Episodios Nacionales: Juan Martín el Empecinado. Benito Pérez Galdós
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– Hay que pensar qué dirección tomaremos, señor Sardina – dijo el jefe de Estado Mayor y de la caballería. – Las veredas son nuestra ciencia militar.
– Creo que no hay lugar a duda – replicó Sardina. – El sendero de Yela está diciéndonos: «corred por aquí».
– No hemos de ir por ahí, sino por aquí – dijo Trijueque imperiosamente, señalando un cerro bastante elevado que a nuestra derecha teníamos. – Por aquí, por aquí.
– Hombre de Dios… ¿pero vamos a conquistar el cielo? – exclamó con displicencia Sardina. – ¿Adónde demonios vamos en esta dirección?
– Por aquí – repitió el cura señalando a la tropa el cerro. – Yo sé lo que me digo.
– ¿En qué se funda usted para creer?…
– Me fundo en lo que me fundo – replicó con impaciencia el atroz cura guerrillero. – Y no hay más que hablar. Cuando yo lo mando sabido tengo porqué. Y a prisita, a prisita, muchachos… hacer (7) poco ruido.
Empezamos a echarnos a pecho la cuestecilla, que era más que regular para los que marchábamos a pie. En los primeros momentos de la marcha satisfice mi curiosidad de conocer a los misteriosos personajes a quienes oí nombrar con los apodos, pues apodos eran, de Viriato, Cid Campeador y D. Pelayo, porque los tres iban junto a mí, y al punto me brindaron lo mismo que a mi compañero con su franca amistad. No eran barbudos personajes de teatro, ni fantasmas de héroes históricos evocados por la noche y la poesía, sino tres estudiantillos de Alcalá que desde el comienzo de la guerra se habían afiliado en la partida. Conservaban el traje clerical de las aulas, con el sombrerete tripico, amén de la faja de cuero para el pedreñal y un sable corvo ganado entre los despojos de cualquier acción desfavorable a los franceses. Eran muy jóvenes y uno de ellos casi tierno niño; los tres alegres, animosos, entusiasmados con aquella vida que para gente de otra casta será penosa, pero que para españoles ha sido, es y será siempre placentera.
– Yo, señor oficial – me dijo el que llamaban Viriato, – estudiaba en la Complutense cuando declaramos la guerra a Napoleón. Soy hijo de unos labradores del Campillo de las Ranas, y vivía en Alcalá unos días de limosna, otros de la sopa boba y otros de lo que mis compañeros me quisieran dar… En los veranos era el primer corredor de tuna que se ha conocido desde que el gran Cisneros fundó la Universidad… De este modo y aunque no lo parezca, adelantaba mucho en mis estudios, siendo nemine discrepante en humanidades e Instituta; pero llegó la guerra y al oír yo el quadrupedante putrem sonitu quatit ungula campum; al oír tal ruido de trompetas, tal redoble de tambores, tal relinchar de guerreros caballos, me sentí inflamado en bélico ardor. Cuando apareció la primera partida creí volverme loco de entusiasmo; púseme yo mismo el nombre de Viriato, en memoria del más grande y el más célebre guerrillero que hemos tenido, y soldado me soy. Esta es la mejor vida del mundo. Tengo el grado de alférez, y como esto dure, pienso no parar hasta brigadier, renunciando para siempre a los pícaros estudios, que no traen más que trabajo en la juventud y hambre en la vejez.
– Brava gente es esta – exclamé. – Pensar que con semejantes hombres nos han de quitar a nuestro rey Fernando, es majadería.
– No satisfecho aún – continuó Viriato – con el nombre que me puse (el mío verdadero es Aniceto Tortuera), expedí carta de heroísmo a estos venerables amigos míos, y a ese más pequeño, que apenas levanta cuatro tercios del suelo, por ser más bravo que un toro le puse Cid Campeador. Ahí donde usted le ve tan callado y modesto, hijo es del señor marqués de Aleas, uno de los señores más ricos de esta tierra; mas con tener tanta hacienda, prefiere el niño esta áspera vida a los regalos de su casa, y no se aparta de mí, su amigo y paje en Alcalá. Bien hizo el señor marqués en encomendarlo a mi cuidado y dirección durante la paz, porque pienso devolvérselo en disposición de conquistar a Valencia, como el otro Cid.
