La locura de amar la vida. Monica Drake

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La locura de amar la vida - Monica  Drake

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a nuestros bebés en este paraíso terrenal.

      Conocerían cada árbol como si fueran parientes cercanos. La casa rondaría sus sueños cuando crecieran. Yo aún deambulaba por los pasillos de la casa de mi infancia por la noche. ¿Quién no? Sería un regalo criarlas cerca de la tierra. Además, no había ninguna regla en ese tramo rural, ningún contrato, restricción o asociación de propietarios que nos cobrara tasas y nos forzara a cortar eso que hacían pasar por césped.

      Estaba preparada para dejar la ciudad atrás.

      Un columpio hecho con una rueda estrecha de un Ford T colgaba de una cuerda deshilachada. Empujé la rueda y la dejé balancearse de un lado a otro.

      —¡Chicas, mirad! —les dije.

      Pero se habían quedado rezagadas, abriéndose paso entre la hierba alta y el suelo áspero. Aún eran muy jóvenes. No podía imaginar qué más podría necesitar un niño aparte de tierra, manzanas frescas en otoño y un buen columpio.

      Había un manzano silvestre desparramado como una mano abierta justo detrás de la puerta lateral de la casa, esparciéndose en un conjunto de hojas casi negras y magenta oscuro. Otro árbol, alto y enjuto, vestía una corteza anaranjada que se pelaba como una piel quemada por el sol. Había un frondoso pinar en la parte trasera, y cada árbol se presentaba como un amigo, sensible y acogedor.

      El jardín delantero quedaba a la sombra de un sauce llorón cuyas ramas abarcaban un tramo lo bastante amplio para esconder por completo un Cadillac desconchado tras una cascada de hojas. Lo sé porque atravesé la frondosa cortina de sus colgantes ramas amarillentas. La primera vez que pasé por debajo del árbol, las hojas eran increíblemente gruesas. Sin embargo, justo detrás de esa cortina, todo se abría y había espacio para mantenerse erguido. Era una fortaleza natural. Y allí estaba el Cadillac, que con toda probabilidad había sido aparcado un día de verano distante, frente al grueso tronco del árbol. El aire tenía un intenso olor a tierra. Me incliné sobre el cristal nublado de la ventana a medio abrir del Cadillac para escudriñar su interior. Un gato yacía en el asiento delantero, excepto que hacía mucho tiempo que había dejado de ser un gato. Era un esqueleto enredado en los resortes justo donde el asiento se había descompuesto, mientras los huesos esperaban por un conductor.

      No me asustaba un gato muerto. Mis hijas aprenderían sobre la naturaleza. Aprenderían biología y ciencias naturales mientras jugaban al aire libre. Deseaba tanto esa casa y esa tierra que podía sentir cómo casi babeaba por ella, la tensión me hacía apretar la mandíbula con un ansia excesiva.

      Colin aún se lo estaba pensando.

      —¿Soy la única que está entusiasmada con esto? —dije.

      —Baysie, cariño —me dijo—, no hay necesidad de ser impulsivos. Pensemos en ello.

      Arrancó parte de una larga hebra de hierba silvestre, inspeccionando el terreno. Esa hierba se veía como un pequeño pariente suyo: alto y delgado, con el pelo levantado en mechones, ondeando al viento.

      Impulsivo es un término relativo. Yo pienso más rápido que él y sé lo que realmente quiero.

      Caminamos por el jardín. Al lado había una tienda de animales llamada ¡MascoCelebration! Puede que, con el mismo espíritu de domesticar a animales, habían esparcido suficiente cemento y asfalto para allanar la naturaleza. Al otro lado del terreno había un concesionario Chevrolet, con un triste y permanente montaje publicitario hecho con globos y banderas. Tras el lindero de la parte de atrás, más campos estaban marcados con estacas. Cintas naranjas revoloteaban como polillas, definiendo los límites de futuras carreteras y terrenos llenos de montañas de tierra. Los constructores habían nivelado colinas y rellenado pantanos. Se podía ver lo que estaba por llegar: un infierno.

