7 mejores cuentos de Bram Stoker. August Nemo

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7 mejores cuentos de Bram Stoker - August Nemo 7 mejores cuentos

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y, al separarnos, ya al amanecer, sentí que entre nosotros había surgido cierto grado de confianza.

      Los libros me los devolvía siempre en perfecto estado y en la fecha convenida y, con el tiempo, Jacob Settle y yo llegamos a ser buenos amigos. Una o dos veces que me decidí a cruzar el páramo en domingo, me reuní con él, pero noté que no se encontraba a gusto ni relajado, por lo que no supe si debía volver a verle o no. Lo que sí sabía es que él nunca vendría a visitarme a mí bajo ninguna circunstancia. Una tarde de domingo, regresaba yo de dar un largo paseo por el páramo y, al pasar por la cabaña de Settle, me detuve en la puerta y pregunté: «¿Qué tal está?». Como la puerta estaba cerrada, pensé que había salido. Aun así, y para guardar las formas o por simple costumbre, llamé sin esperar respuesta. Para mi sorpresa, oí una débil voz que provenía de dentro, aunque no pude descifrar lo que decía. Entré y me encontré a Jacob medio desnudo y tendido en la cama. Estaba pálido como la muerte. Las gotas de sudor le caían por el rostro. Sus manos se aferraban inconscientemente a las sábanas, del mismo modo que un hombre que se está ahogando se agarra a lo primero que encuentra. Al verme entrar, trató de incorporarse con una expresión salvaje en los ojos; los tenía muy abiertos y miraban como si algo horrible hubiese sucedido. Cuando me reconoció, volvió a tumbarse con un contenido sollozo de alivio y cerró los ojos. Permanecí de pie junto a él apenas un instante mientras jadeaba.

      Entonces, abrió los ojos y me miró con una expresión de desesperación tal que, tan cierto como que estoy vivo, mejor habría sido no ver aquella mirada de terror. Me senté a su lado y le pregunté cómo se encontraba. Al principio, solo decía que no estaba enfermo pero, entonces, después de examinarme, se incorporó apoyándose en el codo y dijo:

      —Se lo agradezco, señor, le estoy diciendo la verdad. No estoy enfermo, lo que entendemos comúnmente por enfermedad, aunque solo Dios sabe si hay peor enfermedad que la que conocen los médicos. Le contaré lo que me ocurre porque usted ha sido muy amable conmigo. Confío en que nunca se lo mencionará a nadie pues, de hacerlo, sería terrible para mí. Estoy viviendo una auténtica pesadilla.

      —¿Una pesadilla? —dije con intención de animarle—. Los sueños desaparecen con la luz, incluso cuando uno despierta.

      Entonces, dejé de hablar porque, antes de que pudiera decir nada más, vi la respuesta en su mirada.

      —¡No, no! Eso es lo que le sucede a la gente que vive en paz y rodeada de sus seres queridos, pero es mil veces peor para los que tenemos que vivir solos. ¿Qué alegría puedo encontrar aquí cuando me despierto en medio del silencio de la noche, rodeado por este vasto páramo, lleno de voces y rostros que hacen de mi despertar una pesadilla peor que la de mis propios sueños? Usted, no tiene un pasado que le envía sus legiones en la oscuridad y en el vacío. Le ruego a Dios que nunca le ocurra.

      A medida que hablaba, me di cuenta de que estaba tan seguro de sus palabras que decidí olvidarme de mi crítica. Sentí que me encontraba en presencia de una influencia que yo mismo era incapaz de comprender. No sabía qué más decirle pero, para alivio mío, continuó hablando:

      —He soñado con ello las dos últimas noches. La primera noche fue bastante intenso, pero logré superarlo. Sin embargo, en la última, el temor fue casi peor que el propio sueño porque, cuando este llegó, acabó con el recuerdo de otros momentos de dolor. Permanecí despierto justo hasta antes de que empezara a amanecer. Después, la pesadilla volvió y, desde entonces, he sentido tal angustia que he creído morir y con ella he sido presa de todos los temores que me acechan esta noche.

