Episodios Nacionales: Un faccioso más y algunos frailes menos. Benito Pérez Galdós

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Episodios Nacionales: Un faccioso más y algunos frailes menos - Benito Pérez Galdós

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– gritó Navarro, y aquella sílaba sonó como un tiro.

      El jesuita se quedó perplejo, mirando a su amigo con espanto. No se atrevía a insistir en su empeño ante la inalterable dureza de aquella roca en forma humana, que exteriormente tenía todas las escabrosidades de la peña y por dentro todos los amargores del mar; pero también él, el jesuita, tenía a falta de aparentes durezas, la constancia y persistente fuerza de la ola. No creyó prudente insistir por el momento, y encalmándose sin esfuerzo, bajó la cabeza, echó un suspiro y murmuró en tono de paz estas suaves palabras:

      – Todo sea por Dios. Hablemos de otra cosa.

      – Hablemos de otra cosa – dijo Navarro con alegría. – Hábleme usted de otra cosa, aunque sea de los cucuruchos.

      – Tenía que decir a usted no sé qué – indicó Gracián algo confuso; mas dándose una palmada en la frente añadió: – ¡Ah! ya me acuerdo… Tengo aquí la apuntación. Un caballero amigo mío, mejor dicho, conocido, desea hablar con usted. Lo conocí en casa de Doña Genara.

      – ¡En su casa! – exclamó Navarro poniéndose más verde, y clavando las uñas en los brazos del sillón.

      – Sí; también D. Felicísimo me habló de él esta mañana… No me acuerdo de su nombre… pero lo apunté y aquí debe de estar.

      Diciendo esto el buen jesuita metía la mano y después el brazo hasta el codo en el infinito bolsillo.

      – No se moleste usted – dijo Navarro tomando la carta de D. Felicísimo que abierta sobre el velador estaba, y mostrándosela a su amigo. – ¿Es este su nombre?

      – El mismo – replicó Gracián.

      Y en el propio instante se abrió la puerta y apareció la cara, mejor dicho, la zalea con ojos del Sr. Zugarramurdi, el cual no dijo más que una sola palabra:

      – Ese…

      Después de mirar un rato muy hoscamente al suelo, Carlos habló así:

      – Que entre… Usted, queridísimo padre, me hará el favor de dejarme solo… Mañana tampoco puedo asistir a la junta, pero me representa el Padre Carasa. Deseo saber inmediatamente lo que se decida. ¿Vendrá usted a decírmelo?

      Después de contestar afirmativamente con su afabilidad no estudiada, el dignísimo Padre Gracián salió para seguir repartiendo sus cucuruchos entre las damas piadosas que sabían apreciar tan interesante objeto devoto.

      IV

      Bien se le conocía a Salvador la emoción que sentía al verse delante del guerrillero, y este, que no esperaba hallar en el semblante de su mortal enemigo otra cosa que desconfianza y altanería, se sorprendió al mirarle cohibido y algo acobardado, mas no sospechó la razón de esta mudanza. Mandole sentar y un buen rato estuvieron los dos mirándose, sin que ninguno se decidiera a hablar el primero. Por fin Carlos rompió el silencio diciendo:

      – No podía desairar a D. Felicísimo… por eso te he recibido, exponiéndome a las consecuencias de este mal rato. Ya sabes que estoy enfermo y el médico dice que no debo incomodarme.

      – Eso depende de ti. Yo vengo con bandera de paz y decidido a no incomodarme. Has hecho bien en recibirme. Hace tiempo que te busco, y ahora que te encuentro te pregunto si crees que no me has perseguido y vejado bastante.

