Episodios Nacionales: 7 de Julio. Benito Pérez Galdós

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Episodios Nacionales: 7 de Julio - Benito Pérez Galdós

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me atormentas a mí de un modo cruel.

      – Si hablaras…

      – Si callaras tú…

      – Pues dímelo todo.

      – Sola, querida hermana; el mérito consiste en perdonar las ofensas sin conocerlas. También es gran mérito, sobre todo en las mujeres, refrenar la curiosidad.

      – Con respecto a ti no dirás que soy curiosa, ni atisbadora, ni entrometida. ¿Sé yo algo de tu vida? ¿Te pregunto en dónde pasas el tiempo que no estás aquí ni en tu casa? Verdad es que no tengo derecho a saber nada; pero en fin… en algo más que en los socorros que recibo debiera conocerse que somos hermanos, como tú dices. Jamás me has hecho una confianza, ni me has contado la causa de tus tristezas cuando estás triste, ni el motivo de tus alegrías cuando estás alegre.

      – Si lo sabes todo, tonta.

      – Si lo ignoro todo, pero todo – afirmó Sola con cierto enojo. – Dicen que los hombres enamorados son muy comunicativos: pero tú no lo eres.

      – ¿Estoy yo enamorado acaso?

      – Siempre lo estás. ¿Pues qué, eso no se conoce? Estás enamorado, sí; pero vaya usted a averiguar de quién. De alguna gran señora… algo, algo se le va descubriendo a usía, caballerito. No podrás negar que tienes siempre el pensamiento allá en las quintas regiones, ¿me explico? Quiero decir, hermanito, que rara vez estás en este mundo, donde nos arrastramos los desdichados que vivimos de pan.

      – ¿Y a eso llamas estar enamorado?

      – Pues es claro. Enamorado estás. Si no es de una mujer, será de todas a la vez, o de alguna que por sus muchas perfecciones no pueda existir, ni existe…; pero siempre hay alguna de carne y hueso, ¿no es verdad? Yo así lo creo, y tu madre lo cree también, pues dice que ahora estás más distraído que nunca; que te hablan y no contestas; que no ves lo que tienes delante; que no reparas en nada; que no duermes; que comes poco; que hablas solo; en fin, que tienes dos vidas, (eso lo digo yo), esta que todos vemos y otra que ignoramos; esta que es clara, natural y sencilla, y otra que anda por esas nubes… Yo no sé explicarme… otra que vive en amores muy sutiles y… ¿cómo decirlo?… en amores terribles… parece que vas entendiendo.

      Salvador reía.

      – Vaya, puesto que te empeñas en ello, hermanita, voy a tener confianza contigo y a contarte…

      – ¿Sí? Pues ahora mismo: empieza.

      – No, ahora no.

      – Sí, ahora. Sabe Dios cuándo volveré.

      – Volverás otro día. Además, hijita, es preciso no olvidar el discurso del señor Duque.

      – ¡Maldito discurso!…

      – Ya hemos charlado bastante. Ahora te vas a tu casa, acompañas a tu papá, le cuentas cualquier amena historia que le distraiga, despachas tus quehaceres, das un paseíto con el viejo, vuelves a tu casa, coses un poco y después te acuestas para dormir santamente como un ángel.

      – ¡Sí… dormir!… Bueno, me marcharé – dijo Sola dirigiendo una mirada triste a los cuadros que ornaban las paredes. – Adiós.

      – Y al dormir soñarás con tu primo Anatolio Gordón, el cual del puesto de primo va a pasar al puesto de marido y que si no ha llegado, ni escribe, ni parece, ya llegará y escribirá y parecerá, porque Dios no abandona a los suyos.

      Soledad exhaló un suspiro y se dispuso a salir. Oyose en el mismo instante una campanilla.

