un sábado por la mañana, fui un prepúber feliz. Las camisetas eran realmente buenas, olían a buenas. La oferta no era muy amplia, la mayoría eran de Larry Bird o de Magic Johnson, las estrellas del momento, justo antes de la era Jordan. Obviamente, ni rastro de Dominique Wilkins. Desde luego, no quería aparecer en una de las pachangas que jugaba con mis amigos con una camiseta que muy probablemente alguien más llevase. Así que me decidí por la que pensé que nadie compraría. Era blanca con franjas rojas y negras a la altura de la barriga. En la espalda, Drexler, el número 22 de los Portland Trail Blazers. Muy lejos de ser mi favorito, pero al menos me aseguraba que solo yo llevaría esa camiseta. Y así fue, claro, a casi nadie le interesaba ese jugador. Ni siquiera a mí, que salí de la tienda con un regusto amargo que mi pobre madre no acababa de entender. Caprichos de niño.

      Mi segundo contacto con Portland, décadas después, está relacionado con mi oficio, la música. En Madrid conocí a Raúl, un músico de Castellón que residía allí, donde trabajaba como científico probando en ratones los efectos del alcohol y las drogas. Es un tipo con mucho talento, colaboramos en varias ocasiones. Cuando nos veíamos me hablaba de Portland, me decía que aquello era como vivir en plena naturaleza y que sus vecinos eran, en su mayoría, artistas. Compartía cafés con músicos a los que yo admiraba como M. Ward o Alela Diane. Me invitó a ir. Una vez vino de gira a España con su banda, integrada al completo por músicos y músicas de Portland. Se notaba que esa gente había crecido con la música. Me hice amigo de su pianista, nos gustamos un poco una noche, ella me sacaba fácilmente una cabeza. Me invitó a ir. Estuve a punto de hacerlo, incluso me planteé grabar un disco allí, viendo que aquella ciudad no dejaba de cruzarse en mi camino. Pero no lo hice. De hecho, llevo años sin saber nada de Raúl y su banda. La idea de Portland se desvaneció y me aferré a lo que tenía más cerca. Oportunidades, decisiones, la vida.

      No conocía a Monica Drake. Cuando me propusieron prologar este libro no sabía qué me iba a encontrar y las únicas referencias que tenía eran realismo sucio norteamericano, alabanzas de Chuck Palahniuk, conjunto de relatos que componen una novela y, por supuesto, Portland. Mi lectura más reciente había sido un novelón de James Baldwin, Sobre mi cabeza, y desde que la terminé sabía que se había convertido en una de mis novelas favoritas. Baldwin como telonero se lo pone difícil a cualquiera. Así que tenía esperanzas en La locura de amar la vida, ya solo el título me resultaba cercano, pero no esperaba encontrar un libro, digamos, inspirador. Siempre me han gustado los libros de relatos, en especial los que se adscriben a ese movimiento realista surgido en Estados Unidos en los años 70. Fante, Wolff, Bukowski y, sobre todo, Raymond Carver. Todo hombres. Por eso agradecí años más tarde la publicación de los cuentos de Lucia Berlin. Por eso agradezco ahora haber llegado a Monica Drake, posterior en cuanto a generación, pero muy cercana en esencia a ese lenguaje.

      Esa forma parca, sobria, minimalista y cruda de escribir sobre la vida siempre me ha atrapado. Las aventuras del ser humano, a la vez tan defectuoso y a la vez tan perfecto (son palabras de la propia Monica), vistas desde cerca, sin filtros que las distorsionen. Antihéroes en situaciones cotidianas que se vuelven extraordinarias a través de las palabras. Personas que, como ese soldadito de metal encontrado en un jardín, no se sabe si están atacando o defendiendo. Personas que se sienten solas a pesar de tener amantes, realmente solas empujando carritos de supermercado, que «quieren pertenecer» pero no encuentran vínculos, que huyen del final que saben que el destino (y la familia) les ha marcado, pero acaban regresando a sus orígenes, asumiendo que nada van a poder cambiar. Personas que se dirigen en línea recta y a toda velocidad en busca de sus sueños, saliéndose de la carretera en cada curva, estrellándose sin remedio finalmente. Y mucho, mucho alcohol. La vida se mueve en una dirección. No existe el renacimiento, solo se tiene una oportunidad.

      La locura de amar la vida es un puzle. Una vez encajadas las piezas vemos «todos esos errores humanos», problemas e impedimentos que se convierten en la única herencia que reciben los personajes a lo largo de varias décadas. Vemos a estudiantes de Historia del Arte que terminan trabajando como vigilantes en un museo, a madres con problemas mentales, incapaces de gestionar la realidad, a padres desaparecidos, a amigas con teorías esotéricas sobre los parásitos, a exmilitares que han matado operando drones como si jugasen a un videojuego, a grandes promesas del deporte ahogados en borracheras, a vagabundos, a forasteros en la barra del bar, a exmujeres que aplastan pasteles para destruir cualquier ilusión. Todos gravitando a lo largo de la vida de Lu y Vanessa, las hermanas protagonistas en esta historia. Bueno, no sé si se podría decir que son protagonistas, seguro que ellas nunca se habrían considerado protagonistas de nada. Pero sí son el pegamento que hace que podamos levantar el puzle y verlo desde

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