Episodios Nacionales: De Cartago a Sagunto. Benito Pérez Galdós

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Episodios Nacionales: De Cartago a Sagunto - Benito Pérez Galdós

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de Montero, situado como he dicho en los altos de la vieja Catedral, tropecé de manos a boca con una mujer que, si no era la propia Doña Aritmética era el mismo demonio, transfigurado para volverme tarumba. Trémulo y confuso le pregunté: «¿Pero es usted Doña Aritmética?». Y ella me contestó entre asustada y burlona: «No señor; no me llamo Demetria, sino Angustias para servir a Dios y a usted». Repuesto de mi sorpresa pude advertir que había semejanza de facciones entre la servidora de Floriana y la criada de David, sólo que ésta era mucho más madura y peor apañadita.

      Poco después, cuando Montero me daba cuenta de la parte no reservada de sus trabajos, entró a llevarle café otra anciana vestida de negro, en quien de pronto vi pintiparada la imagen deDoña Geografía. También entonces expresé mi curiosidad, y ella repuso: «No me llamo Sofía sino Consolación, y soy de Totana para lo que usted guste mandar».

      – Pues mire, don Tito – dijo a la sazón David, riendo. – En broma llamo a esta buena mujer Doña Geografía, porque sabe de memoria los nombres de todos los pueblos del país murciano.

      No era la primera vez que sufría yo tales equivocaciones. Algunos días sentíame perseguido por fantasmas, reminiscencia de mi antigua navegación por el inmenso piélago suprasensible.

      Sin saber cómo, nuestra conversación recayó en el asunto del cerco de la Plaza, mostrándose David algo pesimista sobre las consecuencias de esta función militar, y no mal informado de los planes del Ejército sitiador. Hizo breve semblanza del General Ceballos, del Brigadier Azcárraga y de los Comandantes Generales de Artillería e Ingenieros Brigadier don Joaquín Vivanco y Coronel don Juan Manuel Ibarreta, revelando conocimiento directo de sus respectivos caracteres. Luego enumeró las fuerzas Centralistas, según su parecer escasas pero bien disciplinadas. Marcó después el contingente de las diversas Armas, con tal precisión y seguridad en las cifras como si lo hubiera contado. Notando mi extrañeza por la posesión que tenía de aquellos datos sin salir de la Plaza, me dijo:

      «Algunas mañanas me voy al castillo de Moros. En lo más alto de sus muros he puesto un anteojo de mucho poder, con el cual veo los trabajos que hacen los sitiadores. Ya sabe usted que la primera batería la tienen emplazada en Las Guillerías. En ella hay cuatro piezas de a diez y seis. El talud interior del espaldón está revestido de cestones, y las cañoneras de sacos terreros. Han emplazado la segunda batería cerca de las casas de don José Solano, artillándola con cinco obuses de a veintiuno. El terraplén interior consta de tres planos diferentes.

      Más allá, junto a la ermita de San Ferreol, hay otra batería con seis cañones de a diez y seis. Los revestimientos están hechos con cestones y fajinas. La batería de la Piqueta, que está al lado de la finca de este nombre, se halla provista decubre-cabezas, y tiene un través en su centro que completa la protección del retorno de la derecha».

      – Ya veo, amigo David – le dije sin ocultar mi asombro, – que es usted una enciclopedia. Yo le admiraba como mecánico y astrónomo, y ahora resulta que es usted maestro también en el Arte de la Castrametación.

      – La tristeza y el aislamiento – replicó él – nos lleva, señor don Tito, a la variedad de los estudios. Hace unos días, hallándome hastiado de trabajar sin fruto, sentí vivas ganas de tomar el tiento a las cosas de Guerra… Vea los libros que tengo aquí. Me los ha prestado el Brigadier Pozas, que, según entiendo, no los ha leído ni por el forro… Si sigo en esta inacción que me entumece el cerebro, el mejor día me encuentra usted entregado al Derecho canónico, o al Ocultismo, que así llaman hoy a la Magia.

      Con la idea de obtener de aquel hombre extraños hilos o hilachas para mi tejido histórico, seguí visitando a Montero. Algunas mañanas no le encontré en su casa. Esperábale, y al fin le veía llegar fatigado y cubierto de polvo. Venía sin duda del campo reseco que a Cartagena circunda. A las veces, no me hablaba de nada concerniente a las fuerzas sitiadoras, sino de chismes y enredijos del interior de la ciudad; por ejemplo: «Parece que hay sospechas de que Carreras, Pernas, Del Real y otros militares, hociquean secretamente con el General Ceballos. Dicen que corre el dinero… Yo no lo creo. Tal infamia no es posible». Otros días se lanzaba desde luego, sin preámbulos, a departir sobre el Arte de la Fortificación.

