El círculo de los blasfemos. Alberto Prunetti

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу El círculo de los blasfemos - Alberto Prunetti страница 5

El círculo de los blasfemos - Alberto Prunetti Hoja de Lata Editorial

Скачать книгу

etruscos eran los grandes obreros del metal en la antigüedad y fundían el hierro de la isla de Elba, que en latín se llama Ilva. «Y mi padre también trabaja en la fábrica de Ilva, ¿sabe, señora? Así que a lo mejor también él es etrusco; mire, es aquel que está en el coche escuchando los partidos de fútbol. Y construyeron una acería en el lago Accessa, esa también es buena. Y al lado de los hornos de fundición estaban las casas de los obreros. Y mi padre me dijo que la FIOM, el sindicato del metal, se liaba a castañazos con los patrones etruscos del acero si durante una huelga se les ocurría llamar a los guardias. Y que, sin el metal del Elba, los siete reyes de Roma nunca habrían hecho una mierda, porque en esa islona estaba la cuenca de hematita férrica más grande del Mediterráneo. Y pobre del que se saltara un piquete o hablara con los esquiroles. Está escrito en una estela etrusca con las diez reglas obreras halladas entre estas tumbas. La descifró mi padre, que no se sabe dónde aprendió etrusco pero jura que eso está escrito y el que no lo crea es un truhan y un lacayo, ¿vale?».

      Y entonces los turistas británicos me miraban con perplejidad, alguno me regalaba un caramelo para calmarme, otro me daba una propina. Entonces yo, exultante, enumeraba de memoria los doce trabajos de Hércules y a continuación me largaba. Y ellos pensaban: «Bah, será el hijo del guarda». Y luego, confundidos, seguían paseando entre las vetustas ruinas cubiertas de hiedra, tratando de encajar las piezas de mi historia de épica y arqueología metalúrgica, que les sonaba un poco extraña aunque no se atrevieran a llevarme la contraria, no fuera a ser que aquel tipo del coche, el que había descifrado la estela etrusca a base de guantazos y palabrotas, saliera y la emprendiera a castañazos como aquellos de la FIOM de Etruria con los esquiroles y con los reyes de Roma, Maremma del carajo. En fin, que no estaba claro lo que decía ese niño delgado y pálido que aspiraba fuertemente la c y que probablemente vivía en esas tumbas como un espíritu salvaje de ese lugar silvano y rupestre, realmente pintoresco.

      Pues sí, los domingos de sobremesa Renato y yo llevábamos vida a la ciudad de los muertos y las almas de los antiguos pobladores no se habrán molestado excesivamente al escuchar que se profanaban las piedras fúnebres en un dialecto tan sacrílego como el de Livorno. Es más, interceptando las ondas de radio se habrán alegrado del empate entre el Tuttocalzatura y el Cuiopelli y de la victoria a domicilio del Ardenza frente al Donoratico, mientras mi padre juramentaba porque el Solvay había perdido y ahora en la clasificación necesitábamos más puntos que alguien que se trincha un dedo con una podadera. De esas sobremesas de domingo en Baratti guardo también un recuerdo lejano de un episodio extraño y más bien angustioso. Un día, mientras me escondía dentro de un túmulo circular, oí un sonido metálico y vibrante proveniente de las rocas, de las profundidades de la tierra. Un sonido triste. Como una armónica.

      Duró solo unos instantes, pero fue suficiente para dejarme una gélida sensación de angustia y de justicia traicionada. Era un sonido que nos hablaba a Renato y a mí, algo acerca de los tiempos venideros, y era un sonido triste como un lamento, como el canto de muerte de un antiguo obrero etrusco.

      Volví con Renato y le dije: «Papá, vámonos a casa».

      LA HISTORIA DE LA SAL

      La historia, Elettra, comienza con el nombre. Para entender tu nombre debes conocer la historia de la sal. Las nuestras son historias mineras, hablan de hierro y de amianto, de titanio y de hematita. De sudor y de sales minerales. Y esta historia está relacionada con la sal gema. Nosotros no tenemos antepasados, no somos ricachones. Pero los viejos de tus viejos procedían de las Colinas Metalíferas, de la zona geotérmica de Pomarance y Larderello, en el corazón agreste de Toscana, donde trabajaban como leñadores, carboneros y campesinos en los encinares que rodean el pueblo de Micciano. Era tal la miseria en el medio rural entonces que al aliñar con aceite las verduras de la huerta o la achicoria silvestre de las acequias trazaban un triángulo en la ensaladera nombrando las aldeas de esos encinares. Murmuraban velozmente: «Micciano, Libbiano y Serra». Y al citar el último pueblo debían interrumpir el aliño y retirar la aceitera. El aceite había que reservarlo, pero sal había a montones. La ciudad más cercana era Volterra, donde desde la antigüedad se explotaban bancos subterráneos de sal gema: las salinas de Volterra. La sal era importante, no solo para darle sabor a los alimentos sino también para conservarlos.

