Episodios Nacionales: El 19 de marzo y el 2 de mayo. Benito Pérez Galdós

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Episodios Nacionales: El 19 de marzo y el 2 de mayo - Benito Pérez Galdós

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diez y seis años! ¿El matrimonio es algún juego? Y además: hazme el favor de decirme qué ganas tú en la imprenta donde trabajas.

      – Sobre tres reales diarios.

      – Es decir, noventa y tres reales los meses de treinta y uno. Algo es, pero no basta, chiquillo. Ya ves tú: cuando Inés esté en su sala con cortinas verdes de ramos amarillos y se siente en aquellas mesas donde hay siete pavos por Navidad, y todas las noches cena de perdiz por barba… ya ves tú, no sé cómo podrá arrimarse a ella un pretendiente con noventa y tres reales al mes, en los que traen treinta y uno.

      – Eso ella es quien lo ha de decir – repuse con la mayor zozobra; – y si ella me quiere así, veremos si todos los Requejos del mundo lo pueden impedir. En resumidas cuentas, Sr. D. Celestino, ¿Vd. está decidido a que Inés se vaya esta tarde con don Mauro!

      – Decidido, hijo, es para mí un caso de conciencia.

      – ¿Y quién le dice a Vd. que con noventa y tres reales al mes no se puede mantener una familia? Pues a mí me da la gana de casarme, sí señor.

      – ¡Casarse a los diez y seis años! Uno y otro debéis esperar a tener los treinta y cinco cumplidos. La vida se pasa pronto: no te apures. Para entonces podréis casaros. Sois a propósito el uno para el otro. Casar y compadrar, cada uno con su igual. Veremos si de aquí allá te luce más el oficio.

      – ¿Y no puedo yo buscar un destinillo?

      – Eso es como cuando se te puso en la cabeza que te iba a caer un principado o un ducado.

      – No: un destinillo de estos que se dan a cualquier pelón, en la contaduría de acá o en la de allá.

      – ¿Pero crees tú que un empleo es cosa fácil de conseguir?

      – ¿Por qué no? – respondí enfáticamente. – ¿Pues para qué son los destinos sino para darlos a todos los españoles que necesitan de ellos?

      – Hijo, las antesalas están llenas de pretendientes. Ya recordarás que a pesar de ser paisano y amigo del príncipe de la Paz, estuve catorce años haciendo memoriales.

      – Y al fin… pero hoy visita Vd. a S. A. y le trata; de modo que si le pidiera para mí una placita no creo que se la negara.

      – ¡Ah! – exclamó D. Celestino con satisfacción. – El día que visité a S. A. fue para mí el más lisonjero de mi vida, porque oí de sus augustos labios las palabras más cariñosas. Si vieras con cuánto agasajo me trató; ¡y qué amabilidad, qué dulzura, qué llaneza sin dejar por eso de ser príncipe en todos sus gestos y palabras! Cuando entré, yo estaba todo turbado y confuso, y la lengua se me quedó pegada al paladar. Mandome S. A. que me sentara, y me preguntó si yo era de Villanueva de la Serena. ¿Ves qué bondad? Contestele que había nacido en los Santos de Maimona, villa que está en el camino real como vamos de Badajoz a Fuente de Cantos. Luego me preguntó por la cosecha de este año, y le respondí que según mis noticias, el centeno y cebada eran malos, pero que la bellota venía muy bien. Ya comprenderás por esto el interés que se toma por la agricultura. En seguida me dijo si estaba contento en mi parroquia, a lo cual contesté afirmativamente, añadiendo que me tenía edificada la piedad de mis feligreses; al decir esto no pude contener las lágrimas. Bien claro se ve que al príncipe le interesa mucho cuanto se refiere a la religión. Hablele después de que entretenía mis ocios con la poesía latina, y notifiquele haber compuesto un poema en hexámetros, dedicado a él. Enterado de esto, dijo que bueno, en lo cual se demuestra palmariamente su desmedida afición a las letras humanas; y por fin, a los diez minutos de conferencia, me rogó afectuosamente que me retirara, porque tenía que despachar asuntos urgentísimos. Esto prueba que es hombre trabajador, y que las mejores horas del día las consagra puntualmente a la administración. Te aseguro que salí de allí conmovido.

