Arriva Italia. Marcos Pereda

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Arriva Italia - Marcos Pereda

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recodo que le deja prácticamente a salvo de miradas indiscretas. Y espera.

      Allá llega el tren, a lo lejos. Gino escucha antes de ver. Es el que lleva al norte, a la zona de la frontera. Entonces se sube en la bici y pedalea lo más fuerte que puede, imprimiéndole a la máquina la misma velocidad que si estuviera bajando el Aubisque, como si volviera a la nevosa crono del Terminillo. Recuerdos, recuerdos. Tan rápido va, llega a los andenes mucho antes que el ferrocarril, claro. Entonces Gino, Gino la estrella, Gino el deportista más conocido de Italia, se acerca a la cantina de la estación, saluda a todos, habla en voz muy alta, se muestra encantador, ríe a carcajadas, estrecha mil manos, cuenta cien historias. Pronto una pequeña multitud lo va envolviendo, cincuenta… no, ya son setenta personas. Pronto, muy pronto. Los soldados que vigilan la estación, uno de los puntos más importantes del tráfico de ferrocarriles entre el centro y el norte del país, se acercan para ver qué está ocurriendo, qué es todo ese alboroto. Y también ellos lo ven, y él los ve a ellos. Les saluda, les invita a sentarse. Es una celebridad. Lo admiran. Los militares, mitad por mantener la calma de la multitud, mitad por pasar unos minutos con su ídolo, se quedan allí, en el bar, mientras Bartali desgrana una tras otra historias que los dejan con la boca abierta. «Recuerdo aquella vez, en los Pirineos, subiendo el Aspin… sí, creo que era el Aspin, que me puse tan nervioso que empecé a hablar solo… como lo oís… a hablar solo». Y todos, claro, escuchan embelesados, todos en aquella pequeña estación… qué digo estación, todos en aquel pueblo se agolpan alrededor de la mesa de Gino Bartali, que sigue, sigue contando, «recuerdo aquella vez, subiendo el Abetone, cuando lo de Fausto Coppi». ¿Todos? No. Aprovechando la falta de vigilancia, aprovechando que los soldados están pendientes del gran ídolo ciclista, un tren cargado de judíos llega. «Circulen, circulen, ¿no ven que estamos ocupados?». Algunos han bajado del vagón unos cientos de metros antes y ahora consiguen, sin que nadie les vea, subirse a otro ferrocarril. Y Gino, ufano, sigue desgranando historias. Hasta que ha pasado, hasta que se han ido, hasta que el tercer o el cuarto café, alguno regado con un poco de licor, se vacía en su boca grandota de mito viviente. Y entonces, sonriendo, se despide, estrecha manos, se sube a la bici, marcha de aquel pequeño Terontola que será ya para siempre parte ineludible de su vida.

      De allí va a Perugia, donde pasará la noche en una iglesia. Al día siguiente continúa dejando atrás los ondulados campos toscanos, sus aires de verde y ronroneo en amanecer para entrar en la Umbria, carreteras empinadas, repechos por doquier, montañas de picachos grises. Donde había pequeños pueblos en altozanos ahora encuentra diminutas aldeas asomando a las laderas. Está en las primeras estribaciones de los Apeninos. Gino piensa en el Abetone, sonríe, cansado, niega con la cabeza, aprieta sobre los pedales. Qué lejos queda aquello, qué lejos quedan Fausto, el Giro, la gloria. ¿Volverán? Vuelve a sonreír, aumenta la velocidad. Al fondo aparece Asís, monasterios de color rosa, aires del Renacimiento, aspecto engalanado, intentando no despeñarse de esas piedras a las que parece cogido con crampones. Asís, señorial y austera como el Francisco medieval. Ese Asís, final de tantas peregrinaciones. Pero Gino no es, esta vez, peregrino. Gino, Gino Bartali, el ciclista, llega allí para ver al padre Rufino Niccacci, uno de los enlaces fundamentales de la organización a la que está ayudando.

      Cuando entra en el pequeño despacho el ciclista porta su bicicleta y empieza a desmontarla, pieza a pieza. De los tubos del manillar salen documentos, de la tija del sillín fotografías, del mismo cuadro pasaportes casi completos que serán luego reimpresos y falsificados con maestría en el propio Asís, en la imprenta que secretamente mantiene el padre Niccacci. Ambos hombres se miran a los ojos y reconocen en el otro a un hermano. Bajan a la cripta donde se custodian las reliquias del santo y rezan. Luego el ciclista vuelve a montar en su bici, a hacer noche en Perugia, a provocar el interés en Terontola, cómo usted por aquí, Gino, de nuevo, pues nada, ya ve usted, me encantó ese delicioso café que preparan, y aquel licor… ahhhh, aquel licor, no tendría una copita para mí, pues claro, venid, venid todos, está aquí Bartali, sí, Bartali, el ciclista.