– Mi señor padre – dijo el Cid Campeador con voz y gestos infantiles – me ha llamado varias veces enviándome veinte propios para que me lleven a casa; pero ya le he dicho que estoy aquí defendiendo a la patria y que en diez años no me hablen de casas, ni de mamás, ni de golosinas… A fe que es triste cosa dejar esto, cuando uno va para alférez y cuando el mejor día le pueden caer del cielo las insignias de coronel. Militar quiero ser toda la vida, que no estudiante ni legista, ni físico, ni retórico, ni matemático.
– De todo ha de haber en el mundo – dijo enfáticamente Viriato, – y si no ahí está mi amigo el príncipe de sangre goda D. Pelayo, que es legista de la partida. Púsele el nombre de Pelayo, por lo venerable y augusto de su persona. ¡Vean ustedes qué majestad en sus movimientos, qué mirar regio!
Le miramos, y en efecto, su fisonomía era la del pillete más redomado y pulido que han dado de sí claustros universitarios, porterías de convento, mesones y posadas de estudiantes more tunesca.
– Es hijo de uno de los bedeles de la Universidad – añadió Viriato, – y en fuerza de tratar con estudiantes sabe más leyes que Gregorio Sala, que el gran Madera y el célebre Montalvo reunidos. Buscaba posada a los estudiantes nuevos, acompañaba en sus diversiones a los antiguos y compraba libros viejos para cambiarlos por sotanas y zapatos. Es grande amigo nuestro y cuando llegamos a un lugar donde parece que no hay nada, él siempre encuentra algo. Señores oficiales, ustedes tendrán muchísimos buenos amigos en la partida, la cual con todos sus trabajos y fatigas vale más, mucho más que las siete famosas de D. Alfonso el Sabio, por lo cual nosotros resolvimos trocar las siete por una sola.
Seguimos departiendo alegremente y cuando atravesábamos un áspero monte, sentí dentro de las mismas filas no un estruendo de combate, no un grito de guerra, no un redoble de tambor ni son bélico de cornetas, sino unos lastimeros lamentos de criatura de pecho, que con toda la fuerza de sus débiles pulmoncitos pedía lo que no suelen dar los ejércitos sino las amas de cría. Tan inusitados chillidos que yo no había oído en ninguna de mis campañas, despertó de tal modo mi curiosidad, que pregunté el motivo de llevar en la partida tan extraño apéndice.
No tardé en divisar al Sr. Santurrias que llevando en brazos una criatura como de dos años, mal agazapada en un medio refajo amarillo, procuraba, condolido de su incapacidad para desempeñar las funciones maternas, acallarla con exhortaciones, promesas y silogismos que habrían convencido a un doctor de la Iglesia, mas no a un infeliz huérfano hambriento.
– Este muchacho – me dijo Viriato – lo encontramos en un caserío donde entramos una mañana hace dos meses. Los franceses después de quemar el lugar habían matado allí mucha gente; nosotros matamos a los franceses y sólo quedó vivo ese caballero que da tales berridos. El Sr. Santurrias lo cogió, y le lleva en brazos cuando va al espionaje, fingiéndose mendigo. Nosotros le damos sopas de leche y migas de pan; pero él no quiere sino teta y más teta, porque a pesar de tener dos años no le habían despechado todavía. Cuando llegamos a un pueblo donde hay alguna mujer criando, se da buenos hartazgos, y así va viviendo el infeliz. Pasamos el rato con sus monadas y gracias infantiles, y procuramos despecharle, no sin trabajo ni malos ratos. Será un buen soldado, ¿qué digo, buen soldado? Será general, sí señores, general. Le llamamos el Empecinadillo.
– Pero condenado, tragón – decía Santurrias al pobrecito personaje que llevaba en brazos – ¿no estuviste dos horas en Val de Rebollo, chupando de la señá Gumersinda?… Pues si ella decía que le sacabas los tuétanos… Callas, o te estrello.
– Deme acá, deme acá ese Heliogábalo, señor Santurrias – dijo Viriato alargando los brazos para recoger la carga. – Ven acá, tragaldabas… no hay teta… Comerá usted rancho si lo hay y beberá un cuartillo de vino. Un general pidiendo teta… calla, hombre, no toques diana, que nos vuelves sordos… Arro, roooo… Ahora llegaremos