La locura de amar la vida. Monica Drake

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La locura de amar la vida - Monica  Drake

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gris mate que estaba sujetando y dijo:

      —¿Por qué estás tan cabreada?

      Salió del coche; tenía las piernas sucias.

      El amor en mi voz se había transformado en una veloz arremetida furiosa. No era mi intención. ¡Yo pretendía que fuera amor! La agarré por el brazo.

      —¿No me oías?

      —Estaba jugando.

      Estaba haciendo justo lo que había deseado que hiciera: jugar por su cuenta, al aire libre. Al otro lado de la valla y a través del telón de hojas del sauce, vi a un vendedor merodeando en el borde del aparcamiento. Nessie metió la mano en el rancio Cadillac en busca de su globo.

      Cuando volvimos a la cocina, Lulu torció la boca haciendo una mueca prepataleta, hasta que vio el globo que llevaba Nessie. El queso fundido había empezado a quemarse. La habitación estaba saturada con el olor de la mantequilla y el pan abrasados.

      —¿Nadie más huele eso? —pregunté, refiriéndome a Colin. Él podía darle la vuelta a un sándwich.

      Nessie me entregó el globo con su cuerda roja.

      —Les llevé algunas manzanas —me contó.

      Tenía el cabello enredado en la espalda, mezclado con palitos y hojas, como si hubiera estado rodando por el suelo. Sus labios estaban enrojecidos y húmedos. Se veía alerta, casi agitada.

      —¿A quiénes? —pregunté.

      Nessie sonrió. El globo giró en silencio hasta dejar ver el nombre del concesionario Chevrolet, mostrando las letras una a una.

      Colin se frotó los ojos y se encorvó en la mesa como un anciano. Tenía manchas de tinta del periódico en los brazos.

      —Lávate las manos. Y no merodees por el concesionario. Eso no está bien.

      ¿A qué venía ese rubor que le recorría la piel?

      El queso fundido de los sándwiches, ignorado y desaprovechado, despedía un humo negro. Los tiré en el fregadero. Silbaron, calientes y aceitosos ante las frías gotas de agua.

      Nessie tenía nueve años. No debía andar con hombres adultos. Vendedores, además.

      —¿Me estás escuchando? —le insistí. Su globo se balanceaba contra el techo, asintiendo, como si solo él respondiera a mi pregunta.

      Días después fui a coger un par de zapatos del fondo del armario y me encontré en su lugar con dos sándwiches de queso fundido ennegrecidos. El aire se amargó con el olor de la tostada quemada, mi propio agobio en la cocina, una mala noche con los fogones. Reconocía esos sándwiches, con sus motas y manchas quemadas, con tanta certeza como reconocería las caras de mis propias hijas; yo los hice, yo los quemé, yo los tiré. Estaban tendidos sobre una pila de cajas de zapatos, como si las cajas fueran una mesa, y como si el pasado no se terminara, y mis errores se quedaran merodeando. Había una servilleta arrugada. Un montón de bandas elásticas desparramadas. El soldado de metal estaba de pie en la caja de zapatos, como un salero.

      Nessie ya no estaba interesada en las fiestas de té. Ya no jugaba dentro del armario. ¿Y Lulu? Aún no se coordinaba lo suficiente como para poner una mesa.

      Esa noche, Colin durmió de nuevo en el sillón. Yo estaba levantada con Lu, buscando la radio como si se tratara de un extraño animal nocturno. Un DJ divagaba con una voz masculina, grave y acelerada. «Recuerdo lo que la radio significaba para mí, pero eso eran otros tiempos», decía, y luego su voz se apagó aún más.

      Un «¡Mamá!» se coló entre sus palabras. ¿Real o imaginario? Yo estaba ahí, si alguien me necesitaba. Llevé a Lu escaleras abajo.

      Colin se dio la vuelta, alejándose.

      —¿Oyes eso? —le pregunté. Cuando no me respondió, volví a decir—: ¿Oyes la radio?

      Tenía muy claro que estaba despierto.

      —Son los autoservicios —murmuró.

      —¿Los qué?

      —Autoservicios. Al otro lado del campo.

      Lentamente, se incorporó. Me senté a su lado, con Lu en mi regazo. Lu metió una mano por debajo de mi bata, de mi camiseta, buscando su tata, mis pechos, los primeros y mejores amigos que había tenido. Escuché los sonidos del exterior, voces entrelazadas de gente en la distancia pidiendo batidos y patatas, y todo con pollo. Tiras de pollo. Burritos de pollo, hamburguesas de pollo. Alitas, muslos e incluso palitos. Palitos de pollo. ¿Qué coño era eso?

      Pero aún podía escuchar el llanto, ¡mamá!, mezclado con los otros sonidos, incluso con Lu en el regazo.

      Colin escuchaba con la espalda encorvada. Estaba ojeroso. Se parecía a su padre, a su abuelo, a algún ancestro hastiado. Sacudió la cabeza.

      —Eso es «María», no «mamá». María al habla, ¿qué le pongo?

      Yo escuchaba otra voz ahí fuera.

      —Otro autoservicio —me dijo Colin—. Se superponen.

      —Por favor, baja. Echa un vistazo.

      No debería estar sola en esto. Era hora de apagar la radio.

      Había una oscuridad implacable bajo la casa, en la bodega. Colin llevaba una linterna. Yo sostenía a Lu. Nessie dormía dos pisos más arriba, con el sueño profundo de una preadolescente, en una habitación abarrotada de globos maliciosos. El halo de la linterna danzaba en las paredes de la bodega y las raíces del árbol que crecía demasiado cerca de la casa habían empezado a abrirse paso, mostrando pedazos, como dedos enterrados. Entonces la luz alumbró algo.

      —¿Qué es eso?

      Agarré la mano de Colin, dirigiendo el haz de luz de vuelta a lo que había llamado mi atención.

      Había una silla de madera de tamaño infantil, girada a medias contra la pared en una esquina oscura. Era una silla roja, con flores pintadas. En la silla había dos sándwiches de queso fundido quemados y una colección de bandas elásticas anchas de color azul.

      Lu se retorció en mis brazos, tratando de bajarse.

      —Dios mío —dije. Agarré a Lu con más fuerza, alejándola, pero ¿de qué?, ¿de las sobras?

      —Basura del último propietario —dijo Colin. Dejó caer el haz de luz al suelo de tierra.

      —¡Alumbra el queso fundido! ¡Míralo! —le urgí.

      Pero él agitó la luz por la pared.

      —¿Qué estamos buscando, el rostro de la Virgen María?

      —Esa es nuestra cena quemada, recién salida de la basura. La he tirado ya dos veces.

      Tuve que agarrar la mano de Colin para conseguir que alumbrara la comida quemada, como si fuesen sospechosos en una rueda de reconocimiento.

      —Puede que tengamos un problema de moho negro. Y tú necesitas

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