El círculo de los blasfemos. Alberto Prunetti

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу El círculo de los blasfemos - Alberto Prunetti страница 4

El círculo de los blasfemos - Alberto Prunetti Hoja de Lata Editorial

Скачать книгу

¿Estás atontado o qué? Pobre lerdo… Ya hay uno que anda por aquí con el laurel en la cabeza… y me da urticaria. Déjate de laurel. Lo que hace falta en la cabeza es el casco, y que sea el reglamentario, con certificado ISO, o si no el Gran Constructor, ese Sumo Arquitecto que lo maneja todo, nos manda una inspección por sorpresa y menuda jodienda… Tontolaba, a mí el laurel me hace estornudar solo con olerlo…

      Me siento un poco disgustado.

      —Vamos, papá, pero si en mis libros no te he presentado para nada como una víctima…

      —Es que como lo hubieras intentado siquiera me liaba a patadas contigo aunque esté muerto. De todas formas, bien, hijo, continúa así. Ya veo que el bolígrafo te gusta más que el fútbol, así que sigue, hazme caso…

      —Pero entonces, papá, ¿te agrada cómo escribo?

      —Más bien diría, blandengue mío, que me daba cagalera ver cómo jugabas al fútbol.

      Acuso el golpe. Pero de repente Renato se detiene.

      —Oh, ¿tú también estás oyendo ese ruido de remos? ¡Malditos los patrones que hicieron que me quedara sordo! ¡Calla, no te muevas, ahí viene otra vez con su cascarón de hierro ese que nació de un perro! Con la empanada mental que tiene no encontraría el agua ni siquiera en el Aqueronte.

      A lo lejos se divisa a Caronte empujando su barca. Horrible barquero, cuya suciedad espanta, sobre el pecho le cae desaliñada luenga barba.

      Renato se lleva dos dedos a la boca y lanza un silbido.

      —¡Caronte! ¡Carondemonio! ¡Artista! Ven aquí, endiablada Maremma, escucha… Ven aquí, que se va a desencadenar el infierno… Quería pedirte consejo, Carontino… Oye, tengo que hacer un aislamiento térmico galvanizado a la izquierda con un diodo de Stupasky, ¿debo ajustar el roscado?

      Y Caronte, mirándolo con ojos de brasas, pronuncia el fatal sonido:

      —¿Eh?

      Y Renato:

      —¡Chúpate esa! ¡Picaste otra vez, blandengue!

      Atónito, el barquero del Aqueronte se aleja con aire lúgubre, mirada fija y llameante, persiguiendo la sombra de un desdichado.

      Y ya no dice palabra alguna.

      LA HISTORIA DE LOS TRABAJOS DE HÉRCULES

      Con la imaginación puedes transformar el contorno del promontorio de Piombino en Moby Dick, la ballena con la aleta perforada que obsesionaba al capitán Ahab. Desde allí no ves la acería de Italsider. Es un sitio hermoso, con una bahía donde se dice que iban a bañarse las hadas. Cuando yo era pequeño, ese lugar lo frecuentaban solo unos pocos turistas. Hablaban idiomas que no entendía y vestían de blanco, con extraños sombreros de paja. La necrópolis etrusca de Baratti estaba vallada, pero era de acceso libre. Si no estaba el guarda, Renato —mi padre— saltaba y yo me deslizaba por debajo de la valla. Nos gustaba deambular entre los etruscos. «Francesca, voy a llevar al crío con los etruscos», le decía Renato a mi madre. Y salíamos hacia Baratti en el viejo Audi. Mi madre se alegraba de que Renato llevara a su hijo a lugares cultos en vez de al bar deportivo. Por el camino, mi padre me contaba historias de la antigüedad a su manera. Los mitos clásicos se volvían épica metalúrgica. «¿Hércules? Se las arreglaba bien, claro que sí. Él era uno de los nuestros. ¡Pero los doce trabajos de Hércules los hago yo en un solo día en la fábrica! ¡De verdad, eh!», afirmaba Renato. «Vulcano también es bueno, se le da bien el hierro… Estuve en su taller aquella vez que tuve que rehacer la rosca de un racor que había perdido el paso. ¡Sí, en serio! ¿No me crees?». Yo reía, no sabía si creerlo o no. Y entonces Renato recitaba la lista de los doce trabajos obreros de Hércules. Algunos de ellos aún los recuerdo. El trabajo de la búsqueda de empleo, que era el octavo. El noveno trabajo era ser utilizado por el patrón. El décimo, articular el sindicato. El undécimo trabajo, doblegar al patrón. Y el último trabajo, la liberación final de todos.

