Episodios Nacionales: El 19 de marzo y el 2 de mayo. Benito Pérez Galdós

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Episodios Nacionales: El 19 de marzo y el 2 de mayo - Benito Pérez Galdós

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en gracia de Dios. Marquesitos y condesitos conozco yo que no suspirarán poco debajo de nuestras balcones cuando sepan que guardamos en casa tal primor.

      – Pelambrones, hija, pelambrones sin un cuarto – añadió Requejo. – Cuando la niña haya de tomar estado, ya le buscaremos un joven de una de las principales familias de España, que sea digno de llevarse esta joya.

      – Eso por de contado. Casas hay muy ricas, donde no es todo apariencia, y mayorazgos conozco que en cuanto la vean y sepan la riqueza que ha de heredar de sus tíos, beberán los vientos por conseguir su mano. A fe mía que nuestra casa no es ningún guiñapo, y cuando pongamos en la sala las cortinas de sarga verde con ramos amarillos, y aquellos pájaros color de pensamiento que parecen vivos, no estará de mal ver para recibir en ella a todos los señores del Consejo Real. Pues poco tono se va a dar la niñita en su gran casa.

      D. Celestino viendo que su sobrina no contestaba nada a tan patéticas demostraciones de afecto, creyó conveniente hablar así:

      – Ella les agradece a Vds. con toda el alma los beneficios que va a recibir.

      – Ya estoy contento, Sr. D. Celestino – dijo Requejo. – Una cosa me faltaba y ya la tengo. Inés será mi heredera, Inés se casará con una persona que la merezca, y que traiga también buenas peluconas: ella será feliz y nosotros también.

      – No hables mucho de eso, porque lloro – dijo doña Restituta. – ¡Qué gusto es tener quien la acompañe a una en la soledad, y quien comparta las comodidades que Dios y nuestro trabajo nos han proporcionado! ¡Ay!, Inesita: eres tan linda, que me recuerdas mi mocedad cuando iba a jugar a la huerta del convento de las madres Recoletas de Sahagún, donde me crié. Me parece que si ahora te separaran de mí, no tendría fuerzas para vivir.

      Diciendo esto abrazó a Inés, y pareciome que el forro de su cara, es decir, la piel se teñía de un leve rosicler.

      – Como Inés está impaciente por irse con nosotros – dijo Requejo, – esta misma tarde nos la llevaremos.

      – ¡Cómo!, ¡esta tarde!, ¡yo! – exclamó ella vivamente.

      – Hija mía – dijo Restituta, – no conviene disimular el cariño que nos tienes. Somos tus tíos, y de veras te digo que no debes agradecernos lo que hacemos por ti, pues obligación nuestra es.

      – Tal vez ponga reparos a ir con Vds. así… tan pronto dijo con timidez D. Celestino, – pero no dudo que comprenda pronto las ventajas de su nueva posición, y se decida…

      – ¡Que no quiere venir! – exclamó Requejo con asombro. – Con que nuestra sobrina no nos quiere… ¡Jesús! ¡Mayor desgracia!

      – Sí… les quiere a Vds. – añadió el cura tratando de conciliar la repugnancia que notaba en el semblante de Inés con el deseo de los Requejos.

      – Hermano, no sabes lo que te dices – afirmó Restituta. – Nuestra sobrina es un dechado de modestia, de ingenuidad y de sencillez. Quieres que se ponga ahora a hacer aspavientos en medio de la sala, saltando y brincando de gusto porque nos la llevamos. Eso no estaría bien. Por el contrario – prosiguió la hermana de D. Mauro- se está muy calladita, y como muchacha honesta y bien criada… ¡ya se ve!, como hija de aquella santa mujer… disimula su alborozo y se está así mano sobre mano, bendiciendo mentalmente a Dios por la suerte que le depara.

      – Entonces, Sr. D. Celestino – dijo Requejo, – nosotros nos vamos ahora a ver esas tierras de Ontígola que están ahí hacia la parte de Titulcia, y por la tarde cuando volvamos, Inés estará preparada para venirse con nosotros a Madrid.

