Episodios Nacionales: De Cartago a Sagunto. Benito Pérez Galdós

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Episodios Nacionales: De Cartago a Sagunto - Benito Pérez Galdós

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Era la Numancia. Nuestro timonel inició una virada rápida, mas con tan mala suerte que el formidable espolón de la fragata embistió el costado de estribor de nuestro barco, hizo añicos la rueda y abrió un inmenso boquete en el departamento de calderas y máquinas. Aunque en la Numancia dieron contravapor apenas divisaron al Católico, no se logró evitar el desastre.

      No podréis imaginar la confusión, el espanto de los que estábamos sobre cubierta. El Despertador se hundía rápidamente como un cesto cargado de plomo. Empezó a salir gente por las escotillas. No hubo tiempo de arriar nuestros botes, y si no es por los de la Numancia, que acudieron con presteza, todos habríamos perecido. Ya tenía el Católicola popa bajo el agua cuando yo salté, no sé cómo ni por dónde, a un chinchorro que estuvo a punto de zozobrar por los muchos hombres que en él se metieron. En tan horrible confusión caí al agua y fui recogido por unos marineros que luego vi eran de la Tetuán, pues entre ellos estaba Alberto Colau. A éste debí mi salvación, que todavía creo milagrosa. Mi primer pensamiento fue para recordar las fatídicas predicciones de La Brava y David Montero.

      La escena era espantosa: vi a muchos infelices que nadaban desesperadamente, tratando de agarrarse a los pocos salvavidas que fueron arrojados desde el buque náufrago. Desgarradores gritos aumentaban el horror de la catástrofe. Yo también grité llamando a mi machacante… ¡Cándidoo!… ¡¡Palomo, Palomo!!… Ni éste me respondió ni le vi entre los que luchaban angustiosamente con las negras aguas… Cuando estábamos como a diez o doce brazas del siniestro, noté que del Católico sólo se veían ya los palos, la chimenea y un poco del tambor de babor. Al reconocerme seguro en la cubierta de la Tetuán, tropecé con un contramaestre del Despertador y le pregunté por Palomo. «Dormido estaba como un leño – me dijo. – Quise despertarle; le tiré de una pata; no rechistó. Ajogado estará».

      El primer cuidado de los supervivientes fue calcular el número de víctimas. Unos decían que eran ciento y pico; otros que no pasaban de treinta. Luego quedó fluctuando la cifra entre sesenta y setenta… Consagrado por todos un pensamiento de fúnebre despedida a los que habían perecido y al pobre Despertador, la escuadra cantonal siguió su ruta. Llegamos al Grao de Valencia, donde estuvimos fondeados tres días y medio. No pudiendo obtener de la plaza lo que pedíamos, arramblamos con los barcos mercantesDarro, Victoria, Bilbao y Extremadura, cargados de víveres, tejidos y otros artículos de comercio. Nuestro arribo a Cartagena fue el 22 de Octubre si no me engaña mi flaco sentido en la cuestión de fechas. Salté en tierra con botas prestadas y una gorra de marinero, pues perdí las prendas mías equivalentes en las ansias del naufragio.

      En la plaza de las Monjas encontré a La Brava, que ya tenía noticias del desastrado fin de su caro esposo. Inquieta y medrosica me preguntó por él, y yo le dije sin preparación ni melindres que ya podía tenerse por viuda. No se cuidó la buena moza de disimular su alegría, y me consultó si estaba en el caso de vestirse de luto por el bien parecer. Mi opinión fue que si tenía ropas negras debía ponérselas, siquiera unos cuantos días, a lo que me respondió que algunos trapitos conservaba del luto que llevó por su madre, añadiendo: «Con mi ropa negra y la cara un poco afligida representaré muy a gusto lo que llama Juanito Pacheco la comedia social. En igualdad de circunstancias, igualdad de sentimientos y luto al canto. Ahora lo llevaré como huérfana y como viuda, y tú podrás mirarme bajo el prismaque quieras». Me acompañó hasta mi fonda en la calle del Cañón, y por el camino me habló de este modo: «A pesar de lo que me has dicho, no acabo de creer que ese posma de Cándido haya perecido. Tiene más picardías que un gato soltero, y puede que se haya hecho el náufrago para cuando una esté harta de llevar luto aparecerse en alguna isla desierta de las que llaman Columbretes, o Filipinas de la mar Caribe».

      El 24 de Octubre apareció nuevamente en aguas de Cartagena la escuadra centralista, al mando del Contralmirante Chicarro, reforzada con la fragata Zaragoza, que había venido de Cuba. Los barcos de Chicarro cruzaban sin cesar frente a Escombreras; pero el bloqueo no era de gran eficacia porque de noche, sin luces, entraban embarcaciones menores que mantenían en regular abundancia el abasto de la ciudad.

