Arriva Italia. Marcos Pereda
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Por eso, si hablamos de Coppi, de Bartali, de Magni, como símbolos precisos de un momento y unas ideas concretas… si los vemos como paradigmas, como tópicos reales de valores y caracteres… si entendemos que esa perra mentirosa que es la Historia nos los ha ido dibujando cual actores de una comedia (o tragedia) mil veces repetida y por lo tanto radicalmente falsa, actores que parecen recitar un texto que ellos no escriben… que la certeza no es sino la suma de todas las historias que nos han ido contando… y si conseguimos asimilarlo, podremos llegar a la conclusión de que estos tres héroes, estos tres villanos, estos tres hombres… no podían estar solos. Y donde hay tuvo que haber antes, y donde hubo debió existir todo. Y que, cuando la Segunda Guerra Mundial, ese Leviatán grosero y voraz que aparecerá emborronando nuestro relato aquí y allá, no era más que un mal sueño premonitorio en la mente de Europa ya dos hombres consiguieron cargarse a toda una nación sobre sus hombros… una nación balbuceando, una nación joven y directa y con una pizca de inocencia y con un punto insolente y con un todo de vida por delante como tienen siempre los jóvenes… ya dos hombres, decimos, simbolizaron lo que Italia era, lo que Italia fue. Y lo hicieron, quizás, incluso antes de que Italia fuera. Porque la identidad es, como las mentiras, algo que solo se conoce a posteriori.
Esta es, pues, la historia de dos hombres que fueron antes de que tres hombres fueran. Esta es la historia de Ottavio Bottecchia y Alfredo Binda.
Ottavio Bottecchia parece, quizá más que cualquier otra cosa, una persona sin suerte. No la tuvo de niño, cuando la pobreza se le pegó para siempre al rostro (era el pequeño de ocho hijos, quizá de ahí su nombre), no la tuvo más tarde, cuando fue soldado, cuando fue ciclista, y no la tuvo en su último viaje en bicicleta. No la tuvo, no pudo tenerla.
La infancia de Bottecchia transcurre en Alemania, donde su padre ha tenido que emigrar desde su pequeño pueblo, cerca de Treviso, para alimentar a su prole. Allí el joven Ottavio comienza a trabajar, antes de invertir cuatro años de su vida a la patria, Primera Guerra Mundial mediante, enrolado en la División de Bersagliere, esos soldados-ciclistas de curiosa estampa y fusil en ristre encima del manillar a los que quería incorporarse, por todos los medios, el fantoche de Enrico Toti… pero esa es, claro, otra historia.
El caso es que Bottecchia pronto destaca entre las filas de los Bersagliere por su fuerza encima de la bici, y se le asigna tarea de enviar mensajes de un lado a otro por la línea de defensas italianas. Un entrenamiento ideal para el Tour de Francia que vendrá años después… El ejercicio distaba de ser seguro, y al menos en dos ocasiones Ottavio se ve enfrascado en un intercambio de fuego con los austríacos, manteniendo, al parecer, magistralmente la calma y saliendo ileso de esas situaciones. Ileso y con una medalla de plata del ejército transalpino, concedida en noviembre de 1917. Durante la Gran Guerra sufrirá igualmente ataques con gas, y caerá enfermo de malaria. Minucias…
Tras la paz Bottecchia viaja a Francia a ganarse la vida como albañil, y allí comienza a tomar parte en competiciones ciclistas. Lo hace bien, muy bien, hasta el punto de ser seleccionado por el equipo Automoto-Hutchinson, uno de los más potentes del momento, para correr el Tour de Francia en 1923. Es el principio de su leyenda.