      —¿Estás seguro de que esos eran los doce trabajos de Hércules, papá? En el colegio me lo han contado de una forma algo diferente…

      —Puedes apostar a que sí, hijo —me decía—. Garantizado. Tan seguro como el hierro. Y en cualquier caso el sentido es ese, haz caso a tu padre.

      Mi padre era así. Le bastaba con un destornillador para darle la vuelta con un golpe de muñeca a las historias que nos enseñaban en el colegio. Y por supuesto era bonito aprender los mitos de la antigüedad al revés. También la historia de los etruscos.

      —Fíjate en esa necrópolis —decía Renato—. Tu abuela materna andaba por aquí hace dos mil o tres mil años, porque sabes que es muy mayor, ¿no? Y sobre esas tumbas puso un par de clavos y un cordel para tender sus enormes bragas. Ah, ¿no me crees?

      Luego me hablaba de la industria que había justo detrás de la colina, la acería en la que se hacían los mejores raíles de 108 metros del mundo. De los obreros y de los piquetes de protesta. Eran historias milenarias llenas de adversarios poderosos, lugares malignos y compañeros capaces de obrar una magia extraordinaria. También me hablaba de la formidable huelga que justo entonces, a principios de los años ochenta, estaban librando los mineros británicos, perseguidos por la temible Lady Margarita del Gran Norte. Renato y sus compañeros habían hecho en la fábrica una colecta para enviar dinero al sindicato, en las Midlands, y yo, entusiasmado, vitoreaba a aquellos mineros norteños que en mi imaginación tenían el rostro de los futbolistas del Liverpool. Cuando los partidos estaban a punto de empezar, la cosa se ponía seria y Renato cambiaba de expresión. Aparcaba el coche en la explanada de gravilla con vistas a las plácidas aguas del golfo de Baratti, abría la puerta, ponía pie en tierra, encendía un cigarrillo y fijaba la mirada en las islas de Gorgona y Capraia. Luego sintonizaba la frecuencia de una emisora local que retransmitía los partidos de aficionados. No el fútbol de Primera División sino el balompié modesto, el de sus amigos obreros que militaban en categorías no profesionales.

      Y me decía:

      —Hala, niño, vete a estudiar esas cosas, las trompas etruscas.

      Y yo le respondía:

      —Papá, se dice tumbas, no trompas, que son instrumentos de viento. Concretamente, se trata de túmulos de planta circular o elíptica, aunque hay también una valiosa tumba de quiosco del siglo V antes de Crist…

      —¡Nada de blasfemias, Maremma marrana! —me recriminaba Renato, desconocedor de las convenciones de la datación historiográfica—. ¿No sabes que en domingo antes del saque inicial no se puede tomar en vano el nombre del hijo del carpintero? —Y se apresuraba a ejecutar un ritual apotropaico de dudosa elegancia—. Venga, Míster Potato… ve, vete allí… a las trompas etruscas.

      Y yo iba y él se quedaba fumando en paz mientras seguía la retransmisión del derbi Cecina-Rosignano Solvay, porque en aquella necrópolis, sin el estorbo del promontorio de Piombino, la señal de radio llegaba nítidamente, y ese era el verdadero motivo —oculto a los ojos de los lugares cultos, también a los de mi madre— por el que me llevaba allí: la recepción de las ondas de radio en Baratti era perfecta. Yo, mientras, iba a la caza de los raros turistas alemanes o británicos que hacían la

Скачать книгу