La locura de amar la vida. Monica Drake

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La locura de amar la vida - Monica  Drake

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se estrelló en el salón. Dejé caer una mano en la cama. Mack no se inmutó, no dejó de presionar su boca abierta contra la mía, su lengua contra mi lengua, sus dedos en busca de piel. Al otro lado de la pared, Kevin dijo: «Cielos, tío». La voz de Sanjiv surgió como uno de sus murmullos típicos, solo que un poco más apagada.

      Otro estruendo y se escuchó el sonido de escombros cayendo dentro de la pared, entre las capas del pladur. Me aparté de Mack, empujándolo por los hombros, pero su peso sobre el mío me mantenía pegada a la cama.

      Nuestros dientes chocaron. Su boca era una mordaza. Mis palabras salieron ahogadas, extrañas y rotas, como términos apenas traducidos, destinadas a un lenguaje que ni siquiera usaba palabras. Asfixiadas.

      Otro golpe y esta vez una mano se abrió paso a través de la pared, por encima de la cabeza de Mack, con unos nudillos ensangrentados enredados en cables. El pladur me golpeó la cara, soltando gravilla fina como la arena en mis ojos.

      Mack se levantó sin prisa, lleno de paciencia. Dejó que el polvo y los escombros cayeran de la amplia llanura de su espalda. Era enorme, un monstruo de hombre, sacudiéndose pedazos del mismísimo edificio. Él era el niñero esta vez y se irguió cuan alto era al abrir la estrecha puerta.

      Los nudillos de Sanjiv estaban marcados con sangre roja del color de las rosas. Varios agujeros habían florecido en la pared. Este arte, su forma de expresarse, no conllevaba pintura, pero sí dolor. Grafiti, dibujado con su propia mano. Me limpié la saliva de Mack de la barbilla.

      —Papá se va a poner furioso —dijo Kevin.

      —Papá es un marica —masculló Mack.

      —El marica eres tú —le soltó Kevin.

      Kevin se lanzó contra Mack, yendo a por su garganta, pero Mack era más grande y lo derribó. Los dos se fueron al suelo juntos, golpeando una mesilla y derramando una cerveza. Me quedé a un lado. Los músculos de sus brazos y cuellos se tensaban contra la piel. Cada uno de sus músculos me llamaba, como si cada uno de ellos fuera mío. Eran tan hermosos. Eran chicos de granja sin granja, atletas sin deporte.

      —Y aquí estamos, empatados, en espera de la muerte súbita en la prórroga…

      La lucha continuó.

      —Eh, Mack. No —dije y lancé un brazo a un lado, haciendo la señal del árbitro—. ¡Dureza innecesaria! —dicté—. Una pelea más y se acaba el juego.

      Mack tenía a Kevin agarrado por los hombros, pero Kevin lo lanzó a un lado. El pie de alguien dejó otro agujero en la fina pared.

      —¡Falta leve! ¡Fuera de la pista! —dije.

      Cuando Mack derribó a Kevin contra el sofá, exclamé:

      —¡Golpe con el taco del stick!

      Tenían los brazos entrelazados, cada uno agarrando los hombros del otro, manteniéndose a distancia pero a la vez muy cerca, como si no pudieran zafarse ni tampoco llegar a unirse; eran los chicos más hermosos que había visto en mi vida. De hecho, sabía algo de arte y Mack y Kevin eran estatuas clásicas en combate. Si solo estuvieran desnudos, esos chicos serían los modelos de todas las grandes estatuas de dioses en guerra talladas en mármol.

      Sanjiv se frotó la palma de la mano contra los nudillos ensangrentados y salió al balcón. El señor Disfraz de Gorila se follaba por detrás a la falsa Fay Wray, hasta que la cinta se jodió. La imagen saltaba. Mack tomó la delantera. Una vena en el lateral de su cuello resaltaba, azul y gruesa. Los ojos de Kevin eran redondos, pequeñas nueces, mientras luchaba. Un trozo de mi cinta plateada estaba enganchada al abrigo de Mack.

