Episodios Nacionales: Juan Martín el Empecinado. Benito Pérez Galdós

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Episodios Nacionales: Juan Martín el Empecinado - Benito Pérez Galdós

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me quitaron el cuero… un cuero de vino que tenía, quiero decir, y toda la miel… Se llevaron los pendientes de todas las muchachas de la villa, y allí está casi muerta Nicasia Moranchel, a quien arrancaron media oreja con la fuerza del tirón… Cargaron hasta con la lana que había en los telares, y al tío Sotillo, que tenía un sombrero de paja traído de las Indias por su sobrino, le dejaron con la cabeza desnuda. El sombrero, con el palmito que había en el balcón de mi casa desde el domingo de Ramos, se lo dieron a comer a los caballos.

      – Siempre habrá quedado algo para nosotros, señá Romualda – dijo mi compañero; – aunque sea otro sombrerito de paja.

      – Ni un sacramento, señores. Me falta decirles que esta madrugada los franceses salían por un lado y la partida de Orejitas entraba por otro. Hubo algunos tiros… pin, pum… Los franceses mataron algunos paisanos y los de la partida pusieron en aquel árbol el racimo que desde aquí se ve… Orejitas pidió raciones… no había… yo me enfadé con Orejitas… Orejitas me amenazó… yo le di dos palos a Orejitas, que al fin hizo saquear el pueblo, llevándose lo poco que quedaba.

      – Luego quedaba algo. Ahora también quedará… Pero vamos a cuentas. ¿Usted es la autoridad en esta insigne villa?

      – Sí, mi general – contestó ella contrariada porque se pusiese en duda la autenticidad de sus atribuciones concejiles. – Yo soy el alcalde, o mejor dicho, la alcaldesa, porque soy mujer.

      – Ya nos lo figurábamos.

      – Mi señor marido, que es D. Antonio Sacecorbos, ha ido con D. Juan Martín a la conquista de Calatayud. Allí están todos los hombres del pueblo.

      – Pues señora de Sacecorbos, nosotros no arrancaremos las orejas ni la doncellez a las muchachas de este pueblo: pero tomaremos todo lo que caiga bajo la jurisdicción del estómago, sin más dimes ni diretes.

      Señá Romualdita gritó y vociferó; mas nada valieron las amenazas y protestas de la caterva mujeril. El pueblo fue saqueado por tercera vez en un solo día, y aún se encontró algo, aún se encontró una pequeña cochura que la alcaldesa había preparado aquella tarde para la partida de Sardina. Ignoro si cometieron los soldados algún desafuero en cosas comprendidas dentro de jurisdicción distinta de la del estómago. No lo aseguro ni tampoco lo niego, y envolviéndome, como suele decirse, en el manto de mi irresponsabilidad, dejo a la historia y a la señora de Sacecorbos el cuidado de averiguarlo.

      II

      Pocos días después nos unimos a la partida de D. Vicente Sardina, subalterno del Empecinado. He aquí cómo.

      Dormíamos en Val de Rebollo, cuando nuestros centinelas avisaron la aproximación de gente armada. El recelo de que fuesen los franceses se disipó bien pronto, porque las avanzadas de la partida gritaban y cantaban a lo lejos, y la gente del pueblo que, aun antes que nuestros escuchas, había olfateado carne española, salió ruidosamente a su encuentro. Pronto vimos desfilar por la única calle del lugar, sin formación, orden ni concierto, un pequeño ejército compuesto de infantes y jinetes, armados los unos de trabuco, de escopeta los otros, cada cual vestido según su calidad, gusto o hacienda, casi todos con un pañizuelo puesto en la cabeza por único tocado, el ceñidor en la cintura, la manta puesta al hombro y la alpargata en el infatigable pie. Veíanse, sin embargo, en algunas cabezas, sombreros, chacós, cascos de franceses, y algún descolorido y rancio uniforme español en el cuerpo de otros.

      Iban llegando y se acomodaban en las casas, escogiendo cada cual la que mejor le parecía, sin ceremonia ni cumplidos, y fraternizando al punto con la tropa, aunque sin dejar de mostrarnos cierto desdén, como si fuéramos unos desdichados incapaces de intentar la conquista de Calatayud. Los habitantes de Val de Rebollo ofrecían a unos y otros la poca hacienda que les quedaba, y en un instante las llamas de los hogares lamiendo las repletas panzas de ollas y peroles, iluminaron las habitaciones, despidiendo por puertas y ventanas tanta claridad que el lugar, alegrado al mismo tiempo por las voces, gritos y cantorrios, parecía celebrar una fiesta.

