Episodios Nacionales: El 19 de marzo y el 2 de mayo. Benito Pérez Galdós

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу Episodios Nacionales: El 19 de marzo y el 2 de mayo - Benito Pérez Galdós страница 10

Episodios Nacionales: El 19 de marzo y el 2 de mayo - Benito Pérez Galdós

Скачать книгу

joven ha compuesto, ya tengo noticias de que es una obra notable. Persista Vd. en su aplicación a los buenos estudios y será un hombre de provecho. No puedo hoy tener el gusto de conocer el poema; pero ya me habían hablado de Vd. con grandes encomios y desde luego formé propósito de que se le diera a Vd. una plaza en la oficina de Interpretación de Lenguas, donde su precocidad sería de gran provecho. Sírvase usted dejarme su nombre…

      D. Celestino iba a contestar rectificando el error; pero su turbación se lo impidió. Antes que mi compañero pudiera decir una palabra, levanteme yo, y extendiendo mi nombre sobre un papel que en la mesa encontré, ofrecilo respetuosamente al Príncipe, que concluyó así:

      – Ruego a Vds. que tengan la bondad de retirarse, pues mis ocupaciones no me permiten prolongar esta audiencia.

      Hicimos nuevas cortesías, D. Celestino balbuceó las fórmulas pomposas propias del caso, y salimos del despacho del Príncipe. Al pasar por la sala donde esperaban con impaciencia los demás pretendientes, el ujier lanzó esta terrorífica exclamación: – «¡No hay audiencia!».

      Al encontrarse en la calle, el buen cura, recobrando la serenidad de su espíritu y la soltura de su lengua, me dijo con cierto enojo:

      – ¿Por qué no le dijiste tú que el poema no era tuyo sino mío?

      No pude menos de soltar la risa, viéndole picado en su amor propio, y considerando el extraño resultado de nuestra visita al príncipe de la Paz.

      VII

      – Pues, Gabrielillo – me dijo D. Celestino cuando entrábamos en la casa, – cierto es que hay demasiada gente en el pueblo. Se ven por ahí muchas caras extrañas, y también parece que es mayor el número de soldados. ¿Ves aquel grupo que hay junto a la esquina? Parecen trajineros de la Mancha… y entre ellos se ven algunos uniformes de caballería. Por este lado vienen otros que parecen estar bebidos… ¿oyes los gritos? Entrémonos, hijo mío, no nos digan alguna palabrota. Aborrezco el vulgo.

      En efecto, por las calles del Real Sitio, y por la plaza de San Antonio discurrían más o menos tumultuosamente varios grupos, cuyo aspecto no tenía nada de tranquilizador. Asomábase a las ventanas el vecindario todo, para observar a los transeúntes, y era opinión general, que nunca se había visto en Aranjuez tanta gente. Entramos en la casa, subimos al cuarto de D. Celestino, y cuando este sacudía el polvo de su manteo y alisaba con la manga las rebeldes felpas del sombrero de teja, la puerta se entreabrió, y una cara enjuta, arrugada y morena, con ojos vivarachos y tunantes, una cara de esas que son viejas y parecen jóvenes, o al contrario, cara a la cual daba peculiar carácter toda la boca necesaria para contener dos filas de descomunales dientes, apareció en el hueco. Era Gorito Santurrias, sacristán de la parroquia.

      – ¿Se puede entrar, señor cura? – preguntó, sonriendo, con aquella jovialidad mixta de bufón y de demonio que era su rasgo sobresaliente.

      – A tiempo viene el Sr. Santurrias – dijo el cura frunciendo el ceño, – porque tengo que prevenirle… Sepa Vd. que estoy incomodado, sí señor; y pues los sagrados cánones me autorizan para imponerle castigo… allá veremos… y digo y repito que la gente que se ve por ahí no viene a lo que Vd. me indicó esta mañana. Pues no faltaba más.

      – Señor cura – contestó irrespetuosamente Santurrias, – esta noche me desollará las manos la cuerda de la campana grande. Es preciso tocar, tocar para reunir la gente.

      – ¡Ay de Santurrias si suenan las campanas sin mi permiso!… Pero ¿qué quiere esa gentuza? ¿Qué pretende?

      – Eso lo veremos luego.

