Episodios Nacionales: Un faccioso más y algunos frailes menos. Benito Pérez Galdós

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Episodios Nacionales: Un faccioso más y algunos frailes menos - Benito Pérez Galdós

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iba a salir la conversión de esta, o sea su entrada en las buenas vías católicas. Otros declaraban haber notado en ella resabios de mojigatería; pero sea lo que quiera, lo cierto es que las intenciones del padre Gracián eran altamente provechosas, porque (digámoslo de una vez) se había propuesto reconciliar a la señora con su marido.

      Que Pipaón visitaba casi diariamente a su antigua amiga y paisana no hay para qué decirlo. Por añadidura, el excelentísimo D. Juan Bragas había simpatizado mucho con el jesuita Gracián. Ambos platicaban con seriedad pasmosa de los negocios de Estado y de la Iglesia, deplorando mucho la tibieza de creencias que tanto dañaba a la sociedad española en aquellos tiempos y concluían deseando que viniesen otros mejores en que marchasen las naciones por el camino de la piedad, dulcemente pastoreadas por los ministros del altar. Como Gracián se interesaba tanto por sus amigos y quería llevar todos los beneficios posibles al seno de las familias cristianas, tomó muy a pecho la realización del casamiento de Bragas con Micaelita, proyecto de que ya hay noticias en el libro anterior.

      Acompañando a Pipaón iba Salvador algunas veces a casa de Genara; solían comer juntos los tres, y cuando se encontraban Monsalud y Gracián también hablaban largamente del Estado y de la Iglesia. Un día, después de hablar con él, el jesuita pidió informes a la señora de la casa sobre aquel desconocido amigo, quizás para ver si le podía reconciliar con alguien, porque el afán del buen discípulo de San Ignacio era la reconciliación. Genara respondió:

      – Si quiere usted ganar la palma del buen pacificador, hágale usted amigo de mi marido.

      – ¿No se quieren bien?-preguntó Gracián con astucia.

      – Nada bien… Es enemistad que data desde la guerra con los franceses. Ambos son tercos, soberbios, y quizás en su juventud aconteciera alguna cosa de esas que siempre son motivo de rivalidad entre los hombres…

      – Alguna mujer…

      – Puede ser, puede ser que eso haya sido – dijo ella con serenidad que tiraba a indiferencia.

      Algo más dijeron sobre esto; pero no nos importa todavía, y siendo más urgente seguir los pasos de la persona a quien aludían la dama y el sacerdote, vamos tras él sin pérdida de tiempo. Algunos días le vimos entrar en la casa de D. Felicísimo Carnicero, con quien aún tenía algunas cuentas pendientes. El agente le recibía como se recibe a todo aquel con quien se ha hecho un negocio muy lucrativo, y haciéndole sentar a su lado dábale palmaditas en el hombro y hasta se aventuraba a contarle cualquier sabrosa cosilla de la conspiración carlista.

      Una mañana, al entrar en casa de Carnicero, encontró en la escalera a un coronel de ejército amigo suyo. Era D. Tomás Zumalacárregui. Iba acompañado del conde de Negri, y esto le hizo comprender que el valiente vizcaíno, resistente hasta entonces a los halagos de la gente mojigata, se había dejado seducir al fin. Se saludaron y siguió adelante. Abriole la puerta Tablas. Al entrar pisó al gato, que escapó mayando, y luego, a causa de la oscuridad de los destartalados pasillos, tropezó con Doña María del Sagrario, que al choque dejó caer de las manos un enormísimo plato de puches. Puso el grito en el cielo la señora, y al ruido alarmose tanto D. Felicísimo, que se aventuró a salir de su nicho preguntando si había entrado en la casa un tropel de cristinos. Salvador se deshacía en excusas, y al acercarse a la pared, manchósele la negra ropa de tal modo que parecía un molinero. Al sacudirse, no sin comentar con algunas frases aquel rudimentario blanqueo de las paredes, hubo de tropezar con una de las vigas que sostenían la casa y pareció que toda la frágil fábrica se estremecía y que del techo caían pedazos de yeso, como si por entre las maderas superiores corriesen a paso de carga belicosos ejércitos de ratones. Por fin llegó a dar la mano a Carnicero y entraron juntos en el despacho.

