Episodios Nacionales: Juan Martín el Empecinado. Benito Pérez Galdós
Чтение книги онлайн.
Читать онлайн книгу Episodios Nacionales: Juan Martín el Empecinado - Benito Pérez Galdós страница 6
La señá Damiana Fernández vino a pedirnos municiones.
– Señá Damiana – le dijo Viriato, – cargue usted este mostrenco, que antes debe ir en sus brazos que en los míos.
– Una doncella no carga chiquillos – repuso con desdén la guerrillera; – que si entro con él en el pueblo, si a mano viene creerá la gente que es mío. Hay que guardar la honra, señor Viriato.
– ¿Qué honra? ¡Ay, honradillo está el tiempo! Mal cosida has dejado la sotana del Cid Campeador. Damiana, por Dios, carga un rato este becerro.
– Cuando los eche al mundo los cargaré… Cartuchos, señores, un cartucho por amor de Dios.
– ¿El Cid, no te los da, pimpolla? Pícaro Cid Campeador… si le cojo…
Estas conversaciones y otras igualmente festivas siguieron adelante, pero no pude gozar de ellas, porque me adelanté llamado por mosén Antón. El cura iba caballero en un gran jamelgo, que parecía, por su gran alzada, hecho de encargo, para que sobre la muchedumbre ecuestre y pedestre se destacase de un modo imponente la tosca y tremebunda estampa del jefe de Estado Mayor. Caballo y jinete se asemejaban en lo deforme y anguloso, y ambos parece que se identificaban el uno con el otro formando una especie de monstruo apocalíptico. Los brazos larguísimos y negros de mosén Antón dictando órdenes desde la altura de sus hombros; las piernas, ciñendo la estropeada silla, que echaba fuera el relleno por informes agujeros; la sotana partida en dos luengos faldones que agitaba el viento, y que en la penumbra de la noche parecían otros dos brazos u otras dos piernas, añadidas a las extremidades reales del caballero; el escueto cuello del corcel, ribeteado por desiguales crines que le daban el aspecto de una sierra; su cabeza negra y descomunal, que moviéndose a compás de las patas, parecía un martillo hiriendo en invisible yunque, el son metálico de las herraduras medio caídas, que iban chasqueando como piezas próximas a desprenderse; todo esto, que no se parecía a cosa ninguna vista por mí, se ha quedado hasta hoy fijamente grabado en mi memoria.
IV
– A esos barbilindos que ha traído usted – me dijo mosén Antón, mirando hacia abajo como quien está en lo alto de una torre, – ¿se les puede confiar una comisión delicada?
– Sí, mi coronel – respondí. – Ya saben lo que se hacen.
– Una comisión delicada – repitió, – por ejemplo, tapar la salida de un pueblo, poniéndose como muralla de carne desde una casa a otra.
– Haremos todo lo que se nos mande, pues para eso hemos venido.
Mientras esto hablábamos miré al jefe de la partida, el cual con las manos cruzadas sobre la barriga, aflojadas las riendas del caballo y dejándole marchar pausadamente, se había sumergido en beatífico sueño. Despierto, vigilante, inquieto como un sabueso que adivina la presa, mosén Antón escudriñaba con sus ojos de buitre el estrecho horizonte del valle por donde caminábamos y las cercanas colinas.
Habíamos comenzado a descender, y a nuestra izquierda el cielo empezaba a teñirse de rosa y pálido oro, anunciando el cercano día. Las crestas de los cerros irregulares cuyas siluetas semejaban, cual un perro dormido, cual un pellejo de vino, principiaban a aclararse, dejando ver desparramados caseríos, manchas de carrascales, olmedas y grupos de colmenas.
– Quiero saber otra cosa – me dijo mosén Antón inclinándose de nuevo sobre mí, como un picacho próximo a desprenderse. – En caso de entrar en combate las tropas regulares que manda usted y su amigo ¿deben batirse por separado o mezcladas con mi gente?
