7 mejores cuentos de Bram Stoker. August Nemo

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7 mejores cuentos de Bram Stoker - August Nemo 7 mejores cuentos

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esfuerzo, levantó al querubín de Zerubbabel.

      Ambos tomaron aliento para llevar a cabo aquella gran empresa: Harry para actuar y Tommy para soportar la impresión. Zerubbabel daba vueltas por el aire alrededor de la cara decidida e iluminada por el placer de Harry. A continuación, se produjo un estruendo repugnante y el brazo de Tommy cedió.

      El pálido rostro de Zerubbabel cayó justo encima del de Zacariah. Tommy y Harry eran por aquel entonces artistas con una dilatada experiencia, demasiada como para perderse el más mínimo detalle. Las naricillas regordetas se achataron, las mejillas regordetas se aplastaron. Cuando un instante después los separaron, las caras de ambos bebés estaban cubiertas de sangre reseca. El ambiente se llenó de tales chillidos que bien podrían haber despertado a los muertos. Inmediatamente, llegó de la casa de los Bubb el eco de unos gritos y el ruido de unos pasos. A medida que los pasos se aproximaban, Harry le gritó a Tommy:

      —Estarán aquí de un momento a otro. Subamos al tejado del establo y tiremos al suelo la escalera.

      Tommy asintió con la cabeza. Ambos niños, sin atender a las consecuencias, cogieron cada uno a un gemelo, subieron al tejado del establo por una escalera que solía estar apoyada contra la pared y, luego, la empujaron hacia el suelo.

      Ephraim Bubb salió de casa para buscar a sus dos queridos pequeños. Se le heló el alma al contemplar aquel espectáculo: arriba, en el alero del tejado del establo, Harry y Tommy permanecían de pie y se disponían a reiniciar el juego. Parecían dos jóvenes demonios que perpetraran un plan diabólico. Lanzaban a los gemelos por el aire, primero uno y luego el otro y, al caer, chocaba con el cuerpo del hermano. Solo un padre tierno y sensible puede llegar a imaginar cómo se sentía Ephraim. Aquello habría sido suficiente para destrozar el corazón de cualquier progenitor, por insensible que fuera, que viera a sus dos hijos, el báculo de su vejez, sus amados gemelos, sacrificados en aras de satisfacer el placer brutal de unos jóvenes degenerados que no tenían conciencia alguna de estar perpetrando un crimen.

      Ephraim, y también Sophonisba, que había aparecido con los rizos despeinados, se lamentaban a voces ante la desgracia de sus pequeños, y comenzaron a pedir ayuda a gritos. Mas, por alguna extraña mala suerte, solo ellos fueron testigos de aquella carnicería, solo ellos oyeron sus gritos de angustia y desesperación. Ephraim, fuera de sí, se subió a los hombros de su mujer, e intentó escalar la pared del establo.

      Agotado, corrió hasta la casa y volvió enseguida con una escopeta de dos cañones. Mientras corría, iba cargando un par de cartuchos. Se acercó al establo y exhortó a los jóvenes asesinos.

      —Soltad a los gemelos y bajad o dispararé sobre vosotros como si fuerais un par de perros.

      —¡Eso jamás! —exclamaron a un tiempo los dos héroes.

      Siguieron con su horrible pasatiempo y, mientras, su alegría se multiplicaba por diez al comprobar que los ojos agonizantes de los padres se llenaban de lágrimas.

      —¡Entonces, vais a morir! —aulló Ephraim en tanto abría fuego por los dos cañones, derecha e izquierda, hacia los dos acuchilladores.

      Pero ¡ay, el amor hacia sus pequeños hizo vacilar la mano que nunca antes vacilara! En cuanto se desvaneció la humareda y Ephraim se recuperó del culatazo, escuchó dos carcajadas de victoria y vio que Harry y Tommy estaban ilesos y movían de un lado a otro el cuerpo decapitado de los gemelos. El cariñoso padre había volado la cabeza de sus retoños con los disparos.

