Episodios Nacionales: De Cartago a Sagunto. Benito Pérez Galdós

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Episodios Nacionales: De Cartago a Sagunto - Benito Pérez Galdós

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a doña Práxedes más claras referencias de aquella princesa de alto linaje que iba en el Reservado de Señoras, con acompañamiento de bellas damas y lindísimas doncellas; pero un escrúpulo invencible paralizó mi lengua, y seguí alelado y taciturno.

      Al fin, hostigada por la vieja redicha, pudoLeona desatar el nudo de su timidez, y pronunció algunas frases rebuscaditas para demostrar que no era muda. «Nosotros vamos a Madrid – dijo haciendo con sus rojos labios mohínes muy finústicos, – porque Cartagena es un infierno enpequeña miniatura. Allí la libertad es un viceversadel sosiego, o como quien dice, una ironía que la tiene a una siempre sobresaltada. En Madrid viviremos tranquilos porque allí la libertad no hace daño a nadie. Además, como estamos bien relacionados en la Corte, lo pasaremos al pelo».

      – Su esposo de usted tendrá, y esto lo colijo por su talante, porte y lenguaje distinguido – dijo la vieja, clavando en mí sus miradas como saetas, – tendrá de fijo, repito, una elevada posición.

      – Regular – contestó Leona, mordiendo su abanico para contener la risa. – No diré que sea de las más ensalzadas, ni verbigracia cosa de poco más o menos.En el interín, nos basta y nos sobra para todas las circunstancias de nuestra vida, y como no tenemos sucesión, sucede que marchamos divinamente.

      Aunque me mortificaba que Leona me diputase por esposo permanente y legítimo, no me pareció bien desmentir a mi amiga, y permanecí callado largo rato, mientras ellas departían a su sabor. Leonarda, perdida completamente la cortedad, hablaba a doña Práxedes de lo divertido que era Madrid, donde había tanta aristocracia y tanta democracia. «Entre otros mil atractivos – dijo, – Madrid tiene toros los lunes y domingos, funciones en la mar de coliseos, misas de seis a doce en todas las iglesias, y a cada dos por tres jaleo de revolución en las calles».

      Hasta la estación de Murcia, donde el tren paraba quince minutos, no se atrevió doña Práxedes a bajar al andén para cambiar de coche. Despidiose de nosotros con frase coruscante y ensortijada, deseándonos un viaje dichoso y toda la ventura conyugal que por nuestra juventud y buenas partes merecíamos. La Brava, que en los últimos coloquios había hecho muy buenas migas con aquella gramatical cotorra, tuvo gusto en descender con ella y en llevarle los livianos bultos, según la clásica expresión de la matrona provecta. Era mi costilla per accidens vivaracha y curiosona, amiga de gulusmear y enterarse de todo. Acompañó a la vieja hasta el Reservado de Señoras y, al abrirse la portezuela para dar paso a doña Práxedes, exploró con rápida vista al interior del departamento en que viajaban las misteriosas damas.

      Pronto volvió a mi lado, contándome de este modo lo que había visto: «Pues allí va una señorona con más años que Matusalén, alta y de buenas hechuras. Su cara es blanca, con perfil de estatua: parece mismamente de mármol. Viste de luto y tiene aire de reina que ha perdido el trono. En el fondo del coche hay otras mujeres, y entre ellas una chavala guapísima… como los propios ángeles. La gachí parece una diosa de las que he visto pintadas en un libro que tiene don Florestán… No pude fijarme más porque ellas me miraban como choteándosede mí. Me dio vergüenza y me retiré en buen orden a mis posiciones, como dice el ayudante de Contreras».

      Al partir el tren llenose nuestro coche de viajeros de Murcia, que alborotaban hablando a gritos de las cosas del Cantón. Unos ponderaban a Gálvez con extremadas hipérboles, asegurando que si le dejaran sería pronto el dominador de toda España; otros, con desmayado pesimismo, sostenían que el Cantón estaba perdido y que López Domínguez daría buena cuenta de aquella gentecilla, entre Año Nuevo y Reyes. Yo me desentendí de esta conversación, y reclinado en un ángulo del coche, mi mano en la mano de Leonarda, permanecí largo rato soñoliento y meditabundo, pensando en lo que mi amiga me contara de las damas que ocupaban el Reservado de Señoras. ¿IbaMariclío en aquel departamento? ¿Era Floriana la divina hermosura que Leona comparó con las diosas?

