La locura de amar la vida. Monica Drake

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу La locura de amar la vida - Monica Drake страница 7

Автор:
Серия:
Издательство:
La locura de amar la vida - Monica  Drake

Скачать книгу

esa radio? —pregunté. Estaba sonando Jeff Buckley. Podía oírlo canturrear Hallelujah en bucle, en la distancia.

      Tarareé con él, luego canté un par de versos.

      Colin me dio la espalda, echándose sobre la cama.

      —No, no oigo nada.

      Cómo mi querido Colin podía conferirle tanto desdén al nombre de la canción estaba más allá de mi comprensión.

      —Deberías salir alguna vez, de vez en cuando. Dejar la casa.

      —Odio salir de nuestro terreno.

      Era verdad. Todo lo que necesitaba estaba allí, en aquella hectárea.

      Por el día, el susurro de la radio quedaba enmascarado por la autopista y los altavoces del concesionario Chevrolet, pero cada noche regresaba. A través de las interferencias, escuchaba palabras. Escuchaba al DJ, pero también voces lejanas diciendo «mamá» y «Lu».

      Siempre tenía que ir a asegurarme, porque ¿qué pasaba si alguna de las niñas me necesitaba? Abría la puerta de Lulu, luego la de Nessie. Caminaba sin rumbo por los pasillos y las escaleras sobre tablones chirriantes. Intentaba no despertar a Colin. Pero él acababa despertándose de todos modos y me fulminaba con la mirada. Éramos un sistema, un engranaje girando sobre el otro, despiertos toda la noche; madre, niñas, padre, radio. Esa radio me molestaba. Era la única que podía oírla. Una noche dije:

      —¿Puedes revisar la bodega, por favor?

      —Mañana —me prometió.

      Colin se trasladó a la planta baja a dormir en el sillón. Lucía seguía llamándome, realmente alto esta vez, despierta de nuevo. Seguí el sonido de los lloros hasta su habitación, donde la encontré con el rostro enrojecido y en pánico. La cogí en brazos y me senté en la mecedora.

      La luz del concesionario se colaba a través de las toallas clavadas y se desparramaba por las paredes. En las sombras vi al soldado de metal boca arriba en el suelo, con el rifle alzado y listo, durmiendo bajo la cuna de Lucía.

      Al final, me aventuré a ir a la ciudad para comprar suplementos de magnesio y manzanilla. Estaba en la cola de la caja registradora cuando una señora mayor me echó una mirada con los ojos bien abiertos. Estaba sentada en el banco junto a la máquina para medir la tensión, con un brazo en el manguito. Tenía la manga enrollada hacia arriba, mostrando su piel pálida y manchada, sus brazos fuertes y viejos, con venas azules.

      Nessie había ido a leer cómics de Archie en el expositor. Lulu usó las dos manos y sus dedos rechonchos para sacar una pila de panfletos sobre el cáncer de piel y esparcirlos por el suelo.

      —Suficiente, cariño, ponlos en su sitio —le dije.

      Lo dije en alto, proclamando: «¡Soy una madre concienzuda!».

      Me estiré para recoger los panfletos, dejando uno de mis pies atrás para mantener mi sitio en la cola.

      La señora mayor mantuvo sus ojos llorosos en mí. Apretó un botón y el manguito del aparato de la tensión se hinchó contra su piel. Las venas emergieron y le acordonaron el brazo. Le di la espalda. Apenas un momento después sentí un golpecito en el hombro. La mujer estaba a mi lado, con la cara muy cerca de la mía.

      —Esclavos solían trabajar esa tierra —dijo. Sus dientes eran negros y grises. El aliento le olía a vinagre de sidra de manzana.

      Me eché a un lado y agarré a Lulu, que había tirado la pila de panfletos y estaba corriendo por detrás de un estante de gafas de lectura. Intenté ir tras ella. La mujer se metió en medio.

      —Quizás no tanto esclavos como prisioneros, si ves la diferencia —me dijo.

      No podía ver a mi hija más allá de las bolsas y la falda de la mujer. Me estaba bloqueando el camino.

      —Yo crecí donde ahora está esa tienda de animales. Vi algunas cosas —siguió diciendo.

      Intenté alcanzar a Lulu de nuevo, e intenté sonreír cuando le pregunté:

      —¿Cómo sabe que somos los nuevos propietarios?

      Lu se había tirado al suelo. Forcejeé con ella para que se pusiera de pie.

      —Los llamábamos esclavos. Esclavos del noroeste. Un montón de ellos —dijo la mujer.

      —Era una granja. No había ningún esclavo —le respondí, como si yo fuera una experta.

      Eso quería creer. ¡Había manzanas y campos, y abundancia! Era el paraíso, el Edén, el Arboreto, un santuario, y ahora era nuestro, el terreno frondoso, la tierra negra y húmeda, el lugar donde criaría a mis pequeñas.

      La mujer se echó a reír, mostrando la cantidad de dientes que le faltaban. Estaba loca.

      —¿Una granja? Lo único que crecía ahí era su desesperación. Era un campo de trabajo. Los tenían encadenados. Cava bien el suelo, encontrarás los cuerpos —me dijo.

      Esa noche, antes de cenar, llamé a Nessie entre los árboles, pero no me respondió. Miré a través de las ramas y la llamé de nuevo, entonces volví a la casa y le pregunté a Colin:

      —¿Has visto a Vanessa?

      Usé su nombre completo, pero no por estar enfadada, como hacían algunas madres. Yo usaba su nombre completo con amor, recordando el día que se lo habíamos puesto. Mi querida bebecita. Vanessa, agraciada con un nombre demasiado largo para un bebé tan pequeño, pero perfecto para ella cuando lo personificara, con su pelo oscuro y su personalidad reflexiva hacia el mundo.

      Colin estaba leyendo el periódico. Lulu intentaba sacar un plato de la alacena. Me incliné para detenerla.

      —No, no, cariño. Se puede romper.

      Ella apretó más el plato con los dedos.

      Había puesto dos sándwiches de queso fundido en una sartén en el fuego, y tenía una ensalada en proceso, la lechuga despedazada en la tabla de cortar y un desfile de tomates deformes en línea, esperando a ser rebanados. Me encantaba hacer la cena, sabiendo que alimentaría a todos aquellos bajo mi techo. Pero ¿dónde estaba Nessie?

      Salí por la puerta principal y la llamé por su nombre, con cada una de sus tres sílabas. Lancé el corazón por la boca, chillando al cielo, siempre con miedo a la autopista que había justo a la salida de nuestra propiedad. ¿Intentaría cruzarla? El jardín trasero se extendía al otro de la casa, abriendo el abanico de posibilidades. Podía estar en cualquier lugar, en cualquier árbol, en cualquier zanja o campo, y no respondió ni cuando mi voz se propagó por toda la superficie que alcanzaba la vista, a todo volumen. Corrí por el camino de la entrada, llamándola. En ese momento eché de menos un lugar más pequeño, un sitio diminuto, un apartamento de una sola habitación donde pudiera observar a mis dos niñas al mismo tiempo.

      Cuando empujé la cortina frondosa del sauce, estaba sudando. Pero ahí estaba ella, en el Cadillac, hablando con el gato-esqueleto. Un globo se mecía en el coche con ella, como una cabeza rosada brillante. Golpeé en el viejo cristal de la ventana a medio abrir. Ella pegó un brinco con el sonido.

      —A cenar —le

Скачать книгу