      Antes de que hubiese terminado la frase, mi mente se había repuesto lo suficiente como para darle algunas palabras de aliento:

      —Intente irse a dormir esta noche un poco más temprano, antes de que anochezca. Le aseguro que descansar le vendrá bien. A partir de hoy ya no volverá a tener más pesadillas.

      Movió la cabeza resignado. Estuve un poco más a su lado y, después, le dejé solo.

      Cuando llegué a casa, preparé mis cosas. Había decidido pasar con Jacob Settle su vigilia en la cabaña del páramo. Pensé que si conseguía dormirse antes de la puesta de sol, se despertaría antes de medianoche y, entonces, justo cuando las campanas de la ciudad diesen las once, yo estaría apostado justo a su puerta con una bolsa con la cena, un termo grande, un par de velas y un libro. La luna brillaba e inundaba todo el páramo con una luz tan intensa que parecía de día. De repente, cruzaron el cielo unas nubes negras, que crearon una oscuridad casi tangible. Abrí la puerta con cuidado y entré sin despertar a Jacob. Dormía boca arriba y pude ver su rostro lívido. Estaba bañado en sudor. Intenté imaginar qué visiones estarían pasando por aquellos ojos cerrados, visiones capaces de llevar consigo el sufrimiento y el dolor que se plasmaban en aquel rostro. No pude hacerme a la idea, y esperé a que se despertara. Fue algo tan repentino y extraño que me estremecí. Mientras se incorporaba y volvía a echarse hacia atrás, de sus labios blanquecinos salió un gemido cavernoso que no debía de ser sino el final de una serie de pensamientos que le habían invadido con anterioridad.

      —Si está soñando, debe de ser con algo terrible. ¿Cuál puede ser ese suceso desgraciado del que me habló? —pensé para mis adentros.

      Mientras me detenía en este pensamiento, Jacob se dio cuenta de mi presencia. Me sorprendió que no dudase si se encontraba dormido o despierto, tal y como suele sucedemos recién despertados.

      Con un grito de alegría, me agarró la mano entre las suyas, húmedas y temblorosas, como un chiquillo atemorizado agarra a alguien a quien ama. Intenté tranquilizarle:

      —Ya está, ya está, no pasa nada. He venido para estar con usted, juntos intentaremos luchar contra ese maldito sueño.

      De repente, me soltó la mano. Se dejó caer en la cama y se cubrió los ojos con las manos.

      —¿Enfrentarnos a ese maldito sueño? ¡No, señor, no! Ninguna fuerza mortal puede enfrentarse a este sueño que proviene de Dios y arde aquí —dijo mientras se golpeaba la frente. A continuación, siguió hablando:

      —Es el mismo sueño, siempre el mismo, cada vez más fuerte. Me tortura una y otra vez.

      —¿Con qué sueña? —le pregunté creyendo que hablar de ello podría aliviarle.

      Se apartó de mí y, tras una larga pausa, dijo:

      —No, creo que es mejor no contárselo. Puede que no vuelva a soñar.

      Estaba claro que ocultaba algo, algo que se escondía en el sueño.

      —Está bien. Espero que no sueñe más pero, si vuelve de nuevo, prometa contármelo, ¿de acuerdo? No se lo pregunto por curiosidad, sino porque creo que hablar de ello puede servirle de ayuda.

      Me contestó con solemnidad:

      —No se preocupe. Si vuelvo a soñar, le prometo que se lo contaré todo.

      Intenté distraerle con cosas más mundanas. Preparé la cena y la compartí con él, incluido el contenido del termo. Después de un rato, se tranquilizó. Me encendí un puro, le di otro a él, y fumamos durante una hora y hablamos de muchos temas. Poco a poco la placidez que sentía su cuerpo se adueñó de su mente, y pude ver cómo las dulces manos del sueño le acariciaban los párpados. También él las sintió. Me dijo que se sentía mejor y que podía dejarle e irme tranquilo, pero le dije que iba a esperar a que amaneciera. Encendí la otra vela y empecé a leer, mientras él se quedaba dormido. Poco a poco me fui ensimismando de tal forma en la lectura que casi se me caía el libro de las manos. Miré y comprobé que Jacob seguía

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