Episodios Nacionales: Juan Martín el Empecinado. Benito Pérez Galdós

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Episodios Nacionales: Juan Martín el Empecinado - Benito Pérez Galdós

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miró al general con expresión dubitativa.

      – Tienes razón – dijo el Empecinado. – Pero si esta maldita lengua mía no sirve para nada… ¿Por qué no he de poder poner en un oficio amolar, reventar, jeringar, y otras voces que expresan la idea con fuerza?… y no que ha de estar usted plegando la boca como un señoritico para decir nuestra ala derecha hizo retroceder al enemigo, y otras pamemas que están bien en labios de damiselas y abates verdes. Pon que Durán derrotó a los franceses y se zampó dentro del convento, y escribe el vocablo que quieras, porque una de dos: o dejamos las armas para aprender la gramática y las retóricas, o hamos de escribir lo que sabemos. Adelante. Ahora letra muy clara y redondita y bien comeado el párrafo. Oye bien. Mientras Durán se cubría de gloria en la Merced (esto sí está bien parlado y no criticarán los bobos del ejército) yo me fui con mi gente al puerto del Fresno (10), maliciándome… no, maliciándome no, sospechando que el francés de Zaragoza vendría por allí con ojepto (muy clarito eso de ojepto, que es palabreja peliaguda) de auxiliar al de Calatayud… (auxiliar con X grande que se vea bien) y en efecto, Ezcelentísimo señor, el 1º de Octubre apareció una columna francesa, a la cual escabeché… No, ya se han reído mucho otra vez porque dije escabechar… ¡como si hubiera en castellano alguna otra palabra para expresar lo que quiere decir esta!… En fin, para no cansar a vuecencia, desbaratamos la columna; matándole mucha gente, y cogiendo muchos prisioneros, entre ellos al coronel Mosieurre (muy clarito eso) Guillot… Ahora se añadirá lo de Grajanejos, y que conseguido nuestro fin, Durán se retiró por un lado y yo por otro, y me vine a la sierra, donde espero las órdenes de vuecencia, Dios guarde a vuecencia… Vamos, Recuenco, pronto, ponlo en limpio, lo firmaré y se llevará al momento… Letra clara y hermosa.

      Concluyó al fin Recuenco, que así llamaban al escribiente, el oficio que firmó D. Juan Martín con nombre y apellido, acompañados de una rúbrica harto adornada de rasgos, y luego se cerró con las obleas rojas para enviarle a su destino. Satisfecho el héroe de su obra, no se ocupó más del asunto, y departió un rato con nosotros, demostrándonos confianza suma.

      – A esta fecha – nos dijo, después que le contamos algo de los sucesos políticos de Cádiz – ya debe estar hecha la Constitución. Veremos si hay alguien que ponga la mano en ella para quitarla. Yo, a ser la Regencia y las Cortes, les metería el resuello en el cuerpo a todos esos mandrias servilones… No sé para qué estamos aquí los hombres que sostenemos la guerra. Como defendemos a España, defenderemos mañana la Constitución. Dicen que será hasta allí… una ley liberal y española que meta en cintura a los que no la quieran… Pero todos la queremos. Está la gente entusiasmada con la Constitución… Hay que oírles… Y dicen que nuestro cautivo monarca está contentísimo de que la hayamos hecho.

      – Así debe ser.

      – Y díganme ustedes: ¿han oído ustedes hablar a D. Agustín Argüelles, a García Herreros y a Muñoz Torrero? Parece que no se muerden la lengua.

      – Los tres son eminentes oradores.

      – ¡Buena gente tenemos en España! Cuando se acabe la guerra se formará un gobierno regular con todos los hombres ilustres, y ya no tendremos más Godoyes. El pícaro gobierno absoluto es la peor cosa del mundo.

      – En esta guerra – dije – han salido muchos hombres distinguidos, que después en la paz servirán al Estado de otro modo.

      – Así será; pero no yo – repuso con modestia, – pues cuando esto se acabe me meteré en Castrillo de Duero o en Fuentecén y con un par de mulas… después de la guerra, lo único que me gusta es la labranza. No pienso poner los pies en la Corte. Si algún día necesita el rey de mí contra los serviles, allá voy. España, el rey, la Constitución: ese es mi remoquete. Nada más. Yo no hago la guerra como otros, por ganar perifollos, grados ni riquezas. Han de saber ustedes que yo soy muy militar, y que desde muy niño supe manejar las armas. Mis padres no querían que fuese soldado; pero tal era mi afición, que a los diez y seis años me escapé de la casa paterna para alistarme en el ejército. Mi padre me libertó del servicio y casi arrastrando llevome a Castrillo; pero cuando cerró el ojo volví a las andadas, y alistándome en el regimiento de caballería de España, estuve en la guerra del Rosellón. Concluida, volví a mi casa y en Fuentecén me casé.