      El jefe de la partida D. Vicente Sardina se alojó en la misma casa donde yo estaba. Era un hombre enteramente contrario a la idea que hacía formar de él su apellido; es decir, voluminoso, no menos pesado que un toro, bien parecido, con algo de expresión episcopal o canonjil en su mofletudo semblante, muy risueño, charlatán, bromista y franco hasta lo sumo. Cuando mis compañeros y yo nos presentamos a él, diciéndole que mandábamos la fuerza destinada por O’Donnell a engrosar las filas del Empecinado, nos miró con aquella expresión de generosidad propia del hombre dispuesto a proteger al prójimo desvalido y nos dijo:

      – Bueno; veremos cómo se portan ustedes… Creo que aprenderán el oficio en poco tiempo… Parecen buenos muchachos; pero tiernecitos, tiernecitos todavía. Ea, fuera miedo: ya se irán haciendo al fuego y se les quitará esa cortedad…

      – Mi coronel – repuse – no somos nuevos en la guerra; pues de nosotros el que más y el que menos ya ha despachado catorce batallas, diez sitios y más de cincuenta encuentros menores.

      – ¿Batallitas, eh? – exclamó riendo con pueril candidez. – Y mandadas por generales de entorchado… Me parece que las veo… Mucha escritura, parte acá, parte allá, oficios en papel amarillo con sello, y mucho de Excelentísimo señor, participo a vuecencia que habiéndose presentado el enemigo… Farsa, pura farsa. En fin, señores, ustedes aprenderán a hacer la guerra, porque no les falta entendimiento ni voluntad… Ahora, ayúdenme a despachar esta pierna de carnero y lo que contiene este bendito zaque.

      Sin que nos lo rogara dos veces, nos apresuramos a participar de la cena. Olvidaba decir que a la derecha de Sardina estaba, animado también de propósitos hostiles contra la pierna de carnero, el segundo jefe de la partida, un hombre altísimo, descarnado y morenote, con barba entrecana, pelo corto, ojos fieros, cejas pobladísimas y unas manos tan largas como velludas que velozmente pasaban del plato a la boca. Era mosén Antón Trijueque, cura aragonés, que había tomado las armas desde el principio de la guerra, y servía en las filas de Sardina, no como capellán, sino como… jefe de la caballería.

      – A fe, mosén Antón – dijo Sardina empinando el vaso, – que no creí pasar esta noche más acá de Almadrones. ¿Cree usted que encontraremos el destacamento de Gui siguiendo la vuelta de Brihuega?

      – Me parece que no se nos escapan mañana – repuso el cura dando muestras de excelente apetito.

      – Los espías del francés habrán ido contando que caminábamos hacia Torremocha del Campo. Por la sotana que visto, Sr. D. Antonio, que hemos de hacer una buena presa. Mi ayudante, el sargento Santurrias, se nos unió, como usted sabe, en Mirabueno. Venía de espiar la dirección del enemigo. No hay otro Santurrias bajo el sol, Sr. Sardina, y con su traje de pastor y su aspecto y habla de idiota es capaz de engañar a media Francia, cuanto más al general Gui.

      – ¿Y qué dice Santurrias? – preguntó el jefe.

      – Que parte de la tropa francesa que desde Daroca bajó al auxilio de Calatayud en la gran embestida que le dimos hace tres días, se ha corrido por Cogolludo, y como en su cobardía se les figura sentir el resoplido del caballo de D. Juan Martín, van tan aprisa que mañana han de llegar a Brihuega.

      – ¿Y cómo se sabe que van a Brihuega?

      – ¿Cómo se ha de saber?, sabiéndolo – exclamó con energía mosén Antón que además de jefe de la caballería, era el Mayor General de la partida y el gran estratégico, y el verdadero cerebro de D. Vicente Sardina. – Esas cosas no se saben, se adivinan. Pasaron ayer por Cogolludo, ¿sí o no? Se les vio desviarse del camino real y tomar las alturas de Hita, ¿sí o no?

      – Sí, tal era en efecto

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