      «Para proteger las baterías que acaban de emplazar – me dijo una mañana, – y para oponerse a cualquier salida que intentemos los cantonales, están los sitiadores haciendo espaldones sistema Pidoll, modificado con pozos para los sirvientes de las piezas, que creo son de las de a diez. Uno de los espaldones lo construyen entre el ferrocarril y la finca de Bosch, otro en las inmediaciones de la casa de Calvet, y otro junto a Roche Bajo. Parece ser que cuando terminen estas obras empezará el bombardeo, y allá veremos quién puede más».

      Pepe el Empalmao, a quien yo utilizaba mediante cortas dádivas para recadillos y espionajes de diversa índole, aprovechó una tarde en que nos encontramos enteramente solos para decirme con ronco sigilo cavernoso: «Señor don Tito, ese David sale de madrugada, y escondiéndose de la gente va al campo de los judíos Centralistas. Allí se pasa las horas hablando con éste y con el otro, y mayormente con uno que llaman el Azcárrago. Esto se lo digo a usted sólo. Chitón y armas al hombro».

      – Me parece, Peporro – contesté yo, para estimularle a mayores confidencias, – me parece que no es David sólo. También tú y otros como tú… metéis la cuchara en la olla del enemigo.

      – ¡Señor! – exclamó furioso José, golpeándose el pecho con rabia. – Llámeme lo que quiera menos traidor. Por la necesidad le presto a usted y a otras personas servicios de tercería. Pero vender a mi Cantón de mi alma… ¡eso no lo hago por todo el oro del Potosí sumarino!

      Buscando yo nutritivo condimento histórico, encontraba tan sólo aguanosas y desabridas salsas. Por las tardes, en la redacción de El Cantón Murciano, Fructuoso Manrique y Manuel Cárceles me referían los sucesos, abultándolos desaforadamente. Las cosas más vulgares, en boca de aquellos patriotas ingenuos, eran trágicas, épicas y de grandeza universal o cósmica. Un día de Noviembre, no importa la fecha, leí en pruebas un artículo de Roque Barcia, que ofrezco a mis lectores como muestra de la literatura política sentimental que hizo estragos en aquellos tiempos. El insigne don Roque flaqueaba por la entonación lacrimosa de sus escritos, inspirados en los trenos de Isaías, o en los cánticos de David bailando delante del Arca Santa.

      Decía Barcia en su artículo que pronto partiría de Cartagena, por la necesidad de inflamar en todas partes el fuego sagrado del Cantonalismo. Al marchar a otras Regiones, donde estaba a punto de sonar el grito, rogaba a todos que se acordasen de él. Concluía así la salmodia: «Cuando los niños de hoy pregunten a sus madres ¿dónde está aquel hombre que nos dio tantos besos?, que les contesten: ¿vosotros no sabéis la historia de aquel hombre?… Pues era… hijo, era un pirata».

      El 26 de Noviembre (esta fecha es de las que no pueden escaparse de mi memoria), a las siete de la mañana, rompieron el fuego contra la Plaza las baterías Centralistas. Al bombardeo no precedió intimación ni aviso alguno. El primer momento fue de estupor medroso en Cartagena. Pero el vecindario y los defensores de la ciudad no tardaron en rehacerse: hombres, mujeres, niños y ancianos corrían al Parque en busca de proyectiles y sacos de pólvora, que llevaban a los baluartes de la muralla. Yo fui también allá para enterarme de cuanto ocurría, y vi actos hermosos que casi recordaban los de Zaragoza y Gerona.

      Entre la muchedumbre encontré al veterano de Trafalgar, Juan Elcano, que ansiaba reverdecer sus marchitos laureles. Gesticulando con sus manos tembliconas me dijo que si le daban un puesto en la muralla cumpliría como quien era. La persona del heroico viejo trajo a mi mente la imagen de Mariclío, con quien primera vez le vi comiendo aladroque en la puerta de un caserón de Santa Lucía. Al momento le pregunté por la divina Madre, y afligido me contestó: «Ya no está la Señora en Cartagena. Una noche, hallándonos todos sus amigos acoderados a ella, oyéndole contar cosas de los tiempos en que era moza (y para mí que su mocedad la pasó en

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