La locura de amar la vida. Monica Drake

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La locura de amar la vida - Monica  Drake

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      —Puede que a Sanjiv también. Sanjiv no está mal, ¿verdad? Quiero decir, con su rollo de chico raro.

      Era guapo. Podría sobrellevar su obvio problema de ira y su total falta de habilidades de comunicación.

      La nieve caía en torbellinos vertiginosos, y por un momento el vértigo en mi cabeza tuvo sentido. Le di un sorbo a la cerveza, mastiqué nieve, cerré los ojos y me acurruqué contra el montículo de hielo. Sentía la cabeza muy ligera. El viento canturreaba a través del campo de hierba. Ese mismo viento me apartó el cabello de la cara, suave como las manos de mi madre y, cuando la nieve empezó a aglutinarse formando gruesos copos, cada uno de ellos cayó con el amor de un beso congelado, como si alguien estuviera guardando y congelando su cálido amor para más tarde.

      Amontoné la nieve recién caída formando una almohada. Me acosté en el suelo. Entonces saqué la nota del bolsillo, esquivando la lata húmeda de cerveza. Desdoblé el papel desgastado. Tenía los dedos agarrotados. Podía escuchar la voz de mi madre al mirar su escritura.

      En una cursiva tan suave como una nana, ella me cantaba:

      «Naranjas.

      Desinfectante.

      4 l de leche.

      Pan, espaguetis, sopa de lata».

      Al final, había escrito:

      «Llega hasta el final, por amor o por dinero».

      Lo último que había hecho antes de volver al hospital esta última vez había sido escribir esa nota. Bueno, después de eso le prendió fuego a su cama, así que en realidad esa había sido la última cosa que había hecho. Cuando encontró lo que necesitaba en la medicina y en la terapia, cuando consiguieron equilibrarla, después de que hubiera llegado hasta el final de su maratón interno, volvió a casa cargando con bolsas de desinfectante y amor, leche y dinero.

      Notas del vecindario:

      Exposición de arte

      Quizá haya un momento en el futuro, o en el pasado, o en este preciso instante, en el que te encuentres en un lugar con demasiada gente, el calor te haga sudar y no conozcas a nadie. Digamos que estás en una galería improvisada y concurrida en un callejón del casco antiguo. Has llegado sola, para encontrarte con un amigo que no ha aparecido. Si hubieses sabido que estarías sola, no habrías ido, y ahora estás atrapada entre extraños. Y fuera está oscuro y dentro el arte en las paredes está hecho con cinta americana y es sexy, sofisticado con sus delirantes detalles minúsculos, cuerpos desnudos dibujados con capas de cinta, testículos y labios vaginales de cinta plateada. Y es infantil, y caliente, y plástico, y adulto al mismo tiempo, y más que nada te sientes perdida porque todos los demás en la inauguración parecen conocerse y la mujer que dirige el lugar tiene una enorme mata de pelo rizado y una nevera gigante llena de hielo y cerveza. Así que rebuscas entre el hielo y consigues sacar una lata de PBR. Esa cerveza es una forma de hacerte sentir como en casa. Es como un trago de instituto. Encajarás. Al mismo tiempo que tú tiras de la anilla, la mujer al cargo mira más allá de ti a un grupo de gamberros delgaduchos cerca de la puerta. ¿Es posible que sean de tu edad? Adolescentes de camino a los veinte.

      —¡No se permite beber a los menores! —les grita—. ¡Este lugar es mío!

      Tú eres menor. Bebiendo. Sin embargo, ella no te está mirando a ti, porque cuando estás sola eres invisible. La ciudad es algo nuevo. Todavía estás descifrando cómo funciona la vida. Donde tú creciste, tenías el tipo de patio que la gente de aquí llama «tierras». Dicen la palabra con un extraño y eterno distanciamiento, con veneración, como si poseyeras un país entero o como si sus pies no estuvieran también sobre suelo de verdad, pero a la vez lo dicen como si a lo mejor fueras… ¿primitiva? Tenías agua corriente, entre otras cosas.

      Aquí, eres una forastera. Alzar esa cerveza significa cruzar una puerta para dejar de ser una desconocida y pasar a formar parte de aquello. La levantas con grandes esperanzas: poder pertenecer.

      La dueña de la galería ha perdido la calma. Con la cara enrojecida le lanza una lata de cerveza a un tío, y tú observas la lata pasar como una pelota de béisbol. ¿Ira? Bueno, ese es territorio conocido. Puede que no seas tan ajena a algunos rincones de esta escena.

      La lata pasa demasiado cerca de tu propia cabeza, con una velocidad considerable. Se abre paso a través del mínimo espacio que queda libre. Cuando hace contacto con la frente de su objetivo, este deja caer la cerveza abierta que tenía entre las manos, directamente contra el suelo. Se gira para mirar, con ojos de animal herido. Un cardenal rojo le empieza a brotar junto al nacimiento del pelo.

      Te mueves entre la multitud hasta que estás a su lado. Acto seguido, estás hablando con extraños:

      —Es mejor que se hinche a que te presione el cerebro. Sostén una cerveza fría sobre él. —Y levantas tu lata hacia su cabeza. Eres una paramédica de fiestas bien entrenada y altamente experimentada.

      Él tiene en la mano la cerveza que le lanzaron. Complaciéndote, se la lleva al chichón en su cabeza, justo donde la piel está enrojecida e inflamada. Pero, aunque el cardenal sigue hinchándose, casi al instante deja de cuidar de él. En su lugar, abre la cerveza fría, actuando como si solo se la hubieran pasado desde el otro lado de la mesa. Ignora a la dueña de la galería como si fuera de la familia. Ignora su propia cabeza y el dolor que debe de estar sintiendo. Abre la lata y esta suelta un silbido y un chorro de espuma con la sacudida, una ducha de cerveza. El momento pasa tan rápido como un hito kilométrico que desaparece de tu vista a un lado de la autovía. Está en el futuro, luego ocurre, después se acaba y desaparece. Pasará de nuevo en otros edificios, en otras multitudes de gente, cuando sigas adelante y luego te quedes atrás.

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