– Creo que de una manera u otra lo harán bien. Mezclándolas se evitan las envidias y la rivalidad que siempre existe entre la tropa del ejército y la voluntaria.
La cara de mosén Antón se contrajo de un modo especial, indicando disgusto.
– Ya, ya comprendo lo que mi coronel desea – dije con viveza, y era verdad que lo comprendía. – Lo que mi coronel quiere es precisamente que exista esa rivalidad y emulación. Ahora caigo en que lo mejor es hacerles pelear por separado para que unos se estimulen con el ejemplo de los otros, si hay diferencia en el modo de combatir.
– Muy bien, señor oficial – repuso con satisfacción, – veo que usted tiene todo el saber militar en la punta de la uña.
Llegamos a lo hondo de un estrecho barranco y la partida hizo alto. Mosén Antón dispuso que se guardase el mayor silencio y D. Vicente Sardina despertó exclamando:
– ¿Qué hay? ¿Hemos dado con los franceses? ¡A ellos!… ¡Que se escapan!… ¡Viva Fernando VII, muera Napoleón!
– Despabílese usted, hombre – dijo entre veras y burlas el cura. – Aquí no se ven franceses más que en sueños.
– ¿Acaso yo dormía…?
– No, velaba.
– Eso es un insulto, mosén Antón… Sostener que el jefe de la partida dormía, cuando… Si se me cerraron los ojos fue porque estaba recapacitando sobre la bobería y descuido de esos tontos de franceses que se dejan sorprender…
– Silencio – dijo el jefe de Estado Mayor, bajándose del caballo, – voy a hacer un reconocimiento.
– Sí – indicó con burlona malignidad Sardina. – Puede que detrás de aquella peña esté el general Gui, con veinte mil hombres… Pero si no me engaño, tras aquel muro arruinado se ve el sombrerito de Napoleón. Gran presa hemos hecho… Lo menos caen hoy en nuestras manos cincuenta mil gabachones.
– Descabece usted otro sueño – dijo Trijueque.
– ¿Pero dónde estamos? Por fuerza este endiablado cura nos ha traído a Madrid. ¿Apostamos a que quiere sorprender al rey José en su misma corte y cogerle prisionero? ¿Aquel mojón no es la puerta de Atocha…? ¡Pero quia! Si es una colmena… ¿no hubiera sido más cuerdo quedarnos sosegadamente en aquel cómodo lugar de Val de Rebollo? A esta hora ni a usted ni a mí nos hubiera faltado un buen tazón de chocolate.
Mosén Antón no contestaba a las burlas de su jefe, y haciéndonos señas de que le siguiéramos, a mí, al Sr. Viriato y a otro guerrillero llamado Narices, hombre pequeño, flaco y resbaladizo como una culebra, llevonos por una vereda adelante y por entre espesos carrascales, cuyas ramas apartábamos a un lado y a otro para poder pasar.
– No hacer ruido – nos decía a cada momento. – Si el enemigo está donde sospecho, tendrá por aquí sus escuchas.
Mosén Antón apartaba, tronchándolas, ramas corpulentas que impedían el paso. El jabalí perseguido no se abre camino en la trocha con mejor arte. A ratos se agachaba, atendiendo con viva ansiedad; pintábase en su rostro, tan feo como expresivo, una dolorosa duda; volvía a emprender el paso y por último llegamos a lo más alto del cerro y a un punto desde donde se veía otra hondonada como aquella en que acababa de hacer alto la partida. En la meseta donde nos hallábamos el monte tenía una extensa calva, no reapareciendo la vegetación sino en lo más bajo del declive.
Mosén Antón se echó de barriga en el suelo. Parecía una inmensa cigarra negra en el momento en que, contrayendo las angulosas zancas y plegando las alas, se dispone a dar el salto. Nos colocamos a su lado en análoga posición y entonces nos habló así:
– ¿Ven