Arriva Italia. Marcos Pereda
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¿Lo espera? Gino se resiste a confirmar su presencia en el Tour. El pecho vuelve a molestarle, e incluso tras el final de la Corsa Rosa ha debido encamarse unos días con algo de fiebre. Y, sobre todo, no le apetece ser punta de lanza para el régimen de Mussolini. Anhela la gloria de vencer en París, le llama la ambición, el espíritu inquebrantable del guerrero en bicicleta, pero no tiene ganas de que una hipotética exhibición sea utilizada para alabar las condiciones del fascismo. Así que se hace de rogar y mantiene silencio, incluso dejando caer en algunas entrevistas que está más cerca de renunciar al Tour que de tomar parte. Y sus enemigos, claro, contraatacan.
Il Popolo d´Italia es periódico oficial del Fascio, fundado nada menos que por el Duce. Y desde sus páginas se intenta influir en Bartali de las formas más sutiles posibles. Dicen que en el Tour «es el honor de nuestro país lo que está en cuestión». Incluso, en un escandaloso artículo a menos de dos semanas de la ronda gala, se llega a leer una invectiva bélica que pone los pelos de punta: «un soldado que defiende su bandera abandona las trincheras, arriesgando su vida sin pensar en nada más que su Patria. Competir en Francia es una forma de defender nuestra bandera… Bartali está llamado a representar a nuestro deporte, nuestra juventud, nuestra fuerza, y todos nuestros ojos están puestos en él, aunque ahora mismo se diga indispuesto». Apareciendo donde apareció, este artículo puede considerarse poco menos que orden militar… debía ir a Francia. Tan solo doce días antes del comienzo del Tour, anunció que estaría en la salida de París.
El Tour de 1937 fue, durante sus diez primeros días, el Tour de los totalitarismos. Cualquiera que repase hoy en día la clasificación jornada a jornada de la prueba podrá ver la esvástica nazi y la bandera transalpina con el escudo fascista repetidas por doquier. Efectivamente, Erich Bautz, un alemán, fue líder durante cinco etapas, y su testigo lo toma un transalpino. Alguien que, pese a todo, estaba lejos de considerarse afín a Mussolini. Uno a quien esas ideas acabarían alejando de Francia.
Efectivamente, Gino Bartali.
El joven Bartali había dado toda una exhibición subiendo el Galibier camino de Grenoble, y conquista el maillot amarillo. La prensa da por sentenciada la carrera. En L´Auto, periódico organizador, se lee que «Bartali nunca podría ser alcanzado… por el contrario, incrementará su ventaja en cada etapa montañosa». Su actuación ha sido apoteósica, imponente. Quizá el aislamiento italiano de la época había hecho que sus destrozos en el Giro pasaran casi desapercibidos para el resto del universo ciclista, pero aquel día se despejaron todas las dudas: Bartali era el mejor escalador del planeta, el corredor más fuerte, ese llamado por la Providencia a ganarlo todo.
Pero el mundo cambia unas horas más tarde. Camino de Embrun la carretera caracolea entre montañas cruzando mil veces el Río Colau, apenas torrente con furiosas y gélidas aguas que bajan rumoreando de los Alpes. Bartali marcha a rueda de Giulio Rossi, su compañero de equipo, cuando todo ocurre. Ruedan a velocidad endiablada y Rossi cae en una curva, a la entrada de un puente. Gino lo esquiva, choca contra el pretil y sale volando hacia el abismo. Aguas heladas, corriente alocada en deshielo alpino. Será Camusso, otro italiano, quien se lance para salvar la vida de un Bartali conmocionado que se hunde sin remedio. Será también Camusso el que vuelva a subir a Gino en la bicicleta, maillot de oro manchado con sangre y barro, ojos cegados por el miedo, respirar descompasado. Vayamos despacio, Gino, no te preocupes, estoy aquí, contigo. Vayamos lentos, tranquilos, quedan solo treinta kilómetros a la meta.