      Tommy y Harry aullaron de felicidad y empezaron a jugar a pasarse los cuerpos durante un rato, contemplados únicamente por los ojos atónitos del infanticida y de su esposa. Seguidamente, ambos muchachos lanzaron los cuerpos al aire. Ephraim corrió a coger lo que en otro tiempo había sido Zacariah, y Sophonisba acudió frenética a alcanzar los restos de su amado Zerubbabel.

      Pero ninguno de los padres tuvo en cuenta el peso de los cuerpos y la altura desde la que caían. Ignorantes de tan sencilla fórmula dinámica, intentaron realizar una operación que la calma, el sentido común y unos mínimos conocimientos científicos habrían tachado de inviable. La masa de los cuerpos cayó al fin, y Ephraim y Sophonisba recibieron el impacto mortal del cuerpo de los gemelos al caer. Así, los bebés fueron póstumamente culpables de parricidio.

      Un espabilado juez de instrucción declaró a los padres culpables de infanticidio y suicidio. Se valió para ello del testimonio de Harry y Tommy, quienes declararon de mala gana que aquellos monstruos inhumanos, enajenados por la bebida, habían matado a sus hijos; los habían tirado al aire y habían disparado contra ellos un arma de doble cañón, que previamente habían robado, y los cuerpos de los bebés les cayeron encima como una maldición. Después, se habían matado entre sí con sus propias manos.

      A Ephraim y a Sophonisba se les negó el consuelo de un sepelio cristiano y se les enterró con un mínimo ritual. Cercaron su tumba sin bendecir con estacas para dejarlos allí hasta el día del Juicio Final.

      Harry y Tommy fueron reconocidos con honores nacionales y los nombraron caballeros, a pesar de su edad.

      La fortuna pareció sonreírles durante largos años. Vivieron hasta muy mayores, con buena salud y amados y respetados por todos.

      A menudo, en las soleadas tardes de verano, cuando toda la naturaleza parecía descansar, cuando el tonel más viejo estaba abierto y la lámpara más grande permanecía encendida, cuando las castañas se tostaban en los rescoldos y al niño se le hacía la boca agua, cuando sus bisnietos hacían como si arreglaran el cenador imaginario y recortaran el penacho ficticio de un casco, cuando las lanzaderas de las buenas esposas de sus nietos destellaban cada una en su rueca, solían contar entre gritos y carcajadas la historia de LAS ALMAS GEMELAS O LA MALDICIÓN DE LA DOBLE IDENTIDAD.

      El sueño de las manos ensangrentadas

      Lo primero que oí acerca de Jacob Settle fue una sencilla afirmación que describía su carácter: «Es un tipo triste». Sin embargo, más tarde me di cuenta de que esa opinión solo expresaba lo que sus compañeros de trabajo pensaban de él. En aquellas palabras había cierto grado de intolerancia; les faltaba el lado positivo que toda opinión que se precie debe tener y que sitúa a la persona en la justa medida de la estima social. Pero había algo que no encajaba con el aspecto del personaje. Esto me dio que pensar y, poco a poco, y a medida que fui conociendo cada vez más el lugar y a sus compañeros de trabajo, fue creciendo mi interés por él. Supe que siempre estaba haciendo favores que podía cumplir y que en todo momento se dejaba guiar por la previsión, la paciencia y el autocontrol, verdaderos valores de la vida. Las mujeres y los niños confiaban ciegamente en él pero, por extraño que parezca, él los evitaba, salvo cuando alguien estaba enfermo; entonces, aparecía tímido y desgarbado para ofrecer su ayuda.

      Llevaba una vida muy solitaria. Él mismo se hacía las cosas de casa. Vivía en una pequeña casa de campo, lo más parecida a una cabaña, de una sola habitación y alejada del mundo, en los límites del páramo. Su existencia parecía tan triste y

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