      – ¿Y no vuelve Vd.?

      – ¡Pues no he de volver! Supliqué a S. A. que me fijara día para llevarle el poema latino, y mañana tendré el honor de poner de nuevo los pies en el palacio de mi ilustre paisano.

      – Pues yo iré con Vd. Sr. D. Celestino – dije con mucha determinación. – Iremos juntos y Vd. le pedirá un destino para mí.

      – ¡Estás loco! – exclamó el sacerdote con asombro. – No me creo capaz de semejante irreverencia.

      – Pues se lo pediré yo – dije más resuelto cada vez a entrar en la administración.

      – Modera esos arrebatos, joven sin experiencia. ¿Cómo quieres que te presente sin más ni más al príncipe de la Paz? ¿Qué puedo decir de ti, cuáles son tus méritos? ¿Conoces acaso por el forro los versos latinos? ¿Has saludado siquiera el Divitias alius fulvo sibi congerat auro, el Passer, delitiæ meæ puellæ, o el Cynthia prima suis me cepis ocellis? ¿Estás loco, piensas que los destinos están ahí para los mocosos a quienes se les antoja pedirlos?

      – Vd. le dice que soy un joven pariente suyo, y yo me encargo de lo demás.

      – ¿Pariente mío? Eso sería una mentira, y yo no miento.

      Así disputamos un buen rato, y al fin, entre ruegos y razones logré convencer al padre Celestino para que me llevara a presencia del serenísimo señor Godoy. Mi tenaz proyecto se explica por el estado de desesperación en que me puso la visita de los Requejos, y su propósito de cargar con la pobre Inés. La viva antipatía que ambos hermanos me inspiraron desde que tuve la desdicha de poner los ojos sobre ellos, engendró en mi espíritu terribles presentimientos. Se me representaba la pobre huérfana en dolorosa esclavitud bajo aquel par de trasgos, condenada a perecer de tristeza si Dios no me deparaba medios para sacarla de allí. ¿Cómo podía yo conseguirlo, siendo como era, más pobre que las ratas? Pensando en esto, vino a mi mente una idea salvadora, la que desde aquellos tiempos principiaba a ser norte de la mitad, de la mayor parte de los españoles, es decir, de todos aquellos que no eran mayorazgos ni se sentían inclinados al claustro; la idea de adquirir una plaza en la administración. ¡Ay!, aunque había entonces menos destinos, no eran escasos los pretendientes.

      España había gastado en la guerra con Inglaterra, la espantosa suma de siete mil millones de reales. Quien esto derrochó en una calaverada, ¿no podía darme a mí cinco mil para que me casara? Por supuesto, el pretender casarse entonces a los diez y siete años, era una calaverada peor que la de gastar siete mil millones en una guerra. Aquella idea echó raíces en mi cerebro con mucha presteza. A la media hora de mi conferencia con D. Celestino, ya se me figuraba estar desempeñando ante la mesa forrada de bayeta verde, las funciones que el Estado tuviera a bien encomendarme para su prosperidad y salvación. Atrevido era el proyecto de pedir yo mismo al poderoso ministro lo que me hacía falta: pero la gravedad de las circunstancias, y el loco deseo de adquirir una posición que me permitiera disputar la posesión de Inés a la temerosa pareja de los Requejos, disminuía los obstáculos ante mis ojos, dándome aliento para las empresas más difíciles.

      La huérfana no disimuló al hablar conmigo la repugnancia que le inspiraban sus tíos: tal vez hubiera yo logrado impedir el secuestro; pero D. Celestino repitió que era para él caso de conciencia, y con esto Inés no se atrevió a formular sus quejas, ¡tan grande era entonces la subordinación a la autoridad de los mayores! La escrupulosidad del buen sacerdote no impidió, sin embargo, que yo hablara mil pestes de los dos hermanos, criticando sus fachas y vestidos, y comentando a mi manera aquello de los siete pavos y capones, con la añadidura de las perdices por barba en la hora de la cena. También me reí con implacable saña de los tratamientos que se daban hermano y hermana, pues, según el lector observaría, se llamaban simplemente éste y ésta. D. Celestino me dijo al oírme, que tratase con más miramientos a dos personas respetables que habían sabido labrar pingüe

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