Bartali llega a Briançon. Su jersey es rojo, rojo como será el de la Wilier años más tarde. El rostro pálido como manto del Santo Padre. «Estaba totalmente mudo, no decía nada. Solamente mi mente me llevó a la línea de meta. El impacto era tan fuerte en lo físico como en lo psicológico». El miedo se podía leer en su mirar, el miedo a la muerte que pudo ser, a la que podría acabar siendo. Bartali se tumba en su cama. Sobre una silla, el maillot amarillo lleno de barro, babas y sangre. Su ventaja en la general era tan autoritaria, tan inmensa su dominación de días anteriores, que, pese a perder más de nueve minutos en meta, aún sigue de líder con un tiempo sustancial sobre el segundo. Nada está perdido. Pero Gino tose, tose mucho.
A unos kilómetros de allí Rossi, su équipier, yace en la cama de un hospital. Sus brazos y piernas parecen, como dirá Nino Nutrizio al día siguiente en Il Popolo d´Italia, filetes sanguinolentos. El dolor es tan grande que deben sedarlo para que pueda dormir…
Al día siguiente se afrontan los colosos Izoard, Vars y Allos. Territorio Bartali, aquel donde acabará escribiendo algunas de las mayores gestas de la historia del ciclismo. Solo que Gino, hoy, no puede. Sigue enfermo, tosiendo trocitos de pulmón y orinando sangre. Pierde más de veinte minutos en meta. Pero llega, Gino siempre llega. Queda mucha carrera por delante. Los periodistas se relamen: Bartali sería capaz de recuperarse y lanzar una frenética batalla en los Pirineos. Pero la Federación Italiana no piensa igual.
Los jerarcas temen que su gran apuesta, ese hombre de hierro que han mandado a Francia para mostrarle a todo el mundo la fortaleza del régimen, no pueda concluir con éxito su intentona. Prefieren que abandone, que lo deje pasar. Que se retire como un mártir, aún en la memoria su recuerdo ensangrentado. Un verdadero atleta fascista, alguien que pudo dejarse la vida en el torrente y consiguió alcanzar la siguiente meta. Pero, ay, las heridas fueron demasiadas, somos hombres, qué digo, somos superhombres, héroes, pero no dioses. También la fatalidad puede ponernos contra las cuerdas. Es ley de vida, volveremos aquí para someter, para conquistar Francia con nuestras ruedas, nuestros escudos, nuestras camisas negras… Obligan a Gino a retirarse. «Es la mayor injusticia que he vivido en toda mi carrera deportiva», dirá muchos años después, cuando hablar sea más seguro. Pero es 1937, y en aquel entonces las palabras vinculan casi tanto como los hechos. Así que ahoga lágrimas, hace maletas, parte para Italia. Cuando llegue al país transalpino dará gracias a la Virgen, «sin Su ayuda hubiera muerto ahogado en el Colau, Ella me guarda».
El éxito de la aventura francesa queda emplazado para el año siguiente. Pero en esta ocasión la Federación Italiana de Ciclismo, órgano más propagandístico que deportivo por esas fechas, no quiere correr ningún riesgo. Un transalpino debe vencer en el Tour por encima de cualquier otra consideración… no puede ser que nuestro único ganador sea socialista como Bottecchia, eso sí que no. Así que, aquel invierno, los representantes de la Federación se reúnen con Gino.
«¿Qué correrá este año nuestro campeón?». Bartali responde irritado. Está exhausto, acaba de llegar de entrenar y no tiene ganas de hablar con aquellas personas. Su carácter se va haciendo más y más taciturno. «Empezaré con algunas pequeñas carreras de un día, como todos los años, me irán preparando para estar a pleno rendimiento en el Giro de Italia, que intentaré ganar por tercera vez. Luego iré a Francia y…». Uno de los oficiales interrumpe. «El Giro es suficientemente largo y duro por sí mismo, es una pérdida de fuerzas innecesarias si quieres vencer en el Tour. Quizás deberías renunciar a la carrera italiana y centrarte solo en la francesa». «¿Cómo?», responde Gino de forma un tanto abrupta. «Puedo hacer ambas, tengo las capacidades necesarias, este mismo año si no me hubieran obligado a irme…». Se calla, sostiene la mirada. El otro responde. «No hay nada que hacer, nada que discutir, veníamos solo para avisarte. El riesgo de no vencer en el Tour es nuestro, y a nosotros no nos gustan los riesgos. Prepárate y trae esa maldita carrera. Y hazlo por el Duce».
Cuando Gino Bartali acude al Tour de Francia de 1938 después de ausentarse, por obligación, del Giro ese mismo año, sus relaciones