      – No tengo inconveniente, si ella está conforme – repuso el clérigo, mirando a su sobrina.

      Mas no dieron tiempo a que esta expresara su opinión sobre aquel viaje, porque los Requejos se levantaron para marcharse, diciendo que un coche de dos mulas les esperaba en el paradero del Rincón. Abrazaron por turno dos o tres veces a su sobrina, hicieron ridículas cortesías a D. Celestino, y sin dignarse mirarme, lo cual me honró mucho, salieron, dejando al clérigo muy complacido, a Inés absorta, y a mí furioso.

      V

      Al punto se trató de resolver en consejo de familia lo que debía hacerse; pero deseando yo conferenciar con el buen cura para decirle lo que Inés no debía oír, rogué a esta que nos dejase solos y hablamos así:

      – ¿Será Vd. capaz, Sr. D. Celestino, de consentir que Inés vaya a vivir con ese ganso de D. Mauro, y la lechuza de su hermana?

      – Hijo – me contestó, – Requejo es muy rico, Requejo puede dar a Inesilla las comodidades que yo no tengo, Requejo puede hacerla su heredera cuando estire la zanca.

      – ¿Y Vd. lo cree? Parece mentira que tenga Vd. más de sesenta años. Pues yo digo y repito que ese endiablado D. Mauro me parece un farsante hipocritón. Yo en lugar de Vd., les mandaría a paseo.

      – Yo soy pobre, hijo mío; ellos son ricos, Inés se irá con ellos. En caso de que la traten mal la recogeremos otra vez.

      – No la tratarán mal, no – dije muy sofocado. – Lo que yo temo es otra cosa, y eso no lo he de consentir.

      – A ver, muchacho.

      – Usted sabe como yo lo que hay sobre el particular; Vd. sabe que Inés no es hija de doña Juana; Vd. sabe que Inés nació del vientre de una gran señora de la corte, cuyo nombre no conocemos, Vd. sabe todo esto, y ¿cómo sabiéndolo no comprende la intención de los Requejos?

      – ¿Qué intención?

      – Los Requejos despreciaron siempre a doña Juana; los Requejos no le dieron nunca ni tanto así; los Requejos ni siquiera la visitaron en su enfermedad, y ahora, Sr. D. Celestino de mi alma, los Requejos lloran recordando a la difunta, los Requejos echan la baba mirando a su sobrinita, y no puede ser otra cosa sino que los Requejos han descubierto quiénes son los padres de Inés, los Requejos han comprendido que la muchacha es un tesoro, y ¡ay!, no me queda duda de que el Requejo mayor, ese poste vestido trae entre ceja y ceja el proyecto de casarse con Inés, obligándola a ello en cuanto la pille en su casa.

      – Sosiégate, muchacho, y óyeme. Puede muy bien suceder que la intención de los Requejos sea la que dices, y puede muy bien que sea la que ellos han manifestado. Como yo me inclino siempre a creer lo bueno, no dudo de la sinceridad de D. Mauro, hasta que los hechos me prueben lo contrario. ¿Qué sabes tú si de la mañana a la noche verás a Inés hecha una damisela, con carroza y pajes, llena de diamantes como avellanas, y viviendo en uno de esos caserones que hay en Madrid más grandes que conventos?

      – ¡Bah, bah! Eso es como cuando yo quería ser príncipe, generalísimo y secretario del despacho. A los diez y seis años se pueden decir tales cosas; pero no a los sesenta.

      – Viviendo conmigo, Inés ha de estar condenada a perpetua estrechez. ¿No vale más que se la lleven los parientes de su madre, que parecen personas muy caritativas? En todo caso, Gabriel, si la muchacha no estuviera contenta allí, tiempo tenemos de recogerla, porque a mí, como tío carnal, me corresponde la tutela.

      – ¿Y por qué la deja Vd. marchar?

      – Porque los Requejos son ricos… ¿lo comprenderás al fin?… porque Inés en casa de esa gente puede estar como una princesa, y casarse al fin con un comerciante muy rico de la calle de Postas o Platerías.

      – Alto allá, señor mío – exclamé muy amostazado,

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