      – ¿Quieres que sea bastante ya? – dijo Garrote con sarcasmo. – Pues sea y déjame en paz. Si no me acuerdo de ti, si te desprecio…

      – ¡Pobre hombre! – exclamó Salvador. – Tu orgullo dice tan mal con tus alardes de piedad religiosa… Yo vengo ahora a ponerte a prueba y a ver si tu alma rencorosa es, como parece, incapaz de todo sentimiento que no sea el de la venganza…

      – ¿Vienes a ponerme a prueba?… Con cien mil rábanos, hombre, que seas benigno – dijo Navarro empezando a enfurecerse. – ¡Y luego me dirá el médico que tenga paciencia, que no me sulfure, que no se me suba a la boca y a los ojos la hiel de mis entrañas!… Oye tú, menguado, por no darte otro nombre, ¿vienes a gozarte en mi desgracia, viéndome enfermo y sin fuerza para castigar un insulto, o vienes a espiarme por encargo de los masones? Si es esta tu intención, no necesitas aguzar el ingenio para descubrir mis acciones. Puedes decir a esos señores que sí, que estoy conspirando ¡rábano! que hago lo que me da la gana, que trabajo como un negro por la causa del Rey legítimo y que yo y mis amigos nos reunimos y nos concertamos, despreciando a este Gobierno estúpido, cuya policía hemos comprado. Al ejército lo seducimos y lo traemos habilidosamente a nuestra causa; al Gobierno le engañamos, y a vosotros los masones de bulla y gallardete os compramos a razón de dos pesetas por barba. Ea, ya lo sabes todo; ya puedes ir con el cuento.

      – Ya sé que conspiras – dijo Monsalud manteniéndose sereno – y no me importa… Otro asunto me trae, asunto que es de mucho interés para entrambos, al menos para mí. Dime, ¿no has pensado alguna vez, principalmente en estos días de dolencias, aislamiento y tristeza, en la esterilidad de los infinitos medios que has empleado para exterminarme? ¿No te han venido a la mente consideraciones sobre esto, no te has sorprendido a ti mismo, en ciertos momentos, meditando, sin saber cómo ni por qué, sobre el hecho de que todos tus actos de venganza han sido inútiles, y que Dios me ha preservado casi milagrosamente de tus crueldades?

      Mientras esto decía Salvador, le miraba Navarro con cierto asombro que no carecía de estupidez, y era que, en efecto, había meditado no pocas veces sobre aquel problema. Sin embargo, por no declarar que su sombrío interior había sido descubierto, dijo bruscamente:

      – Pues jamás he pensado en tal cosa. ¿A qué vienen esas sandeces?

      – Estas sandeces – dijo Salvador creciéndose más – son para demostrarte que Dios, a quien tú, llevado de una piedad absurda, crees cómplice de tus violencias y de tus sañudas venganzas, es quien te ha burlado y me ha protegido. ¡Qué bien y con cuanta oportunidad ha deshecho tus combinaciones implacables, permitiendo que llegara un día como este, en el cual voy a desarmarte para siempre!

      Navarro seguía mirándole con estupidez.

      – Por muy malo que te suponga – añadió Salvador – no te creo capaz de conservar tus rencores después de saber que tú y yo somos hijos de un mismo padre.

      El guerrillero saltó en su asiento, como quien oye un insulto. Su cara se congestionó a borbotones echó de su boca estas palabras:

      – ¡Es mentira, es mentira!

      – ¿Mentira, eh? ¿con que es mentira? Tengo de ello un testimonio para mí sagrado, escrito por la mano de la persona más querida para mí en el mundo, y ratificado en su lecho de muerte. Tú puedes creerlo o no, según se te antoje: a tu conciencia lo dejo. Cumplo con mi deber diciéndotelo. La mitad de este secreto te corresponde a ti, mal que te pese. Yo no puedo quedarme con él todo entero.

      Inquieto en su asiento, Navarro vaciló entre la ira y la curiosidad.

      – Esas cosas – dijo – no se pueden creer sin algo que lo pruebe… ¿A ver, qué es eso? ¿Qué significa ese paquete atado con cintas encarnadas?

      Salvador había sacado un paquete y escogía en él los papeles que quería mostrar a Carlos.

      – Esta es la carta que mi madre me escribió poco antes de morir – dijo poniéndola en manos de Navarro. – Es la confesión de una falta redimida por una existencia de penas y oscuridad;

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