Episodios Nacionales: Un faccioso más y algunos frailes menos. Benito Pérez Galdós
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– También a mí. Encontré algunas personas y me reconocieron; pero me miraban con mucho recelo, como si fuera a quitarles algo.
– Me pasó lo mismo. Entonces conocí cuán triste es no tener a nadie en el mundo a quien confiar una pena del corazón, una alegría, una esperanza.
– Yo también. Y entonces me sentí viejo, muy viejo.
– Lo mismo yo. Y dije: «si yo tuviera junto a mí a un ser cualquiera, aunque fuese un niño, no saldría a los campos en busca de aventuras, ni me afanaría tanto porque reinase Juan o Pedro».
– Igual he pensado yo… Si algo me consolaba en aquella soledad lúgubre era el recordar cosas de la niñez. ¡Y las veía tan claras cuando pasaba por los sitios donde solíamos jugar, por el sitio donde estuvo la escuela, por el atrio de la iglesia y el puente, y casa del tío Roque el herrero…!
– Pues yo me pasaba las horas muertas reproduciendo en mi memoria aquellos días… ¡Cuántas veces me acordó de la pobre Doña Fermina tu madre! ¡Era tan buena!… ¿No se ponía a hacer media sentada junto a una puerta que hay a mano derecha como entramos en el patio?
– Sí, sí.
– Y me parece ver al Padre Respaldiza, contando chascarrillos, y a aquella Doña Perpetua que vivió más de cien años. Yo recuerdo que tu madre me agasajaba mucho cuando yo, jugando contigo y con otros chicuelos, me metía en el patio de tu casa. Me abrazaba, me besaba y me ponía sobre sus rodillas; pero yo me desasía de sus brazos para correr y subirme a un montón de vigas… ¿No había un montón de vigas en el patio?
– Sí, sí.
– ¿Y no tenía tu madre muchas gallinas?
– Sí.
– Un día reñimos por un pollo y nos dimos de bofetadas tú y yo. Otro día nos hicimos sangre a fuerza de darnos porrazos y quedamos como dos Ecce-homos… Después…
Navarro dio un gran suspiro diciendo luego:
– Parecía que estábamos destinados a una rivalidad espantosa por toda la vida… Un día, cuando ya éramos grandecitos, volvíamos de componer un aro de hierro en casa del tío Roque, y encontramos a Genara que salía de la escuela…
Aquí concluyeron los recuerdos. Como una luz que se apaga al soplo del viento, Navarro cerró la boca, apretó los labios fuertemente cual si quisiera hacer de los dos un labio solo, frunció las cejas haciendo de ellas como un nudo encargado de contener y apretar toda la piel de la frente, y descargó al fin la mano con tanta fuerza sobre el brazo del sillón, que a punto estuvo este buen inválido de saltar en astillas.
– Parece imposible – dijo después – que basten algunos años para que los ángeles se conviertan en demonios, y los hombres en fieras… Tú, oye… – añadió con altanería, – no hagas caso de mis habladurías… dígolo por si se me ha escapado alguna frase que indique disposición a perdonar, blandurillas de corazón u otra cosa semejante, indigna de mi carácter entero y de mi honor. Ella será siempre para mí el tormento y la mala tentación de mi vida, y tú… un hombre a quien no veo ni podré ver nunca sin violentísima antipatía. Haz aprecio de mi rara franqueza, ya que no puedas apreciar en mí otra cosa… ¿Quieres que te lo diga más claro? Pues lo mismo me quemas la sangre ahora que antes. Desconfío de tus palabras, desconfío de tus acciones, desconfío de nuestro parentesco, que bien puede ser tramoya inventada por ti, desconfío de tus arrepentimientos, y como ha de serte más difícil ganar mi voluntad que ganar el cielo, será bien que me dejes en paz y que no vengas acá con hermanazgos ni embajadas sentimentales, porque otra vez no tendré la santísima paciencia que ahora he tenido: ya me conoces, ya sabes mi genial. Esta enfermedad del demonio me ha echado cadenas y grillos; pero yo sanaré, con mil rábanos, sanará, y te juro que no habrá quien me sufra. ¿Has oído bien? no habrá quien me aguante… Las bromas que yo gasto pasan por barbaridades en el mundo… No me busques, pues, y yo te prometo que no te buscaré. Es todo lo que puedo hacer.
Diciendo esto le señaló la puerta. Era ya casi de noche, y en la sacristanesca pieza oscura cada uno de los personajes veía a su interlocutor como si fuera su propia sombra. Levantose Salvador de su asiento y despidiose del guerrillero con esta lacónica frase:
– Adiós. No te buscaré. Si llegas alguna vez a mi puerta, según como llames a ella te responderé.
V
Salió, y cuando iba en busca de la puerta por el pasillo, que oscurísimo como la caverna de Montesinos estaba, tropezó con un bulto, el cual, por el agudo chillido que siguió al choque, demostró ser mujer y mujer muy sensible.
– Brutísimo, salvaje… ¿no tiene usted ojos en la cara? – gritó la voz. – ¿Qué modos son esos?
– Señora – dijo Salvador quitándose el sombrero, mas sin ver gota, – dispénseme usted. Ojos tengo, pero de nada me sirven, pues no hay luz en el pasillo. Buscaba la puerta…
– ¿Y soy yo acaso la puerta, señor majadero?… ¡Qué consideraciones gastan con las señoras los hombres de esta casa!…
Hablando así la dama abrió la puerta y con la claridad indecisa que de la escalera venía pudo Salvador verla y advertir que parecía dispuesta a salir también. Llevaba mantilla negra y una dulleta en cuyo adorno habían entrado pieles de diversos animales domésticos, hábilmente combinadas con galones que siglos antes lucieron en la túnica de algún santo o en el valiente pecho de algún oficial de guardias walonas. Salvador, que había visto algunas veces a la dama, la conoció. Acostumbraba a mirar con respeto aquella decadencia más lastimosa que risible.
– Vuelvo a pedir a usted mil perdones – le dijo, – por mi torpeza… Veo que también sale usted, señora, y si me lo permite tendrá mucho gusto en acompañarla.
– Gracias, muchas gracias – replicó la momia dando en dirección a la escalera algunos pasos en los cuales se advertía marcado prurito de agilidad. – Yo también necesito excusarme por haber dicho a usted algunas palabras inconvenientes, confundiéndole con ese hombre basto, ese Zugarramurdi, que es un mueble con andadura.
Salvador le ofreció el brazo que ella no tuvo inconveniente en aceptar. Bajando la momia, arrojó de sí esta pregunta, metida dentro de un suspiro:
– ¿Es usted amigo del Sr. D. Carlos?
– Sí, señora.
– Si no me engaño, es la primera vez que viene usted a casa. ¡Ah! esto parece la casa de Tócame Roque, según la gente que entra y sale. Y no es toda gente de principios, ni se nos guardan los miramientos que nos corresponden. No extrañe usted que me admire de su urbanidad, pues vivimos en una época en la cual se puede decir que no hay caballeros… ¿Por ventura es usted el que estaban esperando?
– Sí, señora, me esperaban… – indicó Salvador por decir algo.
– El que esperaban de Cataluña, para empezar la danza… ¡Pero ha visto usted, caballero, qué estupidez! pretender que esta nación heroica sea gobernada por una reina en mantillas.
– Una necedad, sí señora.
– Porque usted será indudablemente de los primeros espadas en esta sacratísima guerra que se prepara.
– De los primeros no… mas…
– No