Episodios Nacionales: 7 de Julio. Benito Pérez Galdós

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Episodios Nacionales: 7 de Julio - Benito Pérez Galdós

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hacerte un buen regalo cuando te cases.

      – Yo no compro vestido – dijo Sola vivamente y con ligera expresión de fastidio.

      – Lo comprarás; te lo mando yo.

      – Más adelante. Guárdame el dinero.

      – No ha de ser sino ahora; lo deseo así. Recordarás bien la desgracia de tu padre. Había escapado de la cárcel, y huía por los campos sin amparo, sin sustento, sin esperanza. Os mandé venir a Madrid y, sin dar mi nombre, os proporcioné la entrada libre en esta villa. Tu padre, a causa del aborrecimiento que me tiene, no quiso ni que se le hablara de mí; pero tú, más generosa y más humana, corriste a mi lado, diciéndome: «Hermano, yo te perdono sin conocerlo el mal que has hecho a mi padre. Socórrenos; nos morimos de hambre».

      – Tú me dijiste entonces: «Hagámonos la cuenta otra vez de que hemos nacido de una misma madre, y acepta sin ofenderte una parte de lo que tengo».

      – Hicimos el trato. Esto ya no es limosna; es un deber mío, un deber de familia que cumplo como puedo. Me daría mucha vergüenza de vestir mejor que tú.

      – ¡Qué bueno eres! Dios te hizo y rompió el molde – dijo Soledad con profunda emoción. – Pero me ocurre otra razón para que guardes ese dinero y aplacemos lo del vestido.

      – ¿Cuál?

      – Con el mejor fin del mundo yo estoy representando una comedia, que tú me has aconsejado; es decir, tú has sido el poeta y yo la actriz.

      – ¿Qué comedia?

      – Yo le hago creer a mi padre que estamos cobrando todavía la pensioncilla de que antes vivíamos. No se le puede decir que pido limosna, y menos que tú me la das. Si llegara a comprender estos manejos, el pobre se moriría de pesadumbre.

      – Engañas a tu padre. Esto es lícito alguna vez.

      – Pues bien, caballero – añadió Sola con expresión de triunfo, – la pensión apenas daría para comer. Si mi padre me ve comprar vestidos y ponerme majezas, quizás pensaría algo malo de mí.

      Salvador meditó un rato.

      – En efecto – dijo al fin. – No había caído en eso.

      – Ahí tienes el dinero.

      – No: le dices a tu padre que has economizado; le dices lo que quieras, ¿sabes? – objetó Monsalud con impaciencia-; pero quiero verte mejor vestida. No debes atender demasiado a lo que piense tu padre, querida, porque el pobre viejo es demasiado terco. Ya ves cómo me trata. Es mucha saña la suya. Pero ya le amansaremos. ¿Sabes que el mejor día me presento en tu casa, le estrecho la mano y le propongo una reconciliación?

      – ¡Ah! – exclamó Soledad con tristeza. – No sabes bien cuánto te aborrece. Yo le he preguntado mil veces la causa y nunca me la ha querido decir. Ello será alguna cosa muy rara, alguna equivocación, quizás una tontería, porque creer yo que tú eres malo, no, no lo creeré jamás.

      – Según lo que se entienda por maldad. Pero dime, ¿tu padre me nombra con frecuencia?

      – ¡Quia! Lo menos posible, aunque bien se le conoce que te tiene en el pensamiento. Yo lo comprendo así, porque me he acostumbrado a leer en su pensamiento de mi padre, y para obligarle a que me revele la causa de su odio, te nombro.

      – ¿Le recuerdas cuando éramos vecinos?…

      – Y cuando iba yo a charlar con tu mamá.

      – ¿Y cuando le saqué de la cárcel de la Corona?

      – Y todos los beneficios que nos has hecho y tu buen comportamiento y generosidad – dijo Solita exagerando con la voz y el gesto lo que expresaban las palabras. – Pero, hijo, el recuerdo de tus bondades le ensoberbece más… ¡Si vieras cómo se pone!… La única vez que me ha dicho términos malsonantes, amenazando pegarme, fue por ciertos elogios que hice de ti. Díjome que eras un malvado, un perverso, un… ¡no puedo repetir aquellas palabrotas! Mi padre se equivoca; ¿no crees tú que se equivoca?

      – Quizás no – repuso sombríamente Monsalud.

      – Vaya, que tienes tú también unas rarezas… ¿Conque dices que no se equivoca en lo que piensa de ti?

      – Digo que no lo sé.

      – Si le oyeras repetir: «Ese hombre es un monstruo, hija mía; no te manches la boca nombrándole»; si le oyeras esto, dirías que ha perdido el juicio. ¡Desgraciado padre mío! Ayer mismo me dijo: «Si ves a ese hombre en la calle, huye, corre, no le mires, evita su presencia y su contacto como el de un reptil venenoso…». ¡Reptil venenoso nada menos, caballerito!… Y has de saber que tú manchas cuanto tocas. Todas esas gracias tienes. Oyendo a mi padre tales locuras, ayer, ayer mismo, el corazón se me oprimía, las lágrimas se me saltaban, y estuve tentada de contestarle: «pues el reptil venenoso nos está dando de comer»; pero no me atreví… Mejor fue callar, ¿no es verdad?

      – Callar, callar siempre. No le contraríes jamás en este tema. Apóyale más bien. La verdad es que no soy un modelo.

      – Si al menos hubiese algún motivo, por pequeño que fuera, un motivo…

      – Pues lo hay – dijo Salvador mirando serenamente a su joven amiga. – ¿Tú qué sabes de cosas del mundo? Tú no entiendes de maldades, afortunadamente.

      – Pues si hay un motivo – exclamó Sola con ardor, – si alguna razón hay para que mi padre te llame perverso, dímelo, por Dios, dímelo, Salvador; dame esa prueba de confianza. Tu falta, tu error, tu equivocación o lo que sea, no puede ser grave; será una tontería, una cosa… una de esas cosas que no valen nada… una sandez de esas que no merecen odio, sino risa…

      – No es tontería.

      – Pues lo que sea, dímelo; me parece que merezco esa prueba de confianza – repuso ella. – ¿Crees que me asustaré?… Sí, buena soy yo para espantarme de nada. He visto mucho mundo, señor mío; he visto muchas pilladas, y las tuyas, por grandes que sean, no me llamarán la atención.

      – Es que las mías son muy grandes – dijo Salvador riendo. – Vamos, no quiero perder tu buena amistad. Es la única amistad verdadera que tengo. Déjamela.

      – La tendrás mientras yo viva – indicó Sola con viva emoción. – Yo te juro que la tendrás, aunque seas más malo que el mal ladrón, aunque hayas sido asesino, salteador… ¿Por qué te ríes?

      – ¡Asesino, salteador!

      – Vamos; ya se comprende que no habrá sido tanto.

      – Quizás más.

      – ¿Más? Tú también has perdido el juicio. No aumentes mi curiosidad.

      – ¿Tienes mucha?

      – Muchísima. Me abraso… ¡Bah! Tú me quieres confundir. ¿Cómo puedo yo creer que tú, que tú, un hombre tan bueno, tan generoso, hayas ofendido?… porque mi padre ha de creer que tú le has ofendido personalmente.

      – Personalmente.

      – ¿De qué manera?

      – Imagina la peor.

      – ¿Y

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