El círculo de los blasfemos. Alberto Prunetti
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LA HISTORIA DE LA FIBRA GRIS
Vine al mundo en Piombino, al lado de la acería. Me crie en la década de los setenta, testigo del fin de luchas obreras de las que tengo recuerdos casi fetales. De niño me volvían loco los dibujos animados japoneses de robots: robot era sinónimo de trabajo y el trabajo era pan para nuestras bocas. Me encantaban también las series de la RAI —mi favorita era Sandokán— y las películas del género spaghetti western, que veía con Renato. Veíamos también las clásicas de John Ford y nos identificábamos con aquellos cowboys humillados y desamparados. Sabíamos que las pasarían canutas, pero también teníamos la certeza de que la película no llegaría a los títulos de créditos finales sin que el prepotente de turno rindiera cuentas por sus fechorías. Era un mundo simple de ricos hacendados, picapleitos y empresarios del ferrocarril, de una parte, y de humildes vaqueros o indios que sufrían atropellos, de la otra. Pero al final los ricos pagaban por su arrogancia y el sol del Salvaje Oeste besaba en la frente a aquellos humildes cowboys que tanto se parecían a nuestros padres. En aquellos filmes sencillos veíamos reflejados los valores que los progenitores de las familias obreras enseñaban a sus hijos: pan, salud, trabajo y justicia. No fiarse nunca de los ricos ni de los prepotentes. De «ellos».
Elettra, tu nacimiento estaba previsto para el mismo día de la sentencia del Tribunal Supremo sobre el caso Eternit. Me habría sentido culpable si no hubiera ido a Roma. Pero también me habría carcomido el remordimiento si ese día yo no hubiera estado junto a ti en tu primer aliento. El sentido del deber obrero, eso que te inculcan cuando creces en una familia de clase trabajadora, me había conducido a un callejón sin salida. Al final me ayudaron los viejos obreros de Casale Monferrato. Vinieron a buscarme en coche para llevarme a Roma. Me llevarían al hospital de Siena si tu madre rompía aguas.
Afortunadamente, no fue necesario. Naciste cuatro días después del fallo judicial. Naciste en una explosión de vida, tenías tanta que la gritabas a pleno pulmón para liberar de mucosidad las vías respiratorias. Esas mismas vías respiratorias que los viejos de Casale Monferrato tenían que abrir con inyecciones de cortisona. Mis pensamientos en aquel momento fueron todos para ti, olías bien, a nuevo, a limpio. Estaba enamorado como un adolescente. Pero no olvidaba a los viejos obreros de Casale.
La sentencia fue un puñetazo en el hígado. La prescripción de los hechos salvaba al magnate suizo de Eternit, que está en Costa Rica, lejos de las salas de audiencia de los tribunales europeos. Tras aquel veredicto, en mi cabeza la palabra «sentencia» se sobrepone al rostro duro de Lee Van Cleef en una de las películas de Sergio Leone. Y al sonido de la armónica de Charles Bronson reclamando justicia en Hasta que llegó su hora. Tú también has escuchado el sonido de esa armónica. Era tu primer día en nuestra casa. Tu madre estaba agotada, se fue a descansar. Cargué la estufa de leña con troncos de encina bien secos. Estábamos al calor del hogar tú y yo, y la armónica. En la escena del duelo final te sostuve en mi cuello mientras dormías, y te mecía siguiendo con un pie las notas desgarradoras del trágico epílogo.
En la tierra agrietada del desierto, en esas historias de cowboys humillados y ultrajados, vuelvo a ver la figura de tu abuelo. Renato Prunetti trabajó durante toda una vida llena de problemas y de dolencias, en labores de mantenimiento, aislamiento, soldadura y carpintería de hierro en las refinerías y en las acerías de media Italia. Sus pulmones enfermaron por las fibras grises del amianto, por el gas de la máquina de soldar, por el polvo sutil y los metales pesados de refinerías y acerías. Pero ningún patrón ha tenido que rendir cuentas por ello.
Los sabios debaten sobre el sexo de los ángeles en lo concerniente al derecho y la justicia. En cambio, las pretensiones de tu abuelo eran pocas. Nuestros viejos no querían ciertos lujos. No les interesaba un carajo la idea de imitar a los ricos, de ser los loros de la pequeña burguesía. Querían una vida digna para todos. Pan, salud, trabajo, derechos y justicia en los días laborables. El fútbol, el huerto, el vino, la petanca y la bicicleta en los festivos. Esa era la vida obrera. Se sentían héroes working class, cowboys del metal con la llave inglesa y la funda azul en lugar de sombrero y espuelas. Y una carretilla elevadora con motor diésel que a veces iba al trote y a veces al galope. Enderezaban los hierros y los entuertos con unos cuantos hábiles golpes de martillo, convencidos de su lealtad hacia los demás.
Cuarenta años después, con el juego de carambolas entre derecho y justicia, aprendí que el derecho de los más fuertes es erróneo y que la justicia sabe ser injusta. Ya sabíamos que el pan del trabajo estaba envenenado y que la salud de nuestros viejos se la guardaron en sus bolsillos los patrones, como garantía pignoraticia por las nóminas con las que nos criamos y estudiamos.
Con esa sed de justicia traicionada atravesé como un desperado el desierto que desde el Supremo me llevaba de vuelta a casa. Por el camino, machacaba mis tímpanos el sonido, metálico y punzante, de una armónica. Una armónica que repite su estribillo hasta que la cuenta queda saldada. Naciste con hambre de justicia.
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