Episodios Nacionales: Juan Martín el Empecinado. Benito Pérez Galdós

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Episodios Nacionales: Juan Martín el Empecinado - Benito Pérez Galdós

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pueblo es Grajanejos – añadió. – Anoche se me metió en la cabeza que los franceses que estaban en Cogolludo habían de venir a pernoctar aquí por Miralejo… Se me metió en la cabeza, sí señores; y cuando a mí se me mete una cosa en la cabeza…

      – Tiene que suceder, aunque Dios no quiera – dijo Viriato

      – Yo no me equivoco – añadió con cierta confusión el padre Trijueque. – Yo dije: «Pues que los franceses están en Cogolludo de regreso de Aragón, han de tomar una de estas dos direcciones, o la vuelta del Casar de Talamanca para ir a tierra de Madrid, o la vuelta de Grajanejos para tomar el camino real y marchar hacia Guadalajara o hacia Brihuega». El primer movimiento es inverosímil, porque están muy hambrientos y habían de tardar tres o cuatro días en llegar a la Corte: el segundo movimiento es seguro, y sentado que es seguro, ahora digo: «Si pasan el Henares, ¿cuál puede ser su intención? O tratar de sorprendernos en este laberinto de bancos y pequeños valles, lo cual sería fácil si ellos fueran nosotros y nosotros ellos, o simplemente guarecerse dentro de los muros de Brihuega o Guadalajara, donde tienen abundantes provisiones». En uno u otro caso, entrarán en el camino real, que está a nuestra vista. Observen ustedes; a la luz de la aurora se ve claramente el camino real que va desde Madrid a Zaragoza. Es una hermosa calzada, que podría empedrarse con los cráneos de franceses que hemos matado en ella.

      Vimos en efecto el camino real de Aragón que serpenteaba entre el arroyo y la montaña de enfrente, siguiendo las sinuosidades del angosto valle.

      – Todos esos cálculos – dijo Viriato – son admirables, y demuestran el consumado talento de vuecencia. ¡Y dice mosén Antón que no ha estudiado lógica!… no puede ser. Lo que hay de malo en esto, es que por de pronto esas ingeniosas previsiones han resultado fallidas, porque yo estoy ciego de tanto mirar y no veo franceses en Grajanejos.

      Mosén Antón no decía nada, y miraba atentamente a los extremos visibles del valle y a las suaves colinas que enfrente teníamos. En su rostro se pintaba una ira reconcentrada y profunda; apretaba las mandíbulas; fruncía el ceño, haciendo culebrear las cejas negras y espesas como dos bigotes y el resoplido de su aliento no discrepaba en fuerza y calor del de un caballo.

      He dicho que se había tendido de barriga, con las palmas de las manos en tierra y los codos en alto, en actitud muy parecida a la de los cigarrones cuando se disponen a dar el salto. De súbito mosén Antón saltó todo lo que puede saltar un hombre en tal postura; levantose en pie, extendió los brazos, lanzaron las cavidades de su pecho un graznido de ave de rapiña, brilló el rayo en sus ojos y señalando a la derecha hacia el punto donde desaparecía el valle formando un recodo, exclamó:

      – ¡Los franceses, ahí están los franceses!

      No vimos nada; pero oímos un rumor vago y lejano que acrecían con sus hondos ecos las angosturas del valle. Era ruido de caballos, de gentes de armas, el ruido a ningún otro parecido de un ejército que se acerca.

      – ¿No lo dije? ¿No lo dije?… ¿Me he equivocado alguna vez? – gritaba mosén Antón desfigurado por el júbilo, con toda su persona descompuesta y alterada, cual máquina que se va a desengranar. – Cogidos, cogidos en una ratonera. Ni uno sólo escapará… Lo que pensé, lo mismo que pensé; pasaron el Henares por Carrascosa, subieron a los altos de Miralrío, vadearon el Vadiel y han cogido el camino real en Argecilla… Todo esto lo estaba yo viendo anoche, señores, lo estaba viendo como se ve un cuadro que uno tiene delante.

