Arriva Italia. Marcos Pereda
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Para los judíos (también para movimientos protestantes, o para los homosexuales) supuso una declaración de guerra, la consideración de que eran ciudadanos de segunda. Por eso no es de extrañar que comenzaran a surgir por todo el país asociaciones que buscaban establecer lazos de solidaridad y ayuda entre diferentes comunidades. En este contexto se crean los Judíos Florentinos.
Los Judíos Florentinos formaban parte de una organización más grande llamada Delasem (Delegazione assistenza emigranti ebrei) que ha ayudado desde el principio de la guerra a los suyos, tanto italianos como de otras partes de Europa, a buscar una salida desde sus propios países hasta lugares más receptivos para ellos. En un primer momento Delasem es legal, y actúa públicamente, pero la ocupación alemana termina con todo esto, y ahora se mueve en la clandestinidad. Las dificultades aumentan, pronto la organización se da cuenta de que en solitario jamás podrá conseguir sus objetivos, y no duda en contactar con algunos no-judíos en busca de ayuda. Es por eso por lo que hablan con Dalla Costa en septiembre de 1943. La elección no es casual: el cardenal ha exhibido fuerte compromiso antifascista incluso en momentos tan delicados como la visita de Hitler a Florencia en 1938 (cuando hizo cerrar la puerta principal de una iglesia para que el Führer y Mussolini tuvieran que entrar por una lateral más pequeña, y estuvo llamativamente ausente de todas las recepciones oficiales que se realizaron), y pronto acepta ayudar a los Judíos Florentinos en todo lo que pueda. Así, envía cartas a sacerdotes de su confianza, donde solicita que alojen en sus hogares a judíos refugiados, intentando proporcionarles todo tipo de asistencia y alimentos. Él mismo tiene, en ese momento, varios de ellos viviendo en la residencia arzobispal.
La idea es proporcionar algo de tiempo para que puedan viajar hasta la frontera suiza o el puerto de Génova, y de allí alcanzar tierras más amables. Y para eso, Gino, necesitamos tu ayuda. La ayuda de alguien que pueda recorrer largas distancias en bicicleta, que conozca mejor que nadie las carreteras de la zona. Transportarías documentación secreta, llevarías mensajes de un enlace a otro. Eres perfecto para la misión, Gino, y te lo pido no solamente como cristiano sino como amigo. Pero, igualmente como cristiano y como amigo, es mi deber advertirte de los peligros que tú ya bien conoces. Si, Dios no lo quiera, te interceptan los alemanes o los fascistas serías arrestado, acabarías en la cárcel, en un campo de concentración, fusilado. Quiero que lo sepas, Gino, quiero que sepas todo.
Así que, ¿qué me respondes? ¿Estás dispuesto a arriesgar tu vida para salvar la de docenas de personas que quizá nunca llegues a conocer?
Gino abandona el Palazzo rumiando la propuesta. Ha pedido un tiempo antes de responder. Mientras recorre de nuevo con su bicicleta las calles de Florencia, de su bella Florencia ahora en trance de caer devastada, piensa. En su mujer, en su hijo, piensa en lo que para ellos supondría perderle. Piensa en que hacer lo que le piden puede ser, paradójicamente, egoísta. Y, poco a poco, sin casi darse cuenta, sus pedaladas le encaminan al cementerio de Ponte a Ema. Sea, pues. Entra allí y se sienta en el panteón familiar, junto a la tumba de su hermano. Reflexiona. Reflexiona sobre las dos peligrosas misiones que le han encargado. Porque lo que el cardenal Elia Dalla Costa no sabe es que no es el único en pedir ayuda a Gino por aquellos tiempos.
Giacomo Goldenberg es amigo de Gino Bartali desde que el ciclista tenía menos de veinte años y quedó prendado de la simpatía y el carácter cosmopolita del judío florentino. En aquel momento habían forjado una relación inquebrantable que no se vio cortada ni siquiera cuando los Goldenberg se trasladaron al Friûl por motivos de trabajo. Allí palparon el ascenso de la corriente antisemita en el Fascio: primero el hijo de Giacomo Goldenberg fue apartado del colegio público, más tarde el mismo Giacomo perdió su empleo y, por último, las vidas de todos parecían amenazadas. Asustado, volvió a Florencia y pidió ayuda a Armando Sizzi, el primo de Bartali, que pronto le puso en contacto con Gino. Así que aquella tarde, sentado junto a la tumba de su hermano muerto, Gino Bartali reflexionaba sobre qué contestar a aquellas dos peticiones desesperadas de auxilio. Más bien, fingía reflexionar. Ni sus creencias ni su propia personalidad le iban a permitir estar de brazos cruzados ante tales injusticias.