      Tranquilo vivía cultivando mis tierras, cuando se dijo que al rey Fernando se lo llevaban a Francia. Yo quería echarme al campo (11); porque esta canalla francesa me cargaba, señores, y cuando la gente de aquí se entusiasmaba con Napoleón, yo decía: Napoleón es un infame. Si entra Fernando en Francia, no sale hasta que le saquemos… No me quisieron creer… Vino Mayo y al fin se descubrió el pastel. Yo no podía aguantar más y me picó mostaza en la nariz. Llamé a Juan García y a Blas Peroles, y les dije: ¿Nos echamos o no nos echamos? Ellos me contestaron que ya tenían pensado salir a matar franceses, y en efecto, salimos. Éramos tres. Nos pusimos en el camino real a cuatro leguas de Aranda, en un punto que llaman Honrubia, y allí a todo correo francés que pasaba, le arreglábamos la cuenta. Fue llegando gente y se formó una partidilla… La verdad es que no sé cómo se formó. La partida se hizo ejército y aquí estamos. Me han hecho brigadier. Yo no lo he pedido. Quieren que sea general… He servido a la patria con fe, y también con buen resultado, ¿no es verdad?».

      – La fama del Empecinado – respondió mi compañero – llena toda la extensión de España.

      – Me han dicho que la gente de Cádiz, los políticos y los periodistas se ríen de mí – dijo D. Juan Martín frunciendo el ceño, – porque una vez dije la mapa en vez de el mapa. Los militares no estamos obligados a estar siempre con el libro en la mano, viendo cómo se dicen y cómo no se dicen las cosas. Yo sé mi obligación, que es perseguir a los franceses.

      Lo demás no me importa. Mi deseo es que se diga mañana: «El Empecinado cumplió con su deber».

      VII

      Después recayó la conversación sobre la tropa que acaudillaba, y nos dijo:

      – Muchas satisfacciones me causa la guerra, entre ellas la del buen resultado de mis operaciones; pero no es pequeño gusto esto del cariño que me tiene mi gente. Todos ellos, señores oficiales, se dejarían matar por mí. Verdad es que yo no les trato mal. Pero vamos al decir que yo tengo a mis órdenes a los hombres más honrados del mundo. Ninguno de ellos es capaz de faltar ni tanto así.

      Cuando esto dijo, sentimos a nuestra espalda un gruñido, un monosílabo dubitativo, una de esas exclamaciones inarticuladas, que no diciendo nada, lo expresan todo. Detrás de nosotros, tendido sobre un gran arcón de pino estaba un hombre, a quien atribuimos la emisión de aquel gutural elocuente sonido. Levantose pesadamente de su improvisado lecho, estiraba los brazos y piernas para desperezarse, cuando D. Juan Martín le dijo:

      – ¿Qué tiene usted que decir, Sr. D. Saturnino Albuín? ¿No cree usted como yo que la gente que está a nuestras órdenes es la mejor del mundo?

      – Según y cómo – dijo Albuín adelantándose con los ojos medio cerrados para resguardar de los rayos de luz sus pupilas, recién salidas de la oscuridad del sueño.

      He aquí cómo era, si no me engañan los recuerdos que guarda en su archivo mi memoria, aquel célebre guerrillero, de quien hasta los historiadores franceses hablan con gran encomio. Don Saturnino Albuín, llamado el Manco, había adquirido la mutilación que fue causa de tal nombre en una acción entablada en el Casar de Talamanca. Su mano derecha fue por mucho tiempo el terror de los franceses. Era un hombre de mediana edad, pequeño, moreno, vivo, ingenioso, ágil cual ninguno, sin aquel vigor pesado y muscular de D. Juan Martín; pero con una fuerza más estimable aún, elástica, flexible, más imponente en los momentos supremos, cuanto menos se la veía en los ordinarios. Si el Empecinado era el hombre de bronce, a cuya pesadez abrumadora nada resistía, Albuín era el hombre de acero.

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