Gritar lo que está callado. Alejandro Quecedo del Val

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Gritar lo que está callado - Alejandro Quecedo del Val Libros necesarios

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si hemos dado los dos primeros, ya será haber abierto un largo camino.

      LOS SILENCIOS DEL BOSQUE

      Otoño de 2020, Gråfjellet (Flekke).

      Hace siete días que el sol no se deja ver. Su luz apenas traspasa las ramas desnudas de los árboles que forman los bosques de ensueño que me envuelven en las faldas de Jarstadheia. A mi paso, la hojarasca, cubierta de escarcha, se desintegra bajo la presión de mis botas. Su desgarro es el único sonido perceptible en la fascinante oscuridad del mediodía. No se oye ningún aleteo, ningún graznido. Sólo el quebranto de la hojarasca y mi respiración. Sólo eso desafía al silencio. A lo lejos, la niebla y el fiordo continúan unidos en una melancólica estampa. La erosionada desnudez de las paredes sugiere el inmenso brazo de mar en torno al que giran las vidas de los pueblos arraigados en el fiordo, insignificantes bajo las montañas de ensueño, invisibles entre la niebla.

      Sigo una hilera de estacas rojas que me conducen hasta una cascada. La estremecedora monotonía del silencio se desvanece. Ya no siento mi respiración ni la hojarasca desintegrarse bajo mis botas. Vislumbro el arroyo y un poco más arriba la cascada, desenfrenadamente salvaje. La suicida caída del agua parece un altar a lo vivaz, una especia de ideal al que aspirase todo lo viviente. La transparencia del agua es absoluta. Me detengo. Es como si la eternidad misma se concentrara en cada una de las gotas arrojadas al vacío.

      La soledad del bosque contiene la mía propia, que se funde en la sugerencia del paisaje, en la totalidad de su expresión sin palabras. La ruptura de la cascada con el silencio facilita este trance. La naturaleza rezuma un sentir, pero es un sentir inabarcable, uno contenido en el elocuente silencio de estos bosques, pero uno que no puedo asimilar.

      Hay una frustración que me impide fundirme con el paisaje. En nuestro presente devorador, el vertiginoso sistema que alimenta nuestras vidas está forjando un futuro que será el escenario de la tragedia de muchos. Y aun así seguimos consumiendo una vida contra la vida misma. En el último año, la Crisis Ecosocial ha tenido gran importancia en mi vida. He atendido a cumbres, contribuido a la organización de la juventud en la acción climática, he leído más que nunca, he escrito artículos y he dado conferencias, he sido entrevistado y, sin embargo, siento que no comprendo nada. ¿A qué me refiero cuando hablo de Crisis Ecosocial? ¿Cómo puedo hablar del drama de la deforestación si ni siquiera he sentido la dolorosa letanía de los árboles cayendo uno tras otro? ¿En qué se traducen todas las enunciaciones que repito constantemente? A veces siento que de manera inconsciente realizo el mismo discurso: el problema, los protagonistas, la urgencia y la necesidad de acción. Fin. He usado palabras y argumentos cuya dimensión y significado último no comprendo. Y eso me frustra. Me frustra hablar de la Crisis Ecosocial intuyendo únicamente el impacto de esta, pero sin la suficiente comprensión como para aportar algo significativo. Una frustración que ya sintetizó Sven Lindqvist: «Sabemos suficiente. No es conocimiento lo que nos falta. Lo que necesitamos es el coraje de entender lo que sabemos y llegar a conclusiones».

      Ahora, por fin, esa extraña conformidad ha desaparecido. Después de un año, siento la necesidad de comprender lo que he creído sabido. Dejar de hablar del planeta y comenzar a sentirlo. Es por ello por lo que me he adentrado esta fría mañana en el corazón del fiordo, para caminar con el planeta, para sentirlo.

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      ¿CÓMO MEDIR NUESTRA DESMEDIDA?

       Hacemos como que no pasa nada y lo que está pasando es la demolición del mundo.