      – Parece que entra un temporal en mi casa – dijo el anciano colocándose en su nicho. – ¿Y qué tal? ¿Ha encontrado usted en la escalera a Zumalacárregui y al señor conde? Buen militar y buen diplomático, jí, jí…

      – Zumalacárregui es una buena adquisición – respondió Salvador. – Tiene valor y talento.

      – Pues hay otras adquisiciones mucho mejores todavía – dijo Carnicero frotándose las manos. – ¿Con que ese desdichado Gobierno del Sr. Zea ha emprendido el desarme de los voluntarios realistas?… Sí, el fantasmón de Castroterreño en León y el mentecato de Llauder en Cataluña ponen despachos al Gobierno diciendo que han quitado las armas a los voluntarios realistas. ¿Usted lo cree? ¿Usted cree que se pueden quitar los rayos al sol? Jí, jí. ¡Y creerá el bobillo que ha puesto una pica en Flandes!… Yo llamo el bobillo a ese señor Zea, que es una especie de ministro embalsamado, como el Rey ha venido a ser un Rey de papelón.

      – El Gobierno se cree fuerte, Sr. Carnicero, y parece decidido a echar una losa sobre el partido de D. Carlos. Mucho cuidado, amigo, que ahora parece que tiran a dar.

      – ¡Oh! por mí no temo nada – manifestó D. Felicísimo con énfasis, echándose atrás. – Pero vamos a lo que urge. Ya sé a lo que viene usted hoy.

      – A lo mismo que vine ayer.

      – Y anteayer y el martes y el sábado pasado. Hoy no ha venido usted en balde. Al fin, al fin…

      – ¿Llegó?

      – Sí, sí, el Sr. D. Carlos Navarro, nuestro valiente amigo, llegó anteanoche de su excursión por el reino de Navarra y por Álava y Vizcaya. Es un guapo sujeto. Dice que en todo aquel religioso país hasta las piedras tienen corazón para palpitar por D. Carlos, hasta las calabazas echarán manos para coger fusiles. Las campanas allí, cuando tocan a misa dicen «no más masones» y el día en que haya guerra los hombres de aquella tierra serán capaces de conquistar a la Europa mientras las mujeres conquistan al resto de España… Bueno, muy bueno… ¿Con que usted desea ver a ese señor? Le prevengo a usted que está oculto.

      – No importa: sólo pienso hablarle de asuntos de familia. En el último verano estuvo en la Granja pero no le pude ver, porque siempre se negó a recibirme. Ahora me será más fácil, porque le escribirá usted dos palabras.

      – Lo haré con mucho gusto; pero prevengo a usted también que el Sr. D. Carlos está enfermo del hígado. Ya se ve ¡ha trabajado tanto! Es un incansable campeón de las buenas doctrinas. Anoche se quejaba de atroces dolores, y, cosa rara en hombre tan religioso, jí, jí, más invocaba a los demonios que a la Santísima Virgen. Si quiere usted tener segura la entrevista que desea, se lo diremos al padre Gracián, jesuita, excelente sujeto que viene aquí algunas tardes, y después solemos ir a tomar chocolate a casa de Maroto, adonde va también el Padre Carasa… Pues bien, Gracián es amigo del Sr. D. Carlos, y ya hace tiempo que se ha propuesto reconciliarle con su señora esposa… ¡Oh! es un neblí para las reconciliaciones ese buen padre Gracián.

      – Le conozco. Es un digno sacerdote que tiene las mejores intenciones del mundo, y si no consigue hacer feliz a la humanidad toda es porque Dios no quiere… En conclusión, entiéndanse usted y el Padre Gracián para que yo pueda ver al Sr. Navarro y hablarle de un asunto que no es político y sólo a él y a mí nos interesa. ¿Él vive…?

      – No sé si debo decírselo a usted en este momento, antes de que el mismo Sr. D. Carlos, bellísima persona, jí, jí… antes de que el mismo Sr. D. Carlos Navarro de licencia para que usted le vea. Ya lo arreglaré yo. Vuélvase mañana por esta su casa.

      Luego que Salvador se fue, D. Felicísimo escribió una carta en cuyo sobre, después de trazar tres cruces, puso: A la Señora Doña María de la Paz Porreño, calle de Belén.

      III

      Las pobres señoras casi vivían en la misma estrechez que en 1822, porque las mudanzas políticas y sociales

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