La locura de amar la vida. Monica Drake

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La locura de amar la vida - Monica  Drake

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e hizo una mueca con la mandíbula como si estuviera masticando un chicle imaginario. El agente inmobiliario golpeó una pieza del panelado y silbó para sí mismo con suavidad.

      —Solo queremos salir de aquí —dijo la mujer, medio respondiendo a una pregunta que nadie había hecho.

      El agente se balanceó sobre sus sandalias de cuero Birkenstock.

      —Podemos cerrar nosotros si ustedes tienen que ir a algún lado —dijo.

      La mujer resopló y tiró del enchufe de la pared tan fuerte que el cable saltó hacia atrás y me golpeó en el brazo, como si fuese una pequeña víbora. Me froté la piel justo donde el cable me había golpeado. Sin disculparse, la mujer cogió la falda y se metió en el dormitorio cerrando la puerta. Creo que a lo que se refería era a que querían irse de allí para siempre.

      Ellos tenían sus vidas, puede que miserables, y nosotros teníamos las nuestras, aún por delante.

      Más tarde, esa noche, aceptaron lo que Mikal, el agente inmobiliario, denominó nuestra oferta agresiva, refiriéndose a agresivamente baja, ya que estábamos agresivamente arruinados.

      Colin y yo volvimos a la casa con un inspector. Era una casa extraña, que había sido modificada con los años. Yo supuse que había comenzado como una casa modular Sears a finales de 1980, el tipo de arquitectura que se enviaba en tren en unas cuantas secciones principales y luego se construía usando madera de la zona. No tenía un sótano como tal, pero sí una especie de bodega. Las puertas de esta daban al exterior, al patio, inclinadas hacia el suelo. El inspector se dobló y retiró un tablón de entre las asas de ambas puertas, quitando la cerradura improvisada para mantenerlas juntas y bloqueadas. También parecía como si el tablón estuviera ahí para que nada pudiera salir.

      Abrió una de las puertas, lentamente al principio, hasta que esta se desplomó hacia atrás en sus bisagras sueltas, haciendo sonar las partes de metal viejo y desatando una avalancha de hojas secas. Entonces avanzamos, uno detrás del otro, sobre escalones de cemento rajado, a través del polvo y las telas de arañas. El aire se hacía más frío con cada paso.

      Todos los sótanos están bajo tierra, pero los bordes desnudos de esa bodega hacían que la tierra fuera más obvia. Daba más la impresión de estar explorando una cueva, o de ser enterrado vivo. El inspector dirigió la luz de una linterna a unas vigas sin tratar. Estalactitas de lodo colgaban de tuberías oxidadas a través de las cuales se filtraba el agua. Puse la mano en una columna de soporte.

      —Una bodega perfecta —dijo Colin. Le agarré el brazo y le di un apretón. ¡Había elegido ser optimista! Agradecí ese gesto generoso, porque esa bodega era sombría. Él sabía cuánto quería la casa.

      —Tendréis que cambiar las tuberías. Solo tenéis un baño y está en la planta baja, así que no es mucho. Y puede que tengáis algo de moho bajo tierra, y algo de putrefacción —nos dijo el inspector.

      El techo bajo del sótano era un entramado de tuberías, cables y vigas. ¡Pero arriba había un gran ventanal! En la planta de arriba había luz y aire, y fuera, aquellos árboles.

      —En este lado hay un árbol que crece demasiado cerca de los cimientos. Tienen que talarlo —añadió el inspector. Su linterna alumbró la columna de soporte en la que tenía el brazo apoyado, mostrando el resplandor de una pintura rojo intenso. Me aparté y me sacudí el polvo de las palmas de las manos.

      Lo que vimos en el círculo de luz era una escritura, como un grafiti. Decía: «M-Á-T-A-L», por la columna hacia abajo. La «L» parecía desvanecerse, como si quien fuera que lo hubiera escrito se hubiera caído.

      Colin pasó un dedo por una tubería oxidada del techo y un destello de agua sucia le goteó en la muñeca dejándole una mancha oscura.

      —¿Mátalo? —pregunté.

      Pero lo único que Colin dijo fue:

      —Pon en la cláusula que tienen que cambiar las tuberías.

      Y se secó el brazo en los vaqueros.

      Caminando de vuelta al coche, por el camino de entrada lleno de baches, pisé algo así como una raíz, o un trozo de jengibre. Lo recogí, tanteándolo con los dedos. Era un pequeño hombrecillo de metal, un soldado, con su rifle en posición apoyado en el hombro.

      —¿Qué pasa, hombrecillo, atacando o defendiendo? —le dije.

      Le escupí en la cara, para limpiarle la tierra. Tenía la piel pintada del color del melón, sin ojos pero con un diminuto punto rojo de boca. Era antiguo, el juguete de algún niño, y me pregunté en qué guerra en particular había servido aquel soldado durante la vida de ese niño. Como estaba hecho de metal, quizás de plomo, me imaginé que era bastante antiguo, de antes de que los plásticos lo reemplazaran. La guerra de Corea o la guerra de Vietnam, quizás. Siempre había guerras y soldados. Lo puse en el tronco de un cerezo enano.

      —Será nuestro centinela.

      Colin ya estaba en el coche. Los árboles se balanceaban a mi alrededor. Sus hojas se sacudían con mil brazos susurrando hola.

      Durante el día, el Arboreto era fantástico. Era un refugio. ¡Todo crecía tan bien allí! En la casa, una hilera de plantas de aguacate, cada una en su propia lata de café, crecían como locas. Hasta las niñas estaban creciendo a toda velocidad. Lucía golpeaba la mosquitera, la abría y la cerraba, y la volvía a abrir y a cerrar. Yo la observaba mientras se tambaleaba hacia el jardín como una niña grande. Nessie, que esperaba a que empezara el curso, cogía un libro y trepaba a los manzanos como si se sumergiera en su propio Edén, privado y sin amigos. Su pelo caía como una capa de seda. Recogía manzanas con agujeros, las traía y las alineaba en los alféizares de las ventanas.

      Sin embargo, después de que oscureciera, los focos de ¡MascoCelebration! y del concesionario Chevrolet se abrían paso a través del bosque. Se filtraban a través de las cortinas y teñían nuestras paredes con la desolación de un páramo comercial.

      La primera noche en la casa, cuando finalmente conseguí que Lucía se durmiera, tan pronto como me escabullí de su habitación de vuelta a nuestra cama, se despertó. No lloró, pero me llamó:

      —¿Mamá? ¡Mamá!

      Casi sin moverme, respirando apenas, como si me estuviera escondiendo de nuestra pequeña, miré a Colin en busca de ayuda.

      —¿Tu turno?

      —Doy clase por la mañana.

      Y apagó las luces de su lado de la cama. Había sido una semana larga para todos, con la mudanza. Pero era verdad, él era el único que tenía que enfrentarse a sus clases universitarias de Química Elemental y Ciencia Forense cada mañana.

      Llegué al final del pasillo.

      —¡Lulu! —canturreé—. Es hora de dormir... ¿Estás acostada?

      Su habitación brillaba con la luz fría, blanca y electrizante, de los focos. Me llevó otra hora de nanas susurradas conseguir que volviera a la tierra de los sueños. Entonces, ya de vuelta en nuestra habitación, escuché pasos arrastrando los pies. Lu era lo bastante alta como para salir de la cuna, pero no lo había hecho nunca antes. Colin estaba roncando, con la boca abierta contra la almohada, se veía agotado. Escuché otro rato, sin moverme. El sonido de una radio, canciones pop y voces de DJ apagadas se colaban a través de las paredes. Quizás

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