Cuando vuelve a subirse a su bicicleta y se aleja del cementerio, pedaleando furioso, la suerte está echada.
«No me esperes esta tarde, me voy a entrenar unos días fuera», dice Gino a su esposa Adriana. «Si alguien viene buscándome, sobre todo si es en mitad de la noche, dile que he tenido que salir por una emergencia». Adriana se estremece, no sabe nada, no quiere saberlo. Pero pregunta. «¿En mitad de la noche? ¿Quién podría venir a buscarte en mitad de la noche?». Gino sonríe y besa a su esposa en la frente. «Nadie», contesta, «nadie. Pero si alguien viniese diles que he salido a buscar medicinas para el niño, que está un poco enfermo». Gino se encamina a la puerta, vestido con su traje de ciclista. Adriana insiste, ya con el rostro arrasado en lágrimas. «¿Para qué entrenas si no hay carreras que se disputen?».
Gino Bartali se vuelve. «Solo entreno», dice, y sale de su casa. Es el primero de varios viajes a lo desconocido, un heroísmo admirable que se mantendrá en secreto hasta sus últimos días…
La primera parada está muy cerca de su casa, en un piso florentino del que Gino es dueño. Entra allí muy temprano, cuando aún no ha amanecido del todo, y deja encima de la mesa algo de esa comida que no sobra en casa de los Bartali. Un poco de pan, azúcar, patatas… minucias que empujan a Adriana, Andrea y a él mismo casi a la indigencia, pero sirven para sacar de la miseria más absoluta a otros. Poco después, a una hora fijada para no cruzarse, Giacomo Goldenberg entra en el mismo inmueble con la llave que le ha dado tiempo atrás su amigo y recoge las vituallas que aquel ángel de rostro severo ha dejado allí. Bartali tiene, en la Segunda Guerra Mundial, dos familias a mantener.
Unos minutos pedaleando y Bartali se encuentra en las carreteras toscanas, campos ondulados de caminos serpenteantes hasta donde llega el mirar. Aprieta con fuerza los pedales, marchando siempre por rutas secundarias, escogiendo las sendas donde menos posibilidades tiene de cruzarse con nadie. Recorre pistas forestales, senderos agrícolas, pasa por muchas de esas strade bianche que jalonan la Toscana. Come polvo, mastica barro. El cielo empieza a elevarse. Junto a él, solamente vides, sombras, recuerdos. Cuando subía el Izoard, aquella vez que estuvo hablando solo en el Aspin, la sensación maravillosa de entrar en Milán vestido de rosa. Gino, imperceptiblemente, deja que su cabeza vuele al pasado, a vidas distintas, a vidas mejores. Sonríe sin darse cuenta, y es el Tourmalet, el Falzarego, la mitad de un pelotón, casi puede escuchar el ruido de cien bielas girando alrededor de él. Aprieta con fuerza el manillar, inclinado sobre la parte curva, sus manos se posan en el extremo. Y entonces siente el metal bajo sus dedos (o no, porque igual no hay nada que sentir, porque, seguramente, jamás nadie pueda darse cuenta de la diferencia, de tan sutil, de tan inexistente) y vuelve a su día a día, a su realidad actual, al infierno que vive Europa. Vuelve.
Lleva ya Gino pedaleando sin descanso unos 150 kilómetros, siempre por vías secundarias, siempre intentando evitar las rutas principales, las más cortas. Cuando se cruza con alguien intenta no mirarlo. Si le saludan, devuelve el saludo. Un par de veces fueron carabinieri quienes, alborozados, gritaron vai, Gino, vai, y el respondía con una sonrisa mientras el corazón le palpitaba encogido en la misma boca del estómago. Pero no ha pasado