Arriva Italia. Marcos Pereda

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mismo, por otra parte…

      Y si antes hablábamos del uso político que las izquierdas habían hecho de la bicicleta, algo parecido podríamos decir de los movimientos de derechas.

      Así, al mismo tiempo que surgía el movimiento de los llamados ciclistas rojos, diversos actores de la vida pública italiana se lanzaban a definir al ciclismo como algo pernicioso, potencialmente subversivo. En definitiva, un mal a erradicar.

      Los primeros que ven con malos ojos la generalización en el uso de las bicicletas son los grandes terratenientes del profundo sur italiano. Allí las bicis penetran dentro de clases populares con mucha más lentitud que en el más próspero norte, pero tienen un curioso efecto: permiten a los campesinos recorrer enormes distancias en un día, y entender, de forma exacta, el tamaño de los latifundios que poseen los grandes propietarios. En otras palabras, lo que antes era abstracto, esas dimensiones que no se podían imaginar ni aprehender, se vuelven tangibles. Lo que fue «mucho» ahora pasa a ser «algo», y las consecuencias más directas son el conocimiento preciso de la enorme disparidad entre los pequeños predios del jornalero medio y las inmensas fincas de terratenientes. El impacto mental es fulminante. En contra de lo que pudiera parecer, cuantificar la diferencia la realza mucho más que mantenerla en el desconocimiento, y eso empieza a intranquilizar a los poderosos, que temen que tal situación acabe creando brotes de desapego aquí y allá hasta germinar en una revuelta general. Es por eso por lo que miran a las bicis con malos ojos, y se proponen alejarlas de los pequeños villorrios. Y para ello cuentan con un valiosísimo aliado en la Iglesia, que desde los púlpitos exhortará a los fieles para que abandonen ese invento del diablo que únicamente dibuja jornadas de haraganería en lo que deberían ser días de trabajo y oración. El mensaje cala, las bicicletas frenan su progresión en el sur italiano, en aquellos espacios que antiguamente fueron domeñados por el poderoso e ilustrado Reino de las Dos Sicilias. Aun hoy en día el ciclismo es, en Italia, cosa del norte (hasta la victoria del siciliano Nibali en el Giro de 2013, el ciclista más meridional en ganar la carrera había sido Danilo Di Luca, hijo de Spoltore, en los Abruzzos) y ese país que en ocasiones parece partido en dos también lo está, lo sigue estando, en relación a las bicis.

      Llegó un momento en que el ciclismo era, con mucha diferencia, el deporte más popular en Italia, el más practicado, el que enfervorizaba a las masas. Los ciclistas eran héroes, rostros reconocidos que todos querían imitar. Entonces el fascismo decidió apoyarse en las dos ruedas para conseguir réditos propagandísticos del esfuerzo ajeno. Pero el nuevo régimen lo hizo casi a regañadientes, de forma al principio tímida. Y es que si el fascismo acabó amando a las bicis fue a pesar de Mussolini.

      Al Duce no le gustaba el ciclismo. Demasiado afeminado para él, con esas piernas largas y depiladas, esos culotes ridículamente cortos que dejaban ver demasiada piel, y esos rostros morenos, curtidos por el sol, que tanto le recordaban el campesino que nunca quiso ser. Y ya si le hablaban del Giro de Italia se echaba directamente a temblar… cómo podría él, que era ejemplo máximo de virilidad, de potencia, de masculinidad (también claro, no, no sonría usted, en lo sexual), cómo podría él, decíamos, admirar una prueba que distingue al mejor de entre todos con una prenda de un color tan ridículo, tan cursi, como el rosa. Una carrera de maricones, eso es lo que fue el Giro para Mussolini, que solamente tenía ojos para la prenda rosa, sin fijarse en las capas de barro que cubrían rostro y cuerpo de los ciclistas. Esa obsesión del Duce por la masculinidad, esa obcecación en parecer siempre el más macho de entre los machos merece un estudio freudiano…

      Por eso a Benito no le gustaba el ciclismo, y apenas se le fotografió jamás subido en una bicicleta. Y eso pese a que, como todos los dictadores, era el mejor deportista de su país (el inefable ugandés Idi Amin corría cien metros en 9,70 segundos… dicen). No, Mussolini era más de fútbol, de boxeo, de deportes del motor, esas ideas tan futuristas del progreso, el ruido y la guerra. Marinetti, ya saben.