      – El señor Duque me llama – dijo Salvador. – Adiós, hermana. Haz todo lo que te digo, obedéceme y verás qué bien te va. Cuidado cómo te olvidas del vestido… Vuelve dentro de ocho días… o antes siempre que se te ofrezca algo urgente. También puedes escribirme.

      – Todo, todo lo que mandes haré.

      – Vaya – dijo él con impaciencia, – basta de despedidas, adiós.

      – Adiós. ¿Has dicho que dentro de ocho días? Bueno. Y del vestido ¿qué has dicho?

      Sola se detuvo junto a la puerta.

      – Que sea muy bonito… Vete ya… el Duque me llama. ¡Cómo pierdo el tiempo! Adiós, adiós.

      III

      El duque del Parque fue uno de los generales españoles que más descollaron en la guerra de la Independencia. Después de Álvarez, el más heroico; de Alburquerque, el más inteligente; de Castaños, el más afortunado, y de Blake, el más militar, aunque el más desgraciado, es preciso colocar al duque del Parque, que, mandando el ejército de Galicia, ganó en 18 de octubre de 1809 la batalla de Tamames. En ella fue derrotado el general Marchand y sus doce mil franceses con pérdida de dos mil hombres, un cañón y una bandera. No fue igualmente afortunado Su Excelencia en la política, a la cual se dedicó con el afán propio de los ineptos para tan escabroso arte.

      O el trato de ciertas personas, o lecturas revolucionarias, o quizás desaires que no creía merecer, lleváronle al partido exaltado. Grande de España, se sentó en la silla presidencial de La Fontana de Oro, desde la cual oyó apostrofar a los duques. Diputado en el Congreso de 1822, figuró en el grupo de Alcalá Galiano, de Rico, que había sido fraile y guerrillero; de Isturiz y otros. Este grupo no quería el orden, y a fuer de sostenedor de los libres, se ocupaba en asaetear constantemente al otro partidillo compuesto de Argüelles, Álava, Valdés, etc. De la misma lucha, y como transacción, salió la presidencia de Riego. Ya tendremos ocasión de ver cosas muy saladas que ocurrieron en aquellos días y en aquel sillón presidencial.

      Volviendo al Duque, Su Excelencia poseía gran fortuna; era generoso, amable, ilustrado hasta donde podía serlo un duque y general y español por aquellos tiempos. Si se hubiera curado de la manía, tan común entonces como ahora, de figurar en política contra viento y marea, habría sido una persona inmejorable; pero entre las muchas debilidades que le trajo el loco afán de llegar al Gobierno, tenía la de querer ser orador, y el orador como el poeta ha de nacer, pese al refrán que dice lo contrario y que se equivoca como casi todos los refranes.

      Despertó aquella mañana, después de un sueño en que le atormentaron ansiedades políticas, le conmovieron ambiciones y le embelesaron triunfos oratorios. Dormido había soñado lo que soñaba despierto, es decir, que hablaba en el Congreso; que le aplaudían; que entusiasmaba; que era Mirabeau. Luego que se despabilaron sus sentidos, tomó El Universal y El Zurriago, que, juntamente con el chocolate, le había presentado su ayuda de cámara, y leyó; pero a su alma turbada no satisfizo la desabrida lectura. Levantose, y después de las primeras abluciones y de pasarse la navaja por la cara (pues aquel grande hombre se afeitaba solo), mandó llamar al que en su casa desempeñaba las funciones de mayordomo, secretario y confidente.

      – ¿Está concluido ya? – le preguntó Su Excelencia.

      – Está concluido – repuso Monsalud mostrando varios pedazos de papel escritos por un lado y otro.

      – ¿Tan pronto? ¿Te habrás hecho cargo de lo que yo quiero decir?

      – Me parece que he interpretado bien el pensamiento de Vuecencia. Es clarísimo. Vuecencia quiere decir cuatro verdades al Ministerio, probar que Martínez de la Rosa con todas sus letras, no sirve para el caso; Vuecencia quiere que se arme gran barullo en las

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