      A principios del siglo XX, un industrial belga llamado Ernest Solvay escogió la costa de Livorno para instalar una planta industrial destinada a la producción de cloro, sosa y bicarbonato. El elemento de base del proceso productivo era la sal gema extraída en las salinas, a unas decenas de kilómetros tierra adentro. Pero a partir de entonces la sal comenzó a escasear: iba toda para el señor Solvay. Y quien quería sal tenía que trabajar en su fábrica.

      Alrededor de la maquinaria de Solvay se desarrolló un poblado industrial, el poblado Solvay. Por aquí todo se sigue llamando Solvay. Los colegios, los institutos de Formación Profesional, el teatro, el dopolavoro, las instalaciones deportivas, la zona industrial y la ciudad: Solvay. Más bien Sorvé o, como se dice a veces, Sorvai («Ve, ve a Sorvai»).

      Tu bisabuelo paterno trabajaba como albañil en un pueblecito inmerso en los bosques de Volterra. No era un paleta de medio pelo sino un experimentado albañil. Sin embargo, para llevar el pan a casa tuvo que seguir los pasos de la sal e irse también él a Solvay, a un bloque de viviendas populares a la derecha del mar, azotadas por el viento lebeche, donde se empadronan mis primeros recuerdos del olor de las tostadas de higaditos de pollo que hacía mi abuela. La sal desplazó a los viejos de tus viejos desde el interior hacia la costa, desde los bosques del pasado a los ladrillos y a la fábrica del sol del porvenir.

      En los bosques de Micciano siguen todavía varios de nuestros parientes. Algunos tienen un apellido diferente al tuyo: en lugar de la doble t de Prunetti llevan solo una. En realidad, es la forma correcta, porque hace muchos años, en el registro civil de Pomarance, alguien anotó un nacimiento duplicando por error la t del apellido. Cuando yo era pequeño aún había reuniones dominicales de parientes de Pomarance y de Micciano, con chorizos a la parrilla, vino blanco fresco y encarnizados partidos de fútbol entre primos que disputábamos un derbi familiar entre la rama costera de la provincia de Livorno y la del interior de la provincia de Pisa. Los de la t doble y los de una sola t. Después la vida, la t y la sal nos separaron. La sal nos dispersó por el mundo. Mejor dicho, más que la sal, fue eso cuyo nombre deriva de la sal: el salario, la moneda de la ración de sal.

      De la sal al salario y del salario al pan. Sobre la sal hay otra historia, que es más bien leyenda, pero te la voy a contar igualmente. En otros tiempos, en el Gran Ducado de Toscana se impuso una tasa, un impuesto sobre la sal. La pesaban siempre en días de lluvia, cuando la sal, al estar mojada, pesaba más. Hubo protestas, inútiles. De modo que la plebe de Toscana decidió boicotear ese impuesto y dejó de echarle sal al pan. Desde entonces el pan toscano es soso. Soso, sin sal. Y por eso cuando llueve se dice que el Gobierno es un ladrón.

      LA HISTORIA DEL ELECTRODO

      La historia de tu apellido vino determinada por un error ortográfico, la de tu nombre fue por un accidente doméstico. Tu madre estaba embarazada. En casa tocó con las manos húmedas un cable cubierto con cinta aislante que le soltó una pequeña descarga eléctrica. En un primer momento nos generó preocupación, después decidimos que tu nombre sería Elettra.

      A tu madre le gustaba. Y a mí me gustaba aún más, porque me recordaba los electrodos de los soldadores, que estaban por todas partes en el hogar de mi infancia. Piensa en las bengalas de los cumpleaños. Los electrodos de la máquina de soldar tienen casi el mismo aspecto, pero en una mano experta sirven para unir el acero. En cambio, quienes no saben usarlos acaban perforando el hierro. Les queman los ojos a todos. El gas que liberan no es bueno para los pulmones y la escoria ardiente puede agujerear los guantes. Pero esa luz azul me recuerda a tu abuelo Renato. Lo observaba con mis ojos de

Скачать книгу