Episodios Nacionales: Juan Martín el Empecinado. Benito Pérez Galdós
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Читать онлайн книгу Episodios Nacionales: Juan Martín el Empecinado - Benito Pérez Galdós страница 8
Algunos que advirtieron la imposibilidad de retroceder sin ser despedazados en la pequeña plaza, arriesgáronse a abrirse camino por el Mediodía, y vimos que se nos echó encima regular masa de caballería, cuya decidida carrera y varonil decisión nos hizo temblar un momento. Habíamos ocupado la casa del portazgo, y en el breve espacio de tiempo de que dispusimos habíamos amontonado allí algunas piedras, ramas y troncos que encontramos a mano. Se les hizo fuego nutrido, y cuando los briosos caballos saltaban relinchando con furia por entre los obstáculos allí mal puestos, el Crudo lanzose con los suyos, quien a la bayoneta, quien esgrimiendo la navaja, a dar cuenta de los pobres dragones. Estimulados por el ejemplo, corrimos los demás y pudimos detener el empuje de los caballos y desarmar los infantes que tras ellos corrían. Duró poco este lance; pero fue de los de cáscara amarga, y en él perdimos alguna gente, aunque no tanta como los enemigos. Bastantes de éstos murieron, y excepto dos o tres que fiados en la enorme bravura de sus caballos lograron escapar, todos los vivos fueron hechos prisioneros.
Cuando presentamos nuestra presa a don Vicente Sardina y a mosén Antón, que estaban en la plaza dictando órdenes para asegurar la victoria, ambos nos felicitaron con calor.
– Es preciso pegar fuego a este condenado Grajanejos – dijo mosén Antón. – Es un lugar de donde salen todos los espías de los franceses.
– Quemarle no – repuso Sardina con benevolencia.
– Eso es, eso es – dijo con arrebatos de destrucción el jefe de la caballería. – Mieles y más mieles. Así los pueblos se ríen de nosotros. En Grajanejos han tenido los franceses muy buen acomodo, y se susurra que de aquí han sacado ellos más raciones en un día que nosotros en un mes.
– No se hable más de eso – dijo Sardina. – El pueblo no será quemado. ¿Para qué? No rebajemos la gloria de esta gran jornada con una atrocidad. Gran día ha sido este… Bien sabía yo que los franceses habían de venir aquí… Mosén Antón, nada de quemar. Mande usted saquear el lugar, y al vecino que oculte algo tirarle de las orejas…
– Señor Mosca Verde – dijo mosén Antón a un guerrillero que venía a recibir órdenes. – ¿Cuántos prisioneros tenemos?
– Sesenta y ocho he contado ya. Entre ellos un coronel.
– Es demasiada gente – repuso el cura; – sesenta y ocho bocas a las cuales es preciso dar pan. Señor Sardina ¿doy la orden de quintarlos?
– ¿Para qué? – dijo el jefe. – Dejémosles las vidas, y los entregaremos sanos y mondos a D. Juan Martín para que haga de ellos lo que quiera… ¿Pero no hay en este infernal pueblo un poco de chocolate?… ¡Señor Viriato de mil demonios!… que siempre ha de desaparecer el tuno de mi ayudante cuando más lo necesito…
– Aquí estoy mi general – gritó Viriato, que venía corriendo con una sarta de chorizos en la mano. – ¿Pedía vuecencia chocolate? Ya lo he mandado hacer para vuecencia y mosén Antón.
– Yo – dijo este – tengo bastante para todo el día con un pedazo de pan y queso, señor Viriato; o si no dadme uno de esos chorizos y buscadme un zoquete que lo acompañe… Si todos fueran tan sobrios como yo… Repito que será preciso quintar a los prisioneros, si nuestra gente ha de tener ración para tres días.
– Mando que no se fusile a ningún prisionero – dijo Sardina. – ¿Se niegan los vecinos a dar lo que tienen?
– No señor – respondió Mosca Verde. – No se niegan porque como no dan, sino que lo tomamos… Algunas arcas repletas de pan y queso y miel se han encontrado.
– ¿Ha muerto alguna gente dentro de las casas?
– Nada más que el tío Genillo el albéitar, que está clavado en la pared como un murciélago.
– Pero ese chocolate, ese chocolate… Señor Viriato, ¿sabe usted que tengo más hambre que seis estudiantes juntos?
Presentose de improviso Santurrias, diciendo:
– Mi general, hemos encontrado al fin a una mujer con cría; pero no quiere dar de mamar al Empecinadillo.
– ¡Qué alevosía, qué desacato! – exclamó mosén Antón. – Que la fusilen al momento.
– Venga acá esa señora, y yo la haré entrar en razón – dijo con benevolencia Sardina. – Este Trijueque quiere fusilar a todo el género humano.
El Cid Campeador, la señá Damiana y otro guerrillero trajeron casi arrastrada a una mujer joven y hermosa, la cual clamando al cielo con lastimeros gritos, se esforzaba en desasirse de los brazos de aquellos bárbaros.
– Aquí está, aquí, mi general, la mala patriota, la afrancesada.
– Señora – dijo mosén Antón mirando a la buena mujer con fieros y aterradores ojos, – ¿no sabe usted que la hacienda del buen español ha de ponerse a disposición de los buenos servidores de la patria y del rey?
– La hacienda sí, pero no los pechos – repuso la mujer con varonil denuedo.
– Señora, rece usted el credo – vociferó Trijueque. – Que vengan cuatro escopeteros. Atadle las manos a la espalda.
– Pues qué, ¿me quieren fusilar? – gritó la infeliz con angustia.
– Este condenado mosén Antón – me dijo en voz baja Sardina – quiere hoy una víctima, y al fin habrá que dársela.
Creyendo luego conveniente interponer su autoridad para impedir un hecho abominable, habló así:
– Buena mujer, ponga usted sus pechos a disposición de la patria y del rey… El Empecinadillo es hijo adoptivo de este ejército… dele usted de mamar, y tengamos la fiesta en paz… Y a usted, Sr. Santurrias, le ordeno que despeche a ese becerro de dos años lo más pronto posible o que lo deje en cualquiera de estos lugares. Todos los días hay una cuestión por la teta que necesita el muñeco.
La hermosa mujer comprendiendo el peligro que le amenazaba, si no ponía a disposición de la patria los dones que natura le concediera, tomó al muchacho y lo arrimó a su seno. El gusto que debió experimentar nuestro Empecinadillo cuando se vio regalado con lo que en abundancia tenía su improvisada madre, figúreselo el lector y traiga a la memoria las hambres y los hartazgos de sus verdes niñeces, si es que tan remotas impresiones pueden venir a la memoria. El huerfanillo tragaba con voracidad insaciable, y según la fuerza con que sus manecitas apretaban lo que tenían más cerca, parecía querer tragarse también aquellas partes, causa de su regocijo, y que demostraban la longanimidad del Criador para con la señá Librada, pues tal era el nombre de aquella mujer.
Los circunstantes veían con alborozo el glotón rechupar del huérfano, y aplaudían en coro diciendo: – ¡Cómo traga! ¡La va a dejar en los huesos! Es un fraile dominico que nunca acaba de llenar el buche.
D. Vicente Sardina, que continuaba teniendo más hambre que seis estudiantes, miraba al hijo de la guerrilla con ansiosa envidia.
V
Cuando el jefe marchó a despachar el almuerzo que le había dispuesto el señor Viriato, mosén