La locura de amar la vida. Monica Drake

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La locura de amar la vida - Monica  Drake

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      —Solo un poste... —dije.

      Él me condujo escaleras arriba. Sabía lo que estaba pensando, él sería el razonable esta vez. De nuevo.

      —Son los niños los que nos hacen pelear —le dije, desesperada por que lo entendiera.

      Los niños fantasmas, quería decir. Entonces vi a mis niñas, con los ojos como platos y asustadas, y supe cómo habían sonado mis palabras. Nuestras hijas se apoyaron la una en la otra, con sus camisones azul pálido combinados para estrechar la brecha de siete años entre ellas. Siempre se tendrían la una a la otra, pero las había tenido tan separadas entre sí que prácticamente eran dos hijas únicas. Eran lo mejor de Colin y lo mejor de mí.

      —¡No vosotras, mis amores! —les expliqué—. Los niños asesinados nos hacen pelear. No pueden dormir.

      —¿Asesinados? —exclamó Nessie.

      —No hay ningún niño asesinado —intervino Colin. Una mentira, sin lugar a dudas.

      —Id a la cama, niñas —añadió.

      Solo entonces, cuando él dijo eso, se dieron la vuelta. Se movían en silencio como fantasmas, con el viento levantando sus camisones, y volvieron a la cama, como si él fuera la voz de la razón y la responsabilidad.

      —Ellas te necesitan —me dijo Colin, con voz severa—; Lu en especial te necesita. Es muy pequeña...

      Vanessa se dio la vuelta, sus ojos más grandes que nunca. Se hizo mayor en ese preciso momento. Vi su corazón. Salió trepando a través de sus ojos para lanzarse en picado frente a ella como un murciélago. Salió disparado hacia el cielo oscuro.

      Así fue como entramos en la época de mi medicación. ¡Por amor hice lo que me pidió! Vi a los médicos. Hablé sobre el queso fundido quemado. Me tomé la medicación, y luego el siguiente medicamento, a veces dos a la vez, después tres, después uno. Pero daba igual lo que tomara, por la noche veía a los niños, y al soldado, y las historias de familias que habían cometido errores graves.

      La única cosa que me gustaría que supieran mis niñas era que yo siempre me esforzaba al máximo para mantener su lugar en el paraíso.

      Yo las amaba, ¡incondicionalmente! Las amaba, porque estaban vivas. Eran ellas mismas. Mi sangre corría por sus venas.

      A lo mejor podríamos haber comprado una nueva casa en algún lugar, una casa sin una historia escrita en las hendiduras en las encimeras y el correo enviado a la dirección equivocada. Las edificaciones siguieron avanzando a nuestro alrededor, propulsadas por el optimismo hacia lo nuevo. Ese optimismo nos tenía rodeados con estacas y cintas naranjas, brillantes y feas como las cintas en la escena de un crimen. El país entero, puede que el planeta entero, había sido dividido y subdividido, asfaltado y cubierto de virutas de corteza. Pero yo escuchaba las risas en los campos y sabía que ese optimismo era endeble. Bajo el asfalto, el revestimiento, el nuevo yeso y las farolas, los fantasmas buscaban sus últimas comidas. Cargaban juguetes de habitación en habitación. Soldados en miniatura que evocaban guerras olvidadas. Me serví un whisky escocés con hielo. Luché contra las voces e hice mi trabajo, fui la madre. Quería que mis bebés fueran afortunadas. Los niños afortunados se hacían mayores.

      Árbitra

      En el vídeo porno que se estaba reproduciendo en el pequeño televisor cuando Mack y yo entramos, había un tío en un disfraz de gorila con una polla blanca exageradamente grande, persiguiendo a lo que debería de pasar por una rubia platino en un vestido de satén. Fay Wray y King Polla. La habitación del vídeo parecía de motel. Había un cuadro de un paisaje muy soso y cutre, y una colcha barata. El piso en el que estamos es parecido, solo que en la pared de encima del sofá, donde debería de haber un cuadro cutre, hay un agujero del tamaño de una cabeza aplastada en el pladur.