Aquel Tour es dominado por el debutante, que se muestra irresistible en montaña. Taciturno y poco hablador, la prensa gala hace circular todo tipo de historias sobre él. Dicen que nunca se cansa, que afronta las pendientes como quien afronta el trabajo diario, que por dentro es una máquina y no un hombre. Dicen que es disciplinado, que cuando le ordenan pararse a esperar a su líder, el carismático y polémico Henri Pelissier, lo hace sin dudar, aparcando la bici a un lado del camino y entreteniéndose mientras come alguna minucia o limpia de barro el cuadro. Aquel mismo año, cuando acaba segundo (y con la certeza de haber sido el más fuerte de aquella carrera) le harán una fotografía que refleja seguramente mejor que ninguna otra el espíritu de aquellos Tours de la época heroica. Es en el Col d´Izoard, suprema grandeza que imitarán más tarde Coppi y Bartali. El ciclista se retuerce sobre su máquina, cuya rueda apunta hacia el barranco y no hacia el centro del pedregoso camino. La viva imagen del dolor, de la agonía. Tras él, un coche de la organización. A pesar de ser toma bastante abierta no se ve a ningún espectador…
Al año siguiente vuelve a la carrera francesa para imponerse sin oposición. Pelissier, de nuevo su líder, abandona tras llegar a las manos con Desgrange, el director del Tour, y después ofrece una legendaria entrevista a Albert Londres cuyo título y contenido están ya en la historia del deporte: Los forzados de la carretera1. El italiano, por su parte, deja una estampa para el recuerdo cuando, de nuevo en el Izoard, se baja de su bicicleta cerca de la Casse Déserte, y hace los últimos metros del puerto empujando a pie la máquina, mientras entona a pleno pulmón marchas militares.
Se convierte, claro, en héroe italiano. Nada menos que el primer transalpino en conquistar el Tour, imponiéndose a todos los astros franceses y sorteando las malas artes que, seguro, estos habrán urdido (corrió el rumor de que había sido envenenado en una etapa y solo después de vomitar durante un buen rato pudo reincorporarse a la carrera). La Gazzetta dello Sport abre una contribución a favor de Bottecchia, cuyo primer donante (que aporta una lira, el equivalente a cinco periódicos de la época, puta rata) será el mismísimo Benito Mussolini. Y entonces salta la sorpresa: Ottavio Bottecchia es socialista.
Sí, el ídolo de tantos jóvenes italianos, el condecorado soldado de la Gran Guerra, el hombre que ha derrotado a los galos en su propia casa y que ha elevado a cotas nunca antes vistas el orgullo y la moral del país, no es un buen fascista… Más aún, es un socialista. Lo cierto es que el joven Ottavio provenía de familia proletaria, y había aprendido a leer enredando con los ajados panfletos revolucionarios que sus compañeros de trabajo le dejaban (poco tiempo después Antonio Gramsci dirá que los periódicos deportivos eran su mayor vínculo con la vida real dentro de la cárcel… existencias, palabras), desarrollando así un profundo sentimiento social que ahora escandalizaba a la Italia de su época. Porque era un socialista de verdad, no uno de esos como Mussolini que ahora se habían cambiado de nombre y vestían camisas negras donde antes llevaban pañuelos rojos…
La relación entre bicicleta y movimientos progresistas en Italia venía de lejos. Si, como hemos visto, allí política y deporte han ido siempre de la mano, al parecer la bici ejercía una enorme atracción para las fuerzas «rojas» en amplias zonas del centro del país, lugar donde coincidían el mayor número de estos vehículos con el asentamiento más profundo de las nuevas ideas sociales. Así, el velocípedo era tomado como un poderoso aliado en esas organizaciones, como la forma más rápida, sencilla y segura de comunicar información relativa a huelgas o elecciones entre distintos pueblos y ciudades. Un instrumento, en suma, tan útil para las clases trabajadoras en tiempos de paz como de guerra. Surgen los neumáticos Carlo Marx, se funda una fábrica de bicis Avanti! (como el tradicional periódico socialista, el mismo que acabó dirigiendo Mussolini en su primera etapa política… cosas veredes, Sancho) y, al final, acaba celebrándose en Monza, el 24 de agosto de 1913, el primer Congreso de Ciclistas Rojos, donde se exponen las bases de este nuevo movimiento, hay exhibiciones y algunos explican las formas más adecuadas para transformar una herramienta de transporte (y ocio) en peligrosa arma de subversión social…
Con estos antecedentes y su propia epopeya vital a la espalda no es de extrañar que Bottecchia fuera socialista, como tampoco lo es el hecho de que a partir de ese momento su popularidad fuera cayendo entre la prensa italiana, empeñada en silenciar o menospreciar una exitosa carrera