Episodios Nacionales: Un faccioso más y algunos frailes menos. Benito Pérez Galdós
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– ¡Qué sed tengo!… Si quisieras echar agua de la alcarraza en aquel vaso que allí está y alcanzármelo…
Monsalud le dio agua, y luego que le vio aplacar su sed, diole otros papeles diciéndole:
– ¿Conoces esa letra?
– Son cartas de mi padre – murmuró Navarro, devorándolas con la vista.
– No es ocasión ahora – dijo Salvador, – de hacer comentarios sobre las promesas hechas en esas cartas y jamás cumplidas. Esas viejas cuentas se habrán arreglado en otra parte.
Callaron ambos, y Navarro, puesta su alma toda en los ojos, leía las pocas páginas de aquel drama oscuro, desenlazado ya por la muerte. Al concluir se quedó mirando al suelo por larguísimo espacio de tiempo, y luego, evitando el fijar los ojos en su hermano, le dijo lo siguiente:
– Bueno, convengo en que esto no tiene duda. Parece evidente que por la Naturaleza… Pero no, la fraternidad no se improvisa. Eres hijo de mi padre; pero no eres ni serás mi hermano.
– Ni lo pretendo, ni me importa tu fraternidad – replicó Salvador devolviéndole su desvío. – No necesito de ti para nada. Sólo he querido que sepas cuán cerca nos puso la Naturaleza, mejor dicho Dios, para que comprendas que el papel de Caín es malo, y hasta desairado.
– Una carta vieja no puede hacer de dos enemigos irreconciliables dos hermanos queridos… Convengo en que no puedo perseguirte más: la memoria de mi buen padre, aquel valiente caballero que murió por la patria, se interpone y te salva…
– Antes me salvaré yo con la ayuda de Dios – dijo Salvador con desprecio. – No he venido a solicitar la indulgencia, que no necesito.
– Pues yo te la doy, ¡cien rábanos! – exclamó el guerrillero sulfurándose. – Mira, dame agua otra vez; tengo mucha sed; tu secreto me sabe a hiel y vinagre.
Bebió, y después, cavilando un poco, dijo como si masticara las palabras:
– Además, antes de hablar de reconciliación es preciso determinar bien quien es el ofendido y quien el ofensor. Te quejas de que te he perseguido y hablas de mis crueldades. Pues yo digo que tú eres el monstruo, tú el criminal, tú el indigno de perdón.
– Acuérdate de aquellos días del año 13, cuando se dio la batalla de Vitoria – dijo Salvador con violencia. – ¡Oh! fuiste tú quien me provocó.
– ¡Fuiste tú!.
– ¡Tú!
– Repito que tú.
La disputa se agriaba. Salvador quiso calmarla con un ademán de conciliación. Navarro respiraba como quien se va a ahogar.
– Mira – dijo con desabrimiento – lo mejor es que te vayas.
– Antes has de oír lo que voy a decirte.
– Pues di.
– Sí, sostengo que fuiste tú quien primero entabló nuestra rivalidad, no por eso desconozco que cometí después faltas graves, que te ofendí…
– ¡Lo confiesa el menguado!…
– Yo no soy como tú; yo no tengo el orgullo de mis crímenes, ni los defiendo, por ser míos, contra la razón y el derecho de los demás.
– ¡Me has ofendido, y de qué modo! – exclamó Carlos que era todo acíbar. – Con cien vidas que tuvieras no pagarías tu delito… ¡y vienes a amansarme ahora con la pamplina de que somos hermanos, hermanos por la casualidad, por el capricho!… Peor, peor mil veces para tu conciencia.
– Si fuéramos a hacer un análisis – manifestó Salvador, – de todo lo que ha pasado entre nosotros desde el año 13, asignando a cada uno la parte de responsabilidad y de culpa que le corresponde, creo que todos quedaríamos muy mal parados. Bien sé que hay culpas completamente irreparables en el mundo, y ofensas que no se pueden perdonar. Así, mal que le pese a nuestro flamante parentesco, no podemos ser nunca amigos. Pero…
– ¿Pero qué?
– Pero debemos extinguir hasta donde sea posible nuestros odios, considerando que hay un tercer culpable a quien corresponde parte muy principal de esta enorme carga de faltas que tú y yo llevamos…
Navarro no le dejó concluir la frase; se levantó y alargando la mano como en ademán de tapar la boca a su hermano, gritó de este modo:
– No la nombres, no la nombres, porque volveremos a las andadas… Has puesto el dedo en la herida de mi corazón, que aún mana sangre y la manará mientras yo viva… ¡Desgraciado de ti, que al ponérteme delante no puedes excitar en mí la clemencia de la fraternidad sin excitar al mismo tiempo el bochorno de la deshonra! ¿Cómo he de acostumbrarme a ver con sentimientos cariñosos a la misma persona a quien he visto siempre con horror?… Déjame en paz. Ya sé que no te puedo matar. Esto basta para ti y para mí. Márchate.
Se quedó tan ronco que sus últimas palabras apenas se entendían… Después de hablar algo más con ronquidos y manotadas, pudo hacerse oír nuevamente.
– Aguarda… La úlcera de mi vida, lo que me ha envenenado el cuerpo y ha trasformado mi carácter haciéndole displicente y salvaje, ha sido mi deshonra. Este puñal, Dios poderoso, ¡cuándo se desclavará de mis entrañas!… ¡Este cartel horrible que en mi frente llevo, cuando caerá!… Soy un menguado, porque no he sabido castigar. ¡He cortado las ramas y he dejado crecer el tronco! Pero el tronco caerá: ese es mi afán, esa es mi locura… Bien sabes que la infame – añadió expresándose con mucha rapidez en voz baja, – lejos de corregirse, progresa horriblemente en el escándalo… Me han dicho que tú también la desprecias… Pues bien, unámonos para castigarla… Merece la muerte… Castiguémosla y después… después seremos hermanos.
– Veo – dijo Salvador horrorizado – que estás tan enfermo de alma como de cuerpo. No me propongas tales monstruosidades. Estás demasiado embebido en los hábitos y en las ideas del guerrillero para pensar razonablemente.
Al furor sucedió el abatimiento en la irritable persona de Carlos, y por largo rato no dio señales de vida. Salvador le dijo:
– Renuncia a toda idea de violencia y asesinato. Pensando en un castigo imposible, te envenenas el alma. Renuncia también a la agitación de la política y no conspires, no seas instrumento de ambiciones de príncipes. Retírate a nuestro pueblo, busca en la paz la reparación que necesitas y cúrate con la medicina del olvido.
– ¡Retirarme al pueblo!… – exclamó Carlos alzando los ojos para mirar de frente a su hermano. – ¿Para qué? ¿para sentir más el horrible vacío de mi alma y la soledad en que vivo? La agitación de estas luchas civiles y el afán de hacer algo por una causa justa, me distraen haciéndome llevadera la vida; pero la soledad del pueblo me abate y entristece de tal modo que si yo pudiera llorar, lloraría sobre los muros de mi casa desierta. Si al menos encontrara allí familia, algún pariente, amigos, antiguos criados… pero no; nadie. Mi casa parece un panteón; y las calles de la Puebla repiten mis pasos como ecos de cementerio. Los recuerdos son allí mi única compañía, y los recuerdos me asesinan.
– Lo mismo me pasa a mí – exclamó Salvador. – Sin familia, solo, privado de todo afecto, parece que estoy condenado, por mis culpas, a vivir