      Agitaba los brazos, sacudía las piernas y ponía en movilidad espantosa todos los músculos de su rostro, asemejándose a Satanás cuando padece un ataque de nervios, si es que el ministro de la eterna sombra experimenta iguales debilidades que las damas del mundo visible; desenvainaba su sable, volvíalo a envainar, frotábase las anchas manos con tal presteza que causaba asombro que no despidieran chispas; se acomodaba en la cabeza el mugriento pañizuelo y la gorrilla, se apretaba el cinto y profería vocablos ya patrióticos, ya indecentes, mezclados con blasfemias usuales y aforismos de guerra.

      Las avanzadas de los franceses aparecieron en el camino real.

      – ¡Con cuánta confianza vienen! – dijo mosén Antón. – Esos bobalicones no aprenden nunca. No flanquean la marcha. ¿Ven ustedes columnas volantes en las alturas?

      – Por este lado – dijo Viriato – se ven brillar algunos cañones de fusil.

      – Retirémonos abajo – dijo Trijueque. – Dejémosles entrar tranquilamente en el pueblo.

      Poco después de esto, la partida marchaba despacio y con orden admirable por una senda de escasa pendiente que conducía faldeando el cerro en repetidas vueltas al lugar de Grajanejos. Mosén Antón dispuso que una parte de la fuerza se escondiese en el carrascal, adelantándose con toda precaución para no ser vista ni oída. El resto marchó adelante.

      – Mucho silencio – dijo Sardina, – mucho silencio. Cuidado no se escape algún tiro… Al que respire fuerte, le fusilo.

      Cuando esto decía, oyose un chillido prolongado y lastimero. Era el Empecinadillo que pedía la teta.

      – Si ese condenado chiquillo no calla – exclamó mosén Antón con furia, – arrojarle (8) al barranco.

      El Empecinadito, extraño a la estrategia, seguía gritando.

      El jefe de Estado Mayor, que llevaba del diestro a su caballo, se detuvo ciego de ira, y repitió:

      – ¡Arrojarle al barranco! ¿No hay quien le tape la boca a ese trompetero de mil demonios?

      El Sr. Santurrias se esforzó en hacer callar al pobre niño, mas no le convencían los argumentos empleados, ni aunque se le dijo «que te va a comer mosén Antón», se resignó a la obediencia que el grave caso requería. Al fin creo que taparon su boca o sofocaron sus gritos envolviéndole en sus propios abrigos, con lo cual se libró por aquella vez de ser arrojado al barranco en castigo de sus escandalosos discursos.

      D. Vicente Sardina, de acuerdo con su segundo, dispuso que los de la izquierda de la senda nos adelantáramos con objeto de cortar la salida del pueblo por el camino real en dirección opuesta a aquella por la cual entraban los franceses.

      – No me fío de estos señoritos – dijo mosén Antón al vernos partir. – Que vaya el Crudo con ellos. ¡Crudo, Crudo!

      Presentose un guerrillero rechoncho y membrudo, bien armado y que parecía hombre a propósito lo mismo para un fregado que para un barrido en materia de guerra.

      – Crudillo – ordenó el jefe – a ti y a estos señores os toca cortar la salida por abajo. Lleva cien hombres de lo bueno. Apretar de firme.

      Reforzados por la gente de el Crudo, que era de lo mejor que había en la partida, emprendimos la marcha por un suave declive que nos condujo a las inmediaciones del camino real por el mediodía del pueblo. Los otros al hallarse próximos y con la ventaja que les daba su excelente posición en lo alto, atacaron a un pequeño destacamento francés que avanzó a reconocer la altura, mientras el resto de la fuerza enemiga descansaba en el pueblo. Esta conoció al punto que había sido sorprendida y pensando en defenderse ocupó precipitadamente las casas. Los de la partida les atacaron, no sólo con brío, sino con plena confianza por la fuerza moral que la sorpresa les daba, y los franceses se defendían mal a causa de la turbación del cansancio y la estrechez del lugar en que se habían metido.

      Después de un breve combate, los enemigos comprendieron que no tenían otra salvación que la fuga por la carretera abajo o bien por la misma dirección de Argecilla que habían traído en sentido contrario. Muchos intentaron escapar por donde estábamos; pero

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