      La casa del padre de Mack.

      Puse mi mano helada sobre el agujero de la pared, dejando que el pladur se desmoronara bajo mis dedos y dije:

      —¡Qué expresivo!

      Me froté los nudillos agrietados.

      —Siéntate, Nessa —me dijo Mack.

      Pisó con fuerza para quitarse la nieve de las botas. Donde nosotros vivíamos, se podía ver nieve en la montaña todo el tiempo; pero nevadas de verdad, de esas con copos revoloteando en el aire y cubriendo el suelo, que solo ocurrían una vez al año, durante una semana más o menos. Ahora estábamos en esa semana. Ninguno de nosotros, excepto los niños ricos que esquiaban, teníamos suficiente ropa de abrigo.

      —Estamos de luto y de celebración al mismo tiempo, así que bebe —me dijo.

      Le dio la vuelta a la mochila, dejando caer unas latas de cerveza en la encimera. Era una isla de madera falsa que se interponía entre el suelo de linóleo, la cocina y la zona que se suponía que era el salón, cubierta con una alfombra.

      —¿Por qué estás de luto?

      No estaba segura de si debiera importarme, si es que hablaba en serio.

      Mack abrió una cerveza y le lanzó una a Sanjiv, que estaba repantingado en el sofá.

      —Juventud perdida —dijo.

      —Tus posibilidades son infinitas —le respondí. Era una estrella del hockey, acabaría jugando con los Winterhawks. Todo el mundo lo veía venir. El hielo era su elemento.

      Eructó.

      Incluso cuando eructaba era hermoso, con sus rizos oscuros y su piel morena. Tenía las cejas negras y una curvatura en el puente de la nariz, unos labios gruesos y carnosos de esos que nunca se ven en un chico. Kevin, el medio hermano de Mack, estaba echado en un puf, desparramado sobre el tejido afelpado y enmarañado. No se parecían en nada, como si en secreto, a lo mejor, ni siquiera fueran del mismo padre. Pero Kevin también era sexy, con esos ojos del color de las avellanas y el caramelo líquido. Eran chicos impregnados en humo de maría, sus cabellos despeinados, aquellas cicatrices de hockey. Eran demasiado grandes y desgarbados para el hundido sofá a cuadros y el puf aplastado. Lo sexy de los jugadores de hockey es que toman lo que quieren: necesidades cubiertas. Espacio, tiempo, lo que fuera. Se movían lentamente, conducían rápido, se reían sin que nadie contase un chiste. Me reí porque hacían que me diera vueltas la cabeza.

      Yo no pesaba nada. Ahí era donde vivíamos; en una ciudad anoréxica. Las chicas trabajaban duro para ser menos, esperar menos. Cuando quería algo, decía «no». Decía «no, gracias, pero no». Pero ¿qué es lo que quería decir en realidad? ¿Qué ocultaban esas palabras? Una sola cosa: Amadme, cabrones.

      El aire se veía gris por el humo. La puerta corredera de cristal al otro lado de la habitación estaba medio abierta. Había un pequeño balcón. Un frío aire invernal se colaba por la puerta, suficiente para que pudiera ver mi propio aliento. En la televisión, la estrella porno se escabullía en sus tacones altos, escondiéndose detrás de una maceta. El señor Disfraz de Gorila se agachó y saltó, su polla de goma blanca y dura se balanceaba contra una alfombra de falso pelo negro. Era la única chica en ese piso. Le coloqué el pelo a Mack detrás de la oreja y le toqué la barbilla.

      —Los dibujos después del cole —dije, me giré y pisé una bolsa de patatas tirada en el suelo. Estaba vacía.

      Tiré del bolsillo trasero de sus Levi’s

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