      Me llevé una mano al labio y esta se tornó roja con la sangre. Mis labios agrietados se habían rajado al besarnos. Cogí una cerveza de la encimera y sostuve la lata contra mi boca como si fuera hielo, y me metí otra en el bolsillo del abrigo. La lata era tan reconfortantemente sólida. Encajaba en mi bolsillo como si estuviera diseñada para estar ahí, y tiraba de mí hacia abajo como un plomo. Sentía la cabeza ligera, esa lata de Pabst pesaba más que yo. Yo era helio.

      Deslicé una segunda lata en el otro bolsillo, para evitar salir flotando.

      Mack estrelló a Kevin contra el televisor, lo tiró y con él la mesilla. No era tarde, pero fuera estaba oscuro.

      —Vale —dije, como si estuviera tratando de parar la pelea, como si de verdad pudiera.

      Pero la cosa es que no lo estaba intentando. No podía. Yo no me esforzaba tanto. Me toqué el labio con un dedo y dibujé una línea con mi propia sangre en la esquina de la cocina.

      Había un imán en la nevera imitando una página de cuaderno con un rotulador colgando de una cuerda. «TAREAS PENDIENTES». No había ninguna lista, como si hubiera alguien que no tuviera nada que hacer. Escribí: «Llamar a Vanessa».

      Escribí mi número de teléfono. La tinta azul de la pizarra me manchó el lateral de la mano. Dejé la huella de mi puño manchado de tinta al lado de las palabras que acababa de escribir, parecía la huella de un pie de bebé.

      Entonces me fui, dejando atrás el pasillo y las escaleras de metal repiqueteante del piso.

      La nieve flotaba a la deriva como si fuera polvo. Aquellos copos blancos y voluminosos parecían sacados del sueño más extravagante que una persona pudiera tener. ¡Habían cubierto el mundo! En pocos días, habría desaparecido. Mis pies se hundían en los montículos entre las hierbas del campo. Bajo la luz azul, toda esa nieve congelada se asemejaba a las grietas del yeso destrozado. Nuestra casa se erguía alta contra el cielo azul y negro. Un canalón sobresalía como una astilla. El tejado se dividía alrededor de la chimenea. La nieve se apoyaba contra las ventanas. Mi hermana Lu estaría en casa con papá. Seguro que estaban viendo la televisión y haciendo la cena. Ella y papá se llevaban bien.

      Lu había decidido que quería que su nombre fuera Carrion. Pensé que se refería a Karen, pero ella me corrigió.

      —Carrion —dijo, e hizo una especie de baile saltando en el salón—. Es el nombre más bonito del mundo —aseguró con los brazos abiertos.

      Yo apenas era una niña, algo mayor que ella, cuando nos mudamos a esta casa. Recuerdo cuando vivíamos en la ciudad, Portland, antes de que ella naciera. En el Arboreto, había pasado largos días fuera, en los campos, construyendo sillas con palos y hierbas que aún estaban enraizadas en la tierra. Haría sillas tan compactas que podía sentarme en ellas. Me imaginaba cómo una silla podría convertirse en un sillón si las hierbas enraizadas estuvieran verdes. Ahora la nieve brillaba con su blancura contra el cielo azul oscuro. Los campos habían sido allanados con cemento, algunos de ellos reconstruidos por completo, hasta que la economía se estancó y las construcciones cesaron. Lo que quedaba aún estaba señalado con banderas naranjas, listo para los contratistas, para más cavernas de divorciados.

      ¿Por qué esperar al divorcio? ¿Por qué esperar por los constructores? Me puse cómoda, sentada sobre un montículo cubierto de nieve. Balanceé un pie de un lado a otro, alejando la nieve a patadas. Ahí estaba mi cocina, mi salón.

      De verdad quería convertirme en árbitra de hockey. En casa, siempre había sido la árbitra entre mis padres. Podía ponerme en medio de una pelea.

      Qué pasaría si mi silla-montículo de nieve pudiera convertirse en un sillón. Qué pasaría si mi madre estuviera aquí. Le diría:

      —Ma,

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