Episodios Nacionales: 7 de Julio. Benito Pérez Galdós
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– ¡Virgen María! ¿quién ha estado aquí? – exclamó. – Si hubiera gatos en la casa, diría: «los gatos»; pero no los hay.
Miró desde la puerta a su padre con la severidad cariñosa que se emplea ante los niños enredadores.
– Yo fuí, Sola – dijo D. Gil mirándola también con un poquillo de turbación. – Yo fuí: buscaba unas migas de pan para echar a esos gorriones que suelen bajar a la ventana de enfrente.
– El pan estaba en la cocina: ¿no lo vio usted?
– No, hijita, no vi nada. Creí que tendrías migas en los bolsillos.
– Lo mismo pasó la semana pasada cuando salí – dijo Solita, quitándose los alfileres del manto y cogiéndolos en la boca, mientras se quitaba aquella prenda. – Este papá mío es más travieso… Otro día saldremos juntos.
– Ya te he dicho que no quiero salir.
– A tomar el sol.
– Aborrezco el sol – repuso Gil de la Cuadra con laconismo.
– A tomar el aire.
– Aborrezco el aire.
– A ver Madrid.
– Madrid me repugna, me enardece la sangre, me mata.
– A ver la gente, a distraerse un rato.
– ¡La gente! ¡Bonita cosa quieres enseñarme! ¡La gente! Si los ojos no sirvieran más que para ver gente no valdría la pena de tenerlos.
– Vamos, vamos: basta de locurillas. Dios se enfada con los que dicen eso.
– Basta, regañona. Ahora me toca a mí. ¿En dónde has estado hoy tanto tiempo?
Soledad vaciló un momento antes de dar contestación; ¡tanta era su repugnancia a mentir!
– He ido a entregar una obra que había concluido… Por cierto que he venido muy aprisa para que no estuviera usted solo.
– Por eso no. Solo estoy yo perfectamente – dijo el viejo con displicencia. – No me gusta ver espantajos delante. No me gusta que cuando salgas, te lleves las llaves de todo como si yo fuera un ladrón.
– ¿Y para qué quiere usted las llaves? – preguntó Soledad con el mayor desconsuelo, dejándose caer sobre una silla y abrazando a su padre. – ¿Para qué quiere usted las llaves? Todo lo que usted pueda necesitar queda fuera. Para otro día tendré cuidado de dejarle migas de pan, por si vuelven los gorriones de hoy.
– No te burles… la verdad es que estoy incomodado contigo… Me tratas como a un chiquillo… No puedo hacer cosa alguna sin que tú lo husmees y te enteres de todo. De tal modo me vigilas, que hasta de noche, cuando dormimos, si por acaso me levanto porque tengo calor en la cama, tú vienes tras de mí para ver dónde voy.
– Si usted no hiciera locuras, si se conformara con su suerte, como Dios manda, y no hubiera ya intentado una vez cometer el mayor pecado del mundo, cual es atentar contra la propia vida…
Gil de la Cuadra no contestó nada a esta razón.
– Son aprensiones, hija – dijo al fin inclinando la cabeza. – Y si fuera verdad, vamos a ver, ¿qué tendría de particular? Es hermosísima esta vida para aficionamos a ella, ¿verdad?
– No nos falta nada.
– Nos falta todo. Honor…
– No se pierde por la persecución de la justicia cuando es injusta.
– Tranquilidad.
– La tenemos de sobra.
– No; porque esta es la hora en que yo no sé de qué vivo, ni cómo vivirás tú el día en que yo falte.
– Y para remediar mi orfandad y mi abandono, usted quiere matarse. ¡Linda precaución!
– A quien todo lo ha perdido, hija mía, se le puede perdonar que haga algún disparate.
– ¡Quien todo lo ha perdido!… ¿acaso no vivo yo, o no soy nada?
– Tú eres mucho, tú eres todo; eres todo para mí. Verdad es que te conservo – dijo Gil de la Cuadra, abrazando a su hija. – Pues qué… ¿crees tú que si no existieras, si no tuviera yo junto a mí este rayo de luz, que da vida a mi vida, y esta alma que da apoyo a mi alma, podría sostenerme un día más? ¿Crees que puede sostenerse quien está perdido, humillado, miserable, deshonrado, sin otro lazo con la sociedad que el desprecio que ella muestra y la limosna que me da un pobre maestro de escuela? La religión no basta a consolar a los que hemos fomentado en nuestro entendimiento ciertas ideas. Es triste decirlo; pero debe decirse porque es verdad… Mira tú lo que es el destino, Dios, la Providencia o como quieran llamarlo. En medio de mis desastres, de mi padecimiento, de mi deshonra, yo tenía una esperanza.
Soledad hizo con la cabeza una señal de asentimiento.
– Yo tenía una esperanza, y ¡cuán risueña, cuán bella, hija mía! Era cuanto un padre cariñoso puede desear. Realizada aquella esperanza, yo hubiera subido al cielo como un ángel, tranquilo, sereno, limpio, lleno de Dios. Sin ella… iré a donde mi perverso destino quiera.
– No hay que tomarlo de ese modo.
– ¿Pues de cuál? ¿La realidad puede tomarse de otro modo que como tal realidad? ¿Caben en ella fantasmagorías? No; no te hagas ilusiones. Tu primo no viene ya; nos desprecia como nos desprecian todos los nacidos, porque somos pobres, porque estamos deshonrados, porque somos una vil escoria.
– Mi primo no ha dicho que no vendrá.
– No lo ha dicho; pero ello es que no viene. Quiere romper su compromiso de una manera evasiva. ¿Cuánto tiempo ha pasado desde la última carta?
– No lo recuerdo bien – dijo Sola, demostrando que no dedicaba sus ocios a llevar la cuenta de las cartas que escribía el desnaturalizado primo.
– Pues yo sí lo recuerdo. Hace cinco meses y tres días… ¿Qué quiere decir este silencio?
– Que no tiene ganas de escribir, o que está preparando su viaje.
– No te hagas ilusiones; repito que no te hagas ilusiones. En la realidad no puede haber, no hay fantasmagorías. La cuestión es la siguiente…
– Sí, ya lo sé – dijo Soledad riendo.
– Mi pobre hermana, que murió hace cinco años, me dijo en los últimos días de su vida: «deseo ardientemente que mi hijo se case con tu hija…».
– Y usted le contestó: «Yo también deseo que mi niña se case con tu niño…». Sí, ya sé; no es la primera vez que oigo ese cuento.
– Mi hermana y yo tratamos del asunto largamente. Hallábamos las cualidades más apreciables en uno y otro. Ella te creía un ángel del Cielo. Yo veía en su hijo un enviado de Dios. ¡Admirable plan, que ha dado alientos por mucho tiempo a mi cansada vida! He soñado con ese matrimonio, como