      Con todo, las dos ruedas alcanzan tal popularidad que los popes del régimen vieron ahí una oportunidad inmejorable de exportar la imagen del italiano vencedor al extranjero. Y la vieron en la figura de Gino Bartali. Lo que ocurrió llegará más adelante, oigan…

      Así pues la relación entre Italia, el ciclismo y la política viene de lejos, y aparece establecida ya desde los albores del siglo XX. El país que respira ciclismo es, también, el país que siente ciclismo, el que puede encontrar en el ciclismo los valores considerados oportunos por el gobierno de turno. Y esto es algo que marcará de forma dramática a quienes serán los protagonistas de nuestra epopeya. Relatos, pequeños y grandes, que acaban conformando esa espesa tela de araña que conocemos como Historia Europea.

      1Nota del editor: Publicado en español como Los forzados de la carretera. Tour de Francia 1924 por Melusina, 2009.

       CUANDO BARTALI FUE EL CICLISTA DEL DUCE

      La razón habla y

      el sentimiento muerde.

       Francesco Petrarca.

      Gino Bartali tenía los ojos verdes y grandes, la nariz achatada como de boxeador y el pelo negro, ondulado, espeso. Su voz era profunda, muy grave; sus modales siempre correctos, pero con ese punto de tosquedad de quien no tiene elegancia mundana; y a su gesto se le esquivaban las sonrisas, pero cuando llegaban era para quedarse. Sus piernas… sus piernas escondían una de las mayores fábricas de pundonor que el ciclismo haya visto.

      Cuando Gino, nacido cerca de Florencia en julio de 1914, empieza a competir quienes lo ven se dan cuenta de estar ante algo excepcional. En un momento en el que todos los ciclistas arrastraban grandes desarrollos Bartali destacaba por hacerlo más que nadie, con sus muslos moviéndose lentamente, casi como el minutero de un reloj, pero avanzando formidables en cada pedalada. Riñones de acero, gemelos con dinamita pura. «Bartali era saltarín cuando hacía falta, se elevaba sobre el sillín para aumentar un poco su cadencia y luego se volvía a sentar, para seguir durante un buen rato tirando de espalda, de brazos», decía un équipier. A veces aceleraba de forma violenta, casi suicida, y apenas unos metros más adelante debía bajar dolorosamente su velocidad por miedo a que los músculos, ardientes, explotaran. Pero nunca pasaba, y Bartali podía retomar de nuevo su paso de crucero, ese que le llevaba a destrozar cualquier rival.

      Aunque había sido un excelente corredor amateur (en 1932 ganó nada menos que 11 carreras, segundo en 17, de las 39 en que había competido) en 1935 Gino aún es un gran desconocido para el gran público. Cuando vence en la Vuelta al País Vasco, prueba de entidad, algún periódico hablará de «Lino» Bartali. Pronto su nombre será bien conocido por todos, nadie volverá a cometer ese error. En el Giro de aquel año conquista una etapa histórica en L´Aquila, por los Abruzzos, después de un ataque fulgurante en el Passo Campanelle, y transita, días más tarde, en cabeza por la cima de Sestriere para asegurarse el premio de mejor escalador. Aquel fue el último Giro de Alfredo Binda y el primero de la nueva superestrella que deberá recoger, y aumentar, su legado.

      La Italia ciclista se estremece con la llegada de un nuevo campeón, recién pasado a profesionales en las filas del Frejus. Bartali era fuerte, era listo, sabía observar durante kilómetros y kilómetros rodillas, tobillos, todos los tendones de sus rivales para darse cuenta de pequeños cambios que se iban produciendo cuando la fatiga llegaba. Todo eso lo almacenaba en su mente, y en cuanto contemplaba con sus propios ojos el menor signo de flaqueza… atacaba. No importaba cómo estuviera él, si iba cansado el resto iría peor. De la escuela de Bernard Hinault, bretón orgulloso e indomable…

      Más aún, cuando Gino Bartali se convierta en il Vecchio Gino pondrá cada vez más atención a la preparación de sus oponentes, hasta extremos realmente obsesivos. Sus gregarios se colarán por las tardes en las habitaciones de hotel que ocupen Magni,

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