      Cuando llega a Florencia Adriana lo espera con los ojos enramados. Ambos se funden en un silencioso abrazo. Gino Bartali no le contará a su esposa qué hace realmente en esos viajes hasta muchos años después…

      Volverá, claro, Gino a Asís transportando documentos. En alguna ocasión el contacto se produce en el convento femenino de clausura de San Quirico. Allí el ciclista más famoso de Italia habla con la hermana Alfonsina a través de una pared. Cada uno escucha la voz del otro, aquí traigo lo que manda el cardenal, déjelo usted allí, en el torno de los niños abandonados. Gino lo hace. Jamás llegará a ver el rostro de la mujer en cuyas manos deposita su vida y la de docenas de personas más. Tiempos extraños para historias extrañas.

      A la vuelta de uno de estos viajes Bartali ve cómo una bomba cae justo al lado de su bicicleta, que había dejado apoyada en la puerta de un café en Bastia Umbria, cerca de Perugia. Su máquina, plateada, refleja el sol con fuerza y había sido confundida con un arma por el piloto. Por un par de metros la bomba no pulveriza la bici. La imagen de un enorme cráter y cientos de papeles volando por el aire se le clava en el rostro asustado a Bartali. Cuando vuelva a su casa pintará cuadro y horquilla de negro.

      Al final de la guerra más de 800 judíos han podido escapar de Toscana gracias a Gino. El hombre que sostiene a dos familias durante el conflicto, los Bartali y los Goldenberg, tiene, en realidad, más de 800 hijos que le deben la vida…

      Pero la popularidad, la confianza de las autoridades, más aún, la admiración de aquellos a quienes estás esquivando no son salvoconducto infalible. Casi siempre eficaz, sí, pero en ocasiones, en esos momentos en que todo se pone contra ti, el mundo puede llegar a estremecerse y lo que se consideraba seguridad es, ahora, solamente miedo. Y eso es lo que le pasó, lo que le acabó pasando, a Gino Bartali.

      Definir a Mario Carità resulta complicado. Y no porque su personalidad sea especialmente compleja, ni porque su biografía esté llena de aristas, no. Lo difícil es no caer en la caricatura, no pintar rasgos de tal forma que parezca un malo de película, o, más aún, el villano de un cuento de hadas. Carità, epítome de maleficencia, uno de esos seres humanos que disfrutan con el sufrimiento de sus semejantes y que solo encuentran placer en la consecución de sus propios fines, sean cuales sean los medios para ello. ¿Un lugar común? Puede, pero en este caso se acerca peligrosamente, dramáticamente, a la realidad.

      Cuando los italianos firman la paz con los aliados en septiembre de 1943 y los germanos desencadenan toda su crueldad sobre la península, Mario Carità sonríe. Al fin podrá hacer realidad sus aspiraciones, sus más secretos planes. En aquellos oscuros días del otoño de 1943 Carità aparece en escena, como dijo el historiador David Tutaev (de quien se toman la mayoría de referencias concretas en este pasaje), como un Minotauro furioso que comienza un frenesí de represiones, torturas, interrogatorios de finales inciertos y crueldad. La barbarie, el desprecio por la dignidad ajena, camparon en esos momentos a sus anchas en la Toscana de la mano de quien pronto sería conocido como «Mayor» Carità, alguien cuya máxima ambición fue, según sus propias palabras, «convertirse en el Himmler italiano». Su admiración por las SS le llevó a crear su propio grupo paramilitar, con algo más de dos centenares de chiflados tan ávidos de sangre como él, antiguas camisas negras que habían ido un paso más allá y disfrutaban con esa nueva impunidad que la ocupación nazi les proporcionaba, esa donde podían dejar escapar todas sus obsesiones y frustraciones en los cuerpos de judíos, opositores, comunistas, partisanos o cualquiera que pasase por allí. Se hacían llamar la Banda Carità. Quédense con el nombre porque volverá a aparecer en nuestro relato…

      Con esto, es comprensible la desazón de Gino cuando un fatídico día de julio de 1944 unos esbirros de Carità se presentan en su hogar y le dicen que el Mayor quiere verlo. A estas alturas aquel sanguinario se había enseñoreado de toda la llanura del Arno, donde hacía y deshacía a su antojo. El propio Bartali lo resume bien cuando recuerda que en aquellos tiempos «las vidas no valían tanto como ahora, y cualquiera era vulnerable de desaparecer por un odio, una venganza, un rumor, una maledicencia».

      Mientras

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