      En una de mis excursiones a Santa Lucía, visité al desdichado prócer maniáticodon Florestán de Calabria, a quien hallé muy abatido y macilento por efecto del frío que vino con las primeras lluvias de Noviembre. Envuelto en una manta vieja y rota continuaba arrimado a la mesa en la fementida estancia que era su mísero albergue. Cubría sus pies descalzos con una mugrienta toquilla de su casera, y no dejaba de la mano la tarea de contestar con tembloroso pulso la copiosa correspondencia de sus parientes de Madrid. Como en aquellos días de recogimiento había dejado de pintarse la perilla y los pómulos, tuviérasele por envejecido en dos o tres lustros.

      Lástima grande me inspiró el caballero sin ventura, y atento a remediarle volví aquel mismo día con la modesta ofrenda de unas babuchas de orillo, un gorro de pellejo y un chaquetón, deslucido pero en buen uso, que me compró para este fin Alonso Criado, el camarero de la fonda. No necesito decir cuánto agradeció mi pobre amigo aquellas prendas, demostrando su necesidad con las prisas que puso en estrenarlas.

      Al estrecharme las manos con honda emoción se le saltaron las lágrimas, y como advirtiese yo que al llanto siguieron desaforados bostezos, comprendí que su mal no era sólo de frío sino de hambre. Saqué del bolsillo algunas pesetas para ofrecérselas con efusión sincera; pero no quiso tomarlas. Se puso de mil colores, rechazando el socorro. Su delicadeza, su dignidad de hombre linajudo, le permitían quizás admitir un obsequio de la amistad, siempre que éste fuera en especie; dinero jamás admitiría. El oro y la plata ofrecidos a título de caridad causábanle un horror invencible. Luego añadió: «Mi patrona o casera me dará de comer mientras el bloqueo de la plaza impida la llegada del correo que ha de traerme… fondos».

      Pasado un rato me dijo: «Siéntese a mi lado un momento y le pondré al tanto de las graves noticias que tengo de Madrid. Cierto es que Castelar ha restablecido la disciplina, aplicando severos castigos; cierto es también que ha reconstituido en su antiguo ser y estado el Cuerpo de Artillería. Pero con todo esto sepa usted que el Cantón Mantuano será un hecho muy pronto. Nos lo traerá el mismo Castelar. Aquí tengo textos fehacientes… las cartas de mi sobrino Policarpo que está muy bien enterado de todo y es el brazo derecho de don Emilio. ¿A que no adivina usted quiénes ayudarán al Presidente a traernos el Cantón? Pues los generales de más nota, y entre éstos el más decidido es… ¿quién dirá usted?… el General Pavía… Don Manuel Pavía y Alburquerque… Eh, ¿qué tal?… Aquí, aquí están los textos. Véalos».

      V

      Las visitas que en los siguientes días hice a don Florestán de Calabria me proporcionaron agradables ratos de parloteo con La Brava en su propia habitación. Mostraba Leona bastante inquietud ante el cerco que a la ciudad ponían las tropas centralistas mandadas por Ceballos, activando cada día más los trabajos de fortificación y atrincheramiento. «A mi juicio-me dijo Leonarda torciendo la boquita como hacía siempre que pronunciaba palabras escogidas – pronto empezarán nuestros contrarios a zurrarnos de lo lindo, y tanto apretarán el sedio que no podrá entrar ni salir bicho viviente. Si tuviera yo mi economía en todo su pogeo, quiero decir si hubiera ajuntado dinero bastante, mañana mismo saldría de naja para Madrid».

      Respondile que tuviera sosiego porque el sitio no había de ser muy duro. ¿Por qué no aplazar el viaje hasta fin de año? En un momento de afectuosa intimidad me salió de la boca el chispazo de estas palabritas: «No juraré yo, pecador de mí, que no te acompañe para hacer tu presentación en el gran mundo, que solemos llamardemi-monde».

      Movido de no sé qué atracción inexplicable, visité también por aquellos días a David Montero. Este hombre me interesaba enormemente por su natural agudeza, por su vida laboriosa y trágica. Si eran dignos de estima los pensamientos que en el curso de la conversación mostraba, no lo eran menos los que a medias palabras y con velos de reserva dejaba traslucir. Cuando le conocí se me mostró como habilísimo mecánico de instrumentos menudos y sutiles. Después, en su casa, se me reveló como astrónomo con puntas de nigromante.

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