La locura de amar la vida. Monica Drake

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La locura de amar la vida - Monica  Drake

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dormía, ruborizada y calentita.

      No era la primera vez que escuchaba la voz de alguna de mis niñas mucho después de que se hubiesen ido a dormir. Era el eco de las palabras que llevaba escuchando todo el día, mezclado con el temor de que alguna de ellas pudiera necesitarme. Era la maldición de una madre, escuchar esas vocecitas, tan queridas, tan dependientes. Intenté escabullirme de su habitación, pero justo en ese momento Lu se despertó. Se giró y se sentó cuando vio cómo me alejaba, se levantó, se agarró a los barrotes de la cuna y alargó los bracitos.

      —¡Tata! —exclamó. Su palabra de bebé. Teta.

      —¿Cómo? —le dije, sonriéndole—. Nosotras ya no hacemos eso, ¿te acuerdas?

      En la antigua casa, ella había dejado de mamar.

      —Ahora eres una niña grande.

      Pero fui en contra de todos los libros de «Cómo enseñar...» y la aupé. No pude evitarlo. La mudanza también era dura para una niña pequeña; nuestra atención siempre estaba dividida. Tenía que acostumbrarse a una habitación nueva.

      —Mi vida —dije en su pelo sedoso. La llevé hasta el pasillo y luego escaleras abajo. Juntas recorrimos la casa, buscando la radio, ese susurro de voces e interferencias. A veces apenas podía oírla. Otras veces casi resonaba. Se oía menos en la planta baja que arriba.

      —Estamos en el paraíso, cariño —dije. Pero había una voz hablándonos, en nuestra casa, un zumbido de charlas nocturnas y canciones pop. Sostuve la mano de Lucía y le susurré—: Es en la bodega.

      Los fontaneros habían dejado una radio encendida. El sonido debía de estar filtrándose a través de los conductos del aire.

      La sostuve cerca de mí mientras abría la puerta trasera para adentrarme en el oscuro jardín, y dudé frente a las puertas de la bodega. Eran pesadas, pero podía levantarlas. Me adentraría con cuidado en la escalera de cemento oscuro, bajaría y apagaría la radio olvidada.

      Me incliné para quitar el tablón de entre las asas de las puertas.

      ¿Qué pasaría si alguien viniera, cerrara la puerta y volviera a colocar el tablón? Estaríamos atrapadas.

      No teníamos vecinos cercanos, solo negocios y campos. No había nadie alrededor, excepto Colin. Me lo imaginé buscándonos por la mañana, asumiendo que habíamos ido a dar un paseo, yéndose al trabajo mientras yo aporreaba aquellas puertas astilladas en la parte trasera, con Lu en mis brazos.

      El césped alto del Arboreto crujía. Las ramas de un manzano se sacudieron como si un animal hubiera saltado de una a otra. Una brisa se deslizó por mis muslos, en la noche, bajo mi corto camisón. Grillos y cigarras hacían un sonido como de niños riéndose en la distancia, las risas de fondo de una comedia sin fin. Era como si el césped estuviera lleno de pequeños bebés soltando risitas. Hermoso y siniestro. El columpio de la rueda colgaba como una horca. Me incliné hacia las puertas, alcancé el metal frío del asa y saqué el tablón; mientras, sujeté a Lucía con más fuerza e intenté no empujarla. Ella depositó su confianza en mí. Una manzana cayó y golpeó el suelo con dureza. El sonido fue suficiente para hacerme volver adentro, con el corazón palpitando alocadamente. Lucía estaba tan cálida, la abracé con fuerza para calmar mis nervios. ¿Había sido una manzana? Algo se había caído. El jardín era una suave e impecable negrura aterciopelada. Miré hacia atrás a través de la mosquitera. Al final, vi dos brillantes ojos dorados emerger de la oscuridad. Una comadreja parpadeó y desapareció.

      A la mañana siguiente había tierra en los cubitos de hielo del congelador. En uno de los cubitos había una hormiga congelada. El soldado de metal de la entrada descansaba sobre una capa de hielo. Estaba envuelto como una momia en la banda elástica, ancha y azul, del brócoli de la noche anterior. Lo saqué del congelador, sujetándolo con dos dedos.

      —¿Nessie?

      —¿Qué? —Parecía sorprendida, con la boca llena de cereales.

      —No metas juguetes en el congelador, sobre todo cuando ni siquiera sabemos de dónde vienen.

      Puso los ojos en blanco y señaló a Lucía, que estaba ocupada persiguiendo una rodaja de plátano por la bandeja.

      —Lu no llega al congelador —le dije.

      Nessie y yo miramos a Colin. Estaba de camino a la puerta, ya cansado, ya envarado y llegando tarde a su trabajo de profesor en la universidad, a kilómetros de distancia.

      El correo que recibíamos en esa casa venía dirigido a todo tipo de nombres. Eran nombres anticuados. Hilda y Daisy. Emil, Evan y Cleeve. No Clive, sino Cleeve. También había algunos nombres extrañamente religiosos, como el de alguien llamado Gloria Deo. Yo amontonaba el correo y escribía en cada sobre «Ya no viven en esta dirección».

      Gatos callejeros se paseaban por los alrededores, y yo los alimentaba. Les ponía huevos revueltos y atún de lata, y una vez les di sobras de espaguetis. Algunos gatos eran salvajes y salían corriendo, pero otros se me acercaban. Había una muy peluda y con las tetitas caídas que parecía que acabara de tener gatitos a la que me sentía muy unida. Le ponía atún en un bol cuando venía, le pasaba la mano por el pelo y ella ronroneaba, y yo le decía: «Oh, la mamá está hambrienta hoy», sin estar muy segura de si me refería a ella o a mí. Sin saber nunca si me refería a hambrienta o a un anhelo mayor que crecía en mi barriga como un tercer bebé.

      Después de unas cuantas noches en las que Lucía se despertaba cada hora, noches pasadas cantando canciones, contando historias, observando al sauce llorón balancearse a través de la ventana del frente, con su copa recortada contra la luna, ya no pude soportarlo más. Necesitaba dormir. Tendría que volver a trabajar en algún momento. Tenía que encontrar un trabajo primero y, para ello, encontrar la fuerza para salir a buscar uno.

      —¿Puedes encargarte tú esta vez? —le pregunté a Colin.

      —Yo tampoco he dormido últimamente.

      Sus ojeras lo demostraban.

      —Tengo clases por la mañana y reuniones toda la tarde —me dijo, y se puso una almohada sobre la cabeza. Cuando Lulu comenzó a llorar, Colin apretó la almohada aún más contra su cara, como si estuviera intentando asfixiarse a sí mismo.

      Al día siguiente, clavé unas toallas desgastadas sobre las ventanas de la habitación de Lucía, para aplacar la luz, pero esta aún se filtraba por las rendijas. No podíamos permitirnos cortinas nuevas, ya que habíamos gastado todo nuestro dinero en la casa. Esa noche, cuando me llamó, le contesté:

      —Duérmete, cariño.

      A mi lado, Colin se sentó en la cama.

      —De acuerdo, ¡ya basta! —dijo, casi chillando.

      Y entonces Lucía llamó:

      —¡Mamá!

      Me senté yo también. En la antigua casa, ella solía dormir sin problemas.

      —No sé si esto es normal, algún tipo de ansiedad por separación debida a la edad o si tiene una infección de oído...

      Colin me interrumpió diciendo:

      —No tiene fiebre. Está perfectamente. Déjala que llore.

      —A

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