Episodios Nacionales: 7 de Julio. Benito Pérez Galdós

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Episodios Nacionales: 7 de Julio - Benito Pérez Galdós

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del Parque sintió que su frente se cubría de sudor; trató de recordar, llamó la memoria; pero el discurso había desaparecido ante los ojos de su entendimiento; se había borrado por completo y en su lugar una inmensidad negra, horrendo caos sin una línea, sin una idea, sin un rasgo se extendía ante el atribulado espíritu del orador.

      Al verse perdido, miró a la tribuna, esperando que la presencia de su amigo, devolviéndole la serenidad, le devolviese el evaporado discurso, pero entonces su angustia fue más grande. El amigo, el secretario, el confidente había desaparecido.

      Entonces el Duque sintió un mareo espantoso; en su garganta formose un nudo; miró al Presidente con desesperación, con angustia, como un náufrago que pide socorro.

      Los diputados todos le observaban, aguardando a ver en qué pararía aquello. Su Excelencia tartamudeó excusas que nadie pudo comprender, y al fin exclamó con voz clara:

      – Señores diputados, señor presidente… He dicho.

      V

      Después de arrastrar miserable vida durante todo el año 21 en un lugar del camino de Francia, D. Urbano Gil de la Cuadra pudo volver a la corte tolerado, si no perdonado por la policía. Amparole para esto un generoso desconocido a quien él creía compatriota suyo, y que, interesándose por él, le pudo conseguir lo más parecido a un indulto, o sea la negligencia del Gobierno. Favorecidos por aquella negligencia que tan caritativa era en el asunto de Gil de la Cuadra, mil y mil pillos conspiraban por el triunfo de todas las banderas conocidas.

      Favoreció también a nuestro desgraciado reo un individuo a quien pronto conoceremos y que se hacía pasar por amigo de D. Víctor Sáez, confesor de Su Majestad. Llamábase Naranjo y era, como D. Patricio Sarmiento, maestro de primeras letras, existiendo entre los dos, con la igualdad de profesión o industria, una rivalidad tan fuerte y, aunque disimulada, tan rabiosa, que para hallarla semejante sería preciso revolver los antiguos odios corsos o el antagonismo clásico de griegos y troyanos en los tiempos oscuros.

      Naranjo fue generoso con Gil, pues, además de trabajar en su reducida esfera, para que pudiese volver a la corte, arrancándole de los miserables pueblos del Norte de Madrid, le dio asilo en su misma casa y calle de las Veneras, a ochenta y tres escalones más arriba del local de la escuela y en un departamento estrecho pero independiente del propio domicilio del dómine. De tres o cuatro piezas tan sólo disponía Gil; mas el buen orden de su hija había hecho de ellas un recinto casi decente y casi cómodo, utilizando los pobres trastos que conservara de su antigua casa y algo que allegó con el favor de una providencia desconocida de todos los vecinos, aunque no de nosotros.

      El desgraciado D. Urbano no salía de su casa a ninguna hora del día ni de la noche, y rara vez ponía los pies fuera de la pieza que escogió para su albergue, y que era triste y oscura como una mala noticia. Había adaptado su organismo a un sillón que le servía de concha, y en él la cabeza calva, el rostro pálido y extenuado, los cansados ojos, las manos flacas, los brazos negros, permanecían largo rato en inmovilidad casi absoluta, en medio de un silencio semejante al de cualquier alcoba mortuoria.

      De pronto movía la cabeza, miraba hacia afuera y el patio lóbrego y sucio al cual daba su ventana, ofrecíale el grandioso paisaje de dos o tres cocinas medianeras. Allá arriba se veía, sí, un recorte irregular y azul lleno de luz y de belleza: era el cielo. Gil de la Cuadra lo miraba hasta que el dolor del torcido pescuezo obligábale a sumergir su contemplativa mirada en el fondo del patio. Allí todo era lobreguez, horror, vapores infectos, un detestable olor a almíbar. Hervía el azúcar en las cazuelas y un negro cíclope del dulce labraba yemas y azucarillos en aquella caverna húmeda y acaramelada. Las coplas obscenas que cantaba y el vaho de tal industria se unían en conjunto muy desagradable.