      El Arboreto era el equivalente comercial de una tierra sin litoral, aislado por aparcamientos. Era un terreno indivisible debido a razones de zonificación. Tampoco estaba en la red de abastecimiento de agua potable y dependía de su propio pozo. Así que era un terreno enorme e irregular con un viejo huerto, provisto de un pozo posiblemente problemático y una casa decrépita. Llevaba en venta media vida.

      ¡Era nuestro sueño!

      —Apenas se ve la tienda de animales entre los árboles —dije.

      —Increíble, cariño —me respondió Colin.

      Pero yo lo decía en serio. Me reí y le lancé una ramita, hechizada con la idea de escapar del alcance de los Estados Estirados, esas casas insípidas predominantes en el mercado.

      Aquí, al noreste, el Monte Hood se alzaba alto y resplandeciente, cubierto de nieve. Estábamos a más de mil kilómetros sobre el nivel del mar, sobre Portland, pero bajo el resplandeciente Monte Hood.

      Lucía, nuestra pequeña, recogía arándanos de unos arbustos plantados en línea recta. Seguro que bien cuidados en el pasado. Ahora se veían abandonados. ¡Arándanos silvestres! Qué ensueño.

      —¿Qué es esto? —preguntó Lucía con su vocecita tartamudeante—. ¿Qué es esto?

      Era una de las frases de su nuevo arsenal. El mundo entero era un misterio para ella. Me encantaba participar en sus preguntas, dejar que el mundo fuera algo nuevo. El césped alto crujía. Los insectos saltaban y chasqueaban, las banderas del concesionario Chevrolet rugían con el viento. Todo resonaba. Me giré y llamé:

      —¿Nessie?

      La de nueve años.

      —¡Nessie! —volví a llamar.

      Pero solo escuchaba la voz de Lucía, que seguía preguntando una y otra vez: «¿Qué es esto?». Apuntó hacia la hierba con un palo.

      —Un viejo barril roto —le respondió Colin. Y pateó algo oculto.

      Sentí que se me aceleraba el corazón, que se me tensaban las manos.

      —¿Dónde está? —dije.

      El sol destelló en las hojas de un manzano; no había nadie más por allí, no estaba. Grité su nombre. Lo chillé, más bien. Y entonces Nessie se dejó caer de un árbol en un claro bañado por la luz del sol. Se columpió desde una rama baja, usando un brazo y su otro codo contra una cavidad del árbol, como un monito. Nos sonrió y se sujetó la camisa como una cesta, después de llenarla con manzanas deformes y con manchas negras.

      La primera vez que vimos la casa, los dueños estaban dentro. La mujer estaba planchando una falda en la cocina. Su pelo largo, increíblemente rizado, estaba húmedo y despedía el olor dulce de un champú de albaricoque. Se había trazado una línea de pintalabios rojo que captaba los pliegues de sus labios. El hombre quitaba fotos enmarcadas de la pared tan rápido como podía, fingiendo que no nos veía mientras recorríamos el lugar. No esperábamos que estuviesen en casa. Hice lo que pude para evitar que las niñas tocaran la colección de conchas de la familia y los tarros de peniques. La mujer presionaba la plancha de arriba abajo como si estuviera asesinando la falda. La cocina era antigua pero cómoda, con unas encimeras de madera adorables, desgastadas tras años de cenas familiares. Toqué las marcas de un cuchillo, imaginándome cómo generaciones de madres cortaban barras de pan y carne asada sobre ella, marcando la vieja madera.

      Nos enteramos de que habían hecho una oferta anterior, pero esa oferta dependía de que se eliminaran algunas restricciones de zonificación. La otra persona interesada quería permisos para echar abajo la casa, talar los árboles y construir un gran establecimiento.

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