Arriva Italia. Marcos Pereda
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La tibieza de los medios italianos contrastaba con el exultante entusiasmo francés, que no había pasado por alto el extraño seguimiento mediático a la carrera de Bartali. L´Auto, nada menos que el diario organizador del Tour, decía que una victoria tan fascinante no había levantado demasiadas reacciones en su país, que no hubo recibimiento en la estación a la vuelta ni recepción oficial con las autoridades. Quizá fue, continuaban, porque Gino era católico. Y concluían con una pregunta maliciosa que no tenía nada que ver (o sí) con el deporte: ¿Acaso es esta la relación armoniosa entre el Vaticano y el Estado italiano que quieren hacernos creer a la opinión internacional?.
El mismo Gino se mostraba, a veces, apesadumbrado al percibir la falta de espontaneidad a su alrededor. En el Velódromo de Turín, durante una exhibición para celebrar su victoria francesa, la atmósfera era reservada. Aquello parecía, más que recinto deportivo, un teatro. Su propia madre, que se había comprado un vestido azul para la ocasión, lloraba con mezcla de felicidad y rabia, entre la admiración al hijo exitoso y la frustración de ver cómo no era lo reconocido que debiera.
Según avanzaba el verano la situación se iba enquistando más y más. El régimen seguía esperando unas palabras conciliadoras de Bartali, aunque solo fuera una declaración protocolaria, y al no llegar estas el encono hacia su figura crecía. El 9 de agosto de 1938 la Ufficio Stampa, la oficina de prensa del Gobierno, enviaba un boletín secreto a todos los medios de comunicación de Italia, de facto una orden oficial que provenía de las alturas. En ella se decía que, de ahí en adelante, los periódicos solamente podrían hablar de Bartali en su faceta deportiva, sin ninguna otra referencia a su vida como ciudadano.
El fascismo, que jamás había podido domeñar la férrea voluntad de Gino Bartali, estaba decidido a convertirlo en un proscrito…
ARRIVA COPPI
Él era bueno
su voluntad era buena,
pero su naturaleza
tenía un destino triste.
Antonio Tabucchi.
Es alto, demasiado delgado. Sus piernas, más largas de lo habitual, dibujan una imagen de un ave zancuda. Fino, fibroso, con esa fuerza que se les pone a veces a los niños que han pasado hambre en su infancia y más tarde consiguen buen tono muscular. El pecho hundido, casi como de tísico. Rostro muy moreno, cetrino, sin conseguir ocultar orígenes humildes, casta de campesinos. La nariz aguileña, apéndice majestuoso y contundente que hará las delicias de todos los caricaturistas. Pómulos marcados, mejillas chupadas como las de los chavales que iban a pedir limosna al final de misa. El pelo negro, untoso siempre por la brillantina, con ondas que se empeñan en ponerse nihilistas cuando llegan a la frente y revelan años de carencia, dandismo impostado. La sonrisa tímida, huidiza, franca cuando surge pequeña, apenas esbozada; maquillada cuando resulta más amplia. Los ojos del color de las avellanas en otoño, tristes de recuerdos, de su Serse, de los años en África. Las manos grandes. La leyenda, inmensa.
Un hombre a medio hacer. Una figura frágil, quebradiza como junco mecido por el viento de finales de enero. Alguien de quien compadecerse.
Eso cuando estaba en tierra firme, cuando caminaba, cuando no le habían salido alas en los pies.
Sobre la bicicleta… sobre la bicicleta la más perfecta obra de arte que ningún demiurgo juguetón osó jamás imaginar. Sobre la bicicleta flexibilidad, palancas enormes que voltean mil veces los pedales sin apenas esfuerzo. Sobre las dos ruedas perfil que devora el aire, rostro de concentración en un mirar lleno de ambición. Cuando despegaba del suelo poco menos que un verso, poco más que un dios. La armonía de Mozart y la contundencia de Beethoven en uno solo. El rasgar indolente, laberíntico, de Manzoni, el latir poderoso y directo de Pavese. Sobre la bicicleta el cuento susurrado en voz baja, apenas soplo de aire antes de dormir, de un Baricco.
Sobre su máquina él, Fausto Coppi, era la criatura más hermosa que jamás haya existido.