      – Ande Vd. con Barrabás, diablo de siete colas. ¿Pero a qué viene esa gente a Aranjuez? – repitió D. Celestino dirigiéndose a mí. – Gabriel, se nos olvidó advertir al señor príncipe de la Paz lo que pasa, y aconsejarle que no esté desprevenido. ¡Cuánto nos hubiese agradecido Su Alteza nuestro solícito interés!

      – Ya se lo dirán de misas – murmuró burlonamente Santurrias. – Lo que quiere esa gente es impedir que nos lleven para las Indias a nuestros idolatrados Reyes.

      – ¡Ja, ja! – exclamó el sacerdote poniéndose amarillo. – Ya salimos con la muletilla. Como si uno no tuviera autoridad para desmentir tales rumores; como si uno no fuera amigo de personas que le enteran de lo que pasa; como si uno no estuviera al tanto de todo.

      Diciendo esto, D. Celestino no quitaba de mí los ojos, buscando sin duda una discreta conformidad con sus afirmaciones. En tanto Santurrias, que era uno de los sacristanes más tunos y desvergonzados que he visto en mi vida, no cesaba de burlarse de su superior jerárquico, bien contradiciéndole en cuanto decía, bien cantando con diabólica música una irreverente ensaladilla compuesta de trozos de sainete mezclados con versículos latinos del Oficio ordinario.

      – ¡Ay señor cura, señor cura! – dijo. – Si veremos correr a su paternidad por el camino de Madrid con los hábitos arremangados. ¡Ja, ja, ja!

      Préstame tu moquero

      si está más limpio

      para echar los tostones

      que me has pedido.

      Asperges me, Domine, hissopo, et mundabor.

      – Mi dignidad – repuso el clérigo cada vez más amostazado- no me permite rebajarme hasta disputar con el Sr. de Santurrias. Si yo no le tratara de igual, como acostumbro, no se habría relajado la disciplina eclesiástica; pero en lo sucesivo he de ser enérgico, sí señor, enérgico, y si Santurrias se alegra de que esa plebe indigna vocifere contra el príncipe de la Paz, sepa que yo mando en mi iglesia, y… no digo más. Parece que soy blando de genio; pero Celestino Santos del Malvar sabe enfadarse, y cuando se enfada…

      – Cuando llegue la hora del jaleo, señor cura, su paternidad nos sacará aquellas botellitas que tiene guardadas en el armario, para que nos refresquemos – dijo Santurrias descosiéndose de risa otra vez.

      – Borracho; así está la santa Iglesia en tus pícaras manos – repuso el clérigo. – Gabriel, ¿querrás creer que hace dos días tuve que coger la escoba y ponerme a barrer la capilla del Santo Sagrario, que estaba con media vara de basura? Desde que llegué aquí, me dijeron que este hombre acostumbraba visitar la taberna del tío Malayerba: yo me propuse corregirlo con piadosas exhortaciones, pero ¡el diablo le lleve!, hay días, chiquillo, que hasta el vino del santo sacrificio desaparece de las vinajeras. ¡Y esto se permite tener opinión, y disputar conmigo, asegurando que si cae o no cae el dignísimo, el eminentísimo, ¡óigalo Vd. bien, el incomparabilísimo príncipe de la Paz!

      – Pues, y nada más. ¡Como que no le van a arrastrar por las calles de Aranjuez, como al gigantón de Pascua florida!…

      – ¡Qué abominaciones salen por esa boca, Dios de Israel!

      Santurrias tan pronto ahuecaba la voz para cantar gravemente un trozo de la misa o del oficio de difuntos, como la atiplaba entonando con grotescos gestos una seguidilla. Luego imitaba el son de las campanas, y hasta llegó en su irrespetuoso desparpajo, a remedar la voz gangosa de mi amigo, el cual todo turbado variaba de color a cada instante, sin poder sobreponerse a las zumbas de su miserable subalterno.

      – Pero en resumen – dijo al fin- ¿qué es lo que mi señor sacristán espera? ¿Cuenta, sin duda, con ordenarse de menores para que le hagan cardenal subdiácono?

      – Allá veremos, Sr. D. Celestino – contestó el bufón. – Esta noche o mañana veremos lo que hace Santurrias. No tema nada mi curita; que ya le pondremos en salvo.

      Tuba

Скачать книгу