      En estas ideas y en dudas tan crueles fluctuaba mi espíritu, que ya se asía fuertemente a la realidad rechazando toda relación con el mundo de las quimeras, ya se lanzaba disparado a embelesarse con las hermosas visiones Paganas y Mitológicas. Por momentos, el deseo y la curiosidad me aguijoneaban para correr hacia el coche donde iban las misteriosas viajeras; por momentos, el miedo a la desilusión y la idea de ser mal recibido me retenían, sujetándome a la única diosa de que yo podía disponer, Leona la Brava, divinidad terrestre, pedestre y de vuelo harto rastrero y prosaico.

      En la estación de Hellín saqué un momento la cabeza por la ventanilla, y vi pasar a un hombre de soberbia talla y formas escultóricas. ¿Era el arrogante forjador de voluntades, padre presunto de las mil hijas de Floriana que, después de echar toda el agua fría del mundo sobre mi pasión por la Maestra educadora de pueblos, me arrojó desde lo alto de un talud, cual si yo fuera un muñeco inservible o un despreciable animalejo? Cuando advertí que el divino Titán, vestido con azul ropa de maquinista, se acercaba al Reservado de Señoras y subiendo al estribo departía con las incógnitas viajeras, llegué al colmo del espanto. Tembloroso me arrebujé en la manta y cerré los ojos para reconcentrarme de nuevo en mí mismo. «¿Qué te pasa?» – me preguntóLeona. Y yo respondí: «Me pasa… me pasa que he visto cómo resucita el Paganismo que creíamos muerto para siempre. Me pasa que he visto una figura…».

      – ¿Pero a quién, a quién has visto? ¿Quién ha resucitado? – exclamó Leonarda con súbito terror, palideciendo. – ¿Es mi marido que ha vuelto ya de la isla desierta?

      – No, hija, no. Tu marido… se lo comieron los peces y lo han digerido ya. La figura que he visto no es la de Cándido Palomo. Es la del forjador atlético hijo de los Dioses, padre de las mil maestras… renovador del Paganismo…

      – ¡Bah, bah!; ésas son coplas. ¿Ya estás otra vez con la tecla de los paganistas? Pues ya sabes que el mejor paganismo es no pagar a nadie y cobrar todo lo que se pueda.

      VII

      En Chinchilla, donde bajamos a confortar nuestros estómagos con el agua de castañas almidonada que llaman café con leche los fondistas de las estaciones, me puso la mano en el hombro un señor a quien al pronto no conocí.

      Era David Montero, totalmente transfigurado de ropa y rostro. Tenía la facha de un clérigo vestido de seglar. Se había quitado barba y bigote, y disimulaba con ligero tinte las canas de las sienes y de la nuca, bajo un gorro de terciopelo negro como el que usan los párrocos de aldea. «Hablemos quedito – me dijo sentándose junto a mí, – y no pronuncie usted mi nombre. Ya ve que voy disfrazado. Me escapé hace días, y en casa de un amigo de Balsicas me vestí de máscara para marcharme a Madrid… Leona me mira sonriendo. Sin duda me ha conocido. Adviértale que no venga ahora con aspavientos y que no me llame por mi nombre… Ya hablaremos, ya hablaremos. Dígame en qué departamento van, y si es de segunda como el mío pasaré un rato con ustedes».

      Alegrándome mucho de ver a David, le indiqué que íbamos en el último coche. Antes de partir el tren ya estábamos reunidos los tres y entablábamos una grata conversación sin recelo de ser oídos, pues al pasar de Chinchilla sólo quedaron en nuestro departamento dos viajeros, que arrebujados en sus mantas dormían como lirones. «El Cantón está perdido, señor don Tito – me dijo Montero con voz apagada. – Lo estuvo desde 1.º de Diciembre. Ya sabrá usted la prisión de Carreras, Pozas y demás individuos del Ejército».

      – Lo sé, lo sé – respondí. – Estoy bien enterado de todo. Desde que López Domínguez tomó el mando de las fuerzas Centralistas, los militares de la plaza se hacen cucamonas con los de fuera.

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