      JORGE RIECHMANN

      La piedra rezuma humedad. Su eternidad permanece impasible al contacto con mi mano. Al desprenderla, no quedará ningún vestigio del contacto que tuve con ella. Tan pronto como mi mano se aleja de su superficie este contacto efímero se habrá terminado. Nadie sabe lo que estas piedras han visto. El vértigo por lo efímero, a que un momento acabe antes de lo deseado, a que nada prevalezca al paso del tiempo, nos repele, nos causa pavor. Esta náusea está detrás de las creaciones más complejas de la humanidad. La historia humana es, en parte, la huida de lo efímero.

      En tiempos en que aún no éramos prisioneros de la historia, alguien posaría la mano en una piedra como ahora lo estoy haciendo yo. Pensaría, como ahora lo estoy haciendo yo, que otra persona habría posado su mano en esa misma piedra tiempo atrás y que ya nada quedaba de ese momento. Sintiéndose inundada por el vértigo se mostró reticente a despegar su mano de la piedra. Y, en su afán por evadir la mortalidad intrínseca al momento, a su propia existencia, decidió dejar constancia de que su mano había estado allí, de que había caminado en aquel lugar, de que había existido. Tras hacer acopio de lo que necesitaba para trascender, regresaría a la misma roca, la acariciaría y derramaría un pigmento ocre sobre su superficie siguiendo el contorno de la palma de la mano que era salpicada por lo que creía ser el propio umbral de la eternidad.

      Al retirar la mano, sus pupilas debieron dilatarse en éxtasis. La huella ocre de su palma estaba plasmada en la roca. Había derrotado lo efímero del contacto entre su piel y la naturaleza, doblegando así el más angustioso de sus pesares. Había subyugado a la propia naturaleza que por tantas generaciones había sido diosa. La había rendido a su gusto, a su capricho, a su favor. Se sintió dios, pues sólo los dioses podían alterar la naturaleza y trascender las imposiciones biológicas.

      Ese acto de vanidad dio origen a lo que hoy somos. Así es como me gusta imaginar el comienzo de nuestra desmedida, el comienzo del Antropoceno. Aquel placer de dejar huella, de modelar nuestro entorno a nuestro placer y sentirnos dioses ya no nos abandonaría jamás. Trascendiendo nuestras restricciones naturales creamos un punto de no retorno para nuestra especie y el planeta. Lo que aquel homínido jamás hubiera podido imaginar es que esa acción, dejar su mano impresa en la roca desnuda, era el origen de la huella ecológica.

      Hoy, casi cuarenta y dos milenios más tarde, la humanidad se ha consagrado, según Dipesh Chakrabarty, como una fuerza geológica. No sólo hemos subyugado y metamorfoseado nuestro planeta a nuestro antojo, no nos ha bastado con dejar una huella imborrable en lo físico, sino que hemos inaugurado una nueva era geológica al antojo de nuestra ambición. Hemos creado el Antropoceno.

      Antropoceno es un término popularizado por Eugene F. Stoermer y el premio nobel Paul Crutzen en el año 2000, aunque ya era utilizado décadas atrás por científicos como William Ruddiman. El Antropoceno designa la era geológica derivada de las desmesuras humanas. Las alteraciones más significativas de los ecosistemas a lo largo del globo y las alteraciones de los mecanismos reguladores del planeta han sido causadas de forma directa por nuestra especie. Pero el Antropoceno es más que una era geológica, es también un nuevo paradigma que nos ha llevado a cosificar la naturaleza, a desarraigarnos de lo salvaje, de lo vivaz. Un paradigma mediante el que hemos reducido a producto extraíble y explotable aquello de lo que somos parte: la naturaleza.

      Puede parecer baladí, pero la noción de Antropoceno no es un fetiche filosófico o científico que poetice la realidad que vivimos. Se trata de uno de los cambios más drásticos que ha sufrido nuestro planeta. Nuestra ambición por dominar el paisaje del que somos parte, de poner a nuestro servicio cuanto nos rodea, ha desembocado en unas transformaciones profundísimas de los ciclos vitales de la tierra. Hemos alterado los procesos climáticos a tal velocidad y con tanta contundencia que todo lo viviente y lo no viviente se ha visto afectado por nuestra presencia. Hay suficientes evidencias científicas como para asegurar que la brutalidad de nuestras acciones ha llevado al planeta tierra a entrar en una nueva era

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