Es 29 de mayo, 1940, y el invierno parece haber vuelto a la Toscana. Las nubes bajas apenas dejan ver una docena de metros. La lluvia, inmisericorde, va calando el mundo, y a ratos ráfagas de granizo furioso, intenso, repican sobre campos y caminos. Cuando subes un poco, cuando alcanzas algo de altitud, el agua torna cellisca, y pequeños copitos blancos se van quedando adheridos en los rostros de los pocos valientes que hoy se han acercado a ver el paso del Giro de Italia por el puerto de Abetone.
El ruido de la caravana publicitaria se empieza a intuir curvas más abajo, pero aquella niebla mira y no deja mirar. De pronto un ciclista surge de entre las nubes. Su maillot es verde con mangas rojas. Sube sentado, moviendo cadenciosamente los hombros. «Bartali, Bartali», gritan algunos, quizá por despiste. Gino es el ídolo de la Toscana, el hombre de la tierra, el héroe que todo lo puede. Pero quien pasa delante de ellos, subiendo como si no hubiera mañana, como si la lluvia o el viento fueran tan solo susurros que le acarician los oídos, no es Bartali. Demasiado longilíneo, su pedalada dulce, excesivamente elástica. No, ese hombre con la maglia de la Legnano no es Gino Bartali, Bartali viste de tricolore, como campeón de Italia, Bartali es otro, siempre será, ya, otro. Aquellos tifosi esperan a su ídolo y lo que se abre camino por entre las arenas del tiempo es algo distinto. Están asistiendo al primer paso de Fausto Coppi hacia la inmortalidad. Nunca nadie podrá olvidarlo.
Cuando Fausto sentencia aquel día, con exhibición epatante en las peores condiciones, el que será su primer Giro de Italia, muchos se muestran sorprendidos. Pero él no. Él, desde la tibia luminosidad de sus ojos, ya sabía lo que este muchacho podía dar. Él es Biagio Cavanna, y ha pasado a la historia como el masajista ciego que se ocupaba de las piernas de Coppi y actuaba, a su vez, como confidente del campeón. Pero esa referencia se nos queda corta.
Es tentador presentar a Cavanna como el anciano bondadoso, lleno de sabiduría, que adoctrina a sus pupilos en el deporte y en la existencia, una especie de sensei a la italiana. Pero Cavanna era mucho más. En primer lugar su carácter no era sencillo. Cavanna fue, además de masajista, quien dispuso el entrenamiento y hasta el modo de vida de todos aquellos que acudían para que les dijera si podían ganarse la vida con esto del ciclismo. Cavanna, manos de seda que acariciaban el alma, podía ver el futuro. «Soy capaz de decirte si podrás transformarte en un profesional, pero los campeones… esos nacen». Y Fausto, su Fausto, había nacido.
Coppi llega al mundo en 1919 (es, pues, cinco años más joven que Bartali) en la pequeña localidad de Castellania, en plena Alessandria. Campesinado italiano criado en la época de la Cuota 90, de la Carta de Trabajo fascista. Allí crece en una familia muy humilde, granjeros y comerciantes de menudencias, a quienes debe ayudar ya desde chaval. Y lo hará llevando pedidos a las casas de los clientes, saltándose clases para conseguir meter unas liras en casa. Un día, en el colegio, tendrá que escribir cien veces «debo ir a la escuela, no montar en bicicleta». Pero él sigue, claro. Porque Fausto empieza a pedalear, igual que lo hará años más tarde su pupilo Bahamontes, transportando carne, verduras, bienes de primera necesidad, por las polvorientas sendas de los alrededores de Castellania. Claro que lo de Coppi era trabajo legal, y lo de Federico más bien estraperlo, como cuenta él mismo gozosamente. Tiempos de posguerra, condiciones diferentes.
El caso es que en muchos de esos viajes el joven Coppi llega hasta Novi Ligure. Y en Novi Ligure vive Costante Girardengo, un gran campeón de los tiempos heroicos del ciclismo italiano, el que llevaría, ya retirado, a Bartali hasta la victoria en su Tour de 1938. Dicen que Girardengo ve un día a aquel chaval flaco