      El anciano leía a ratos. No escribía nada. Sus libros eran las novelas de la época, entre ellas el Werther y La nueva Eloísa; también Las noches. Aquel espíritu fatigado se rebelaba contra las lecturas serias, entregándose con deleite a un pasatiempo que le producía fuertes excitaciones de la sensibilidad y de la fantasía. El aplanamiento de la vida y la rápida decadencia habían determinado en hombre tan infeliz el retroceso senil, que consiste en una especie de renovación enfermiza de la niñez. En aquella edad y circunstancias, en tal estado de cuerpo y alma, Gil de la Cuadra soñaba, mejor dicho, idealizaba.

      Cuando su hija estaba en la casa, que era lo más común, solía dialogar con ella, aunque no mucho, a pesar de los esfuerzos de Sola por entablar conversaciones sobre temas lisonjeros; pero ya en los días a que alcanza nuestra descripción, que son los de Mayo de 1822, el anciano sin dejar de ser afectuoso con la graciosa joven, había perdido aquel cariño afable y atento que en él hemos conocido. Su sequedad llegaba a ser a veces aspereza y desabrimiento; mas la prudencia de Solita sabía burlar ingeniosamente los ataques, consiguiendo siempre que el viejo, después de irritarse un poco, tornase a su tranquilidad meditabunda.

      Cuando estaba solo estaba en su elemento. Entonces revolvíase inquieto después de largas pausas en que parecía dormido, o mejor, muerto. Un día en que Soledad había salido, el anciano leyó por espacio de hora y media. Después dio un suspiro, puso el libro sobre el antepecho de la ventana, revelando honda agitación en sus ojos, así como en sus labios que articulaban sílabas sin sonido. En voz alta exclamó luego:

      – Ahora tiene que ser. Ya no puedo más. He esperado bastante.

      Levantose como pudo, dirigiose al cuarto de su hija, y de allí a la pieza que servía de cocina. Revolvió febrilmente todos los objetos que pudo tocar, fue, vino de un lado a otro, registró, puso sus manos arriba y abajo, desordenando cuanto allí había.

      – Nada – dijo para sí con acento de dolor. – Esa pícara lo guarda todo bajo llave.

      ¿Qué buscaba? No debía de tener hambre, porque allí había comida y ni siquiera la tocó.

      Volviendo al cuarto de su hija, examinó las cerraduras de todos los cofres. Ninguna estaba abierta. Con rabia golpeó las arcas y los cajones de la cómoda, gruñendo así:

      – Todo, todo lo guarda esta condenada.

      En seguida registró la ropa que en distintos puntos de la estancia había. Su mano activa y resbaladiza entraba en todos los bolsillos, deshacía todos los pliegues, sacudía las faldas, desdoblaba lo doblado y hacía envoltorios de lo que estaba extendido.

      – Nada, nada.

      Sin duda buscaba llaves. Después de mucho revolver sintió un ruido metálico. Metió la mano y sacó una pieza de dos cuartos y un ochavo.

      – Esto ya es algo – pensó. – Con esto tengo] ya catorce cuartos reunidos, y si encuentro más… Iré juntando, y a falta de un medio, emplearé otro.

      Pareció darse por satisfecho con tal razonamiento y con aquel hallazgo, y puso fin a sus investigaciones. Regresando a sus dominios, es decir, a su sillón, sacó del seno un envoltorio para guardar su nueva conquista. Antes de hacerlo contó repetidas veces, con la gozosa atracción del avaro, su tesoro.

      – Catorce – dijo. – Catorce y un ochavo.

      Después hizo cuentas con los dedos mirando al techo.

      – Sí – murmuró-; pronto podré… Cualquier medio sirve. Quizás sea éste el mejor… Sí, es el mejor, el más fácil, el menos sospechoso, el más tranquilo… Puedo bajar fácilmente a la calle, cuando mi hija no esté aquí… Ya sé lo que tengo que hacer. Catorce cuartos… Todavía es poco. Pero Dios me ayudará… es preciso concluir pronto. ¡Maldita vida! ¡que aun para echarte fuera, nos has de dar trabajo! ¡Miserable harapo que te llamas cuerpo!… ¡que aun para limpiarnos

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