Episodios Nacionales: 7 de Julio. Benito Pérez Galdós

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Episodios Nacionales: 7 de Julio - Benito Pérez Galdós

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pero me levanto, hijo, abro la boca, digo «señores», y entonces… ¡qué mareo! el Congreso empieza a dar vueltas en torno mío; parece que las tribunas son otras tantas bocas disformes que se ríen de mí… empiezo a sudar, póneseme un picorcillo en la garganta, toso, escupo, en fin, Salvador de mi alma, que no digo más que vulgaridades…¡y lo llevaba tan bien aprendido, tan claro!

      – Procure Vuecencia tener serenidad, y aprenda del general Riego. Eso sí que es hablar sin ton ni son; eso sí que es decir perogrulladas huecas con apariencia de cosas graves. Todo por efecto de la serenidad. Cuando no se tiene idea del disparate, cuando no existe el temor, cuando una presunción excesiva asegura el aplauso de uno mismo, está allanada la dificultad y los apuros parlamentarios no existen.

      – Dices bien: es cuestión de temperamento. Yo no sirvo para el caso; pero hay que sacar fuerzas de flaqueza. ¡Ay! ya me tiemblan las carnes pensando… ¿Irás a oírme?

      – ¿Pues cómo había de faltar? Llevaré quien aplauda si es preciso.

      – Eso no: si lo hago mal, no quiero palmadas. Poca burla harían de mí Alcalá Galiano e Isturiz. Así es, y siempre están con bromitas sobre nin oratoria, la oratoria Parquesiana, como dicen ellos. Ve tú, y no quites los ojos de mí: yo te miraré cuando me encuentre apurado, a ver si de este modo recobro el imperio de mí mismo y agarro las palabras que se me escapan.

      – Allí estaré. Ya sabe Vuecencia mi sitio en la tribuna de orden tendremos diversión pasado mañana por ser el día fijado para que el batallón de Asturias entre en Madrid.

      – ¿Pero eso va de veras?

      – ¡Tan de veras!… Por ser el primero que dio el grito de libertad en las Cabezas, Su Majestad le ha concedido permiso para que entre triunfalmente en Madrid, salude la lápida de la Constitución, y desfile ante el Congreso. Dicen más…

      – Que una diputación de aquella fuerza se presentará en la barra de las Cortes a recibir de manos del Presidente un ejemplar de la Constitución.

      – Así parece.

      – ¡Hombre, cuándo acabarán las mojigangas! Yo suprimiría la tal ceremonia; pero, ¿qué se ha de hacer? El partido lo quiere, y es preciso aplaudirla, decir que es admirable y defenderla a regañadientes de los burlones. Adelante, pues, y vengan mascaradas.

      – Todo esto concluirá temprano y Vuecencia podrá empezar su discurso a eso de las cuatro. Es buena hora.

      – ¿Crees que es buena hora?

      – Sí, porque el público y el Congreso no están cansados ni impacientes. ¿Ya Vuecencia se ha puesto de acuerdo con el Presidente?

      – Sí; me ha concedido la palabra. Soy el primero que habla en la cuestión del voto de censura al Sr. Moscoso. Como no haya altercados que retarden la discusión… A ver: dame esos papeles. Ya me parece que llega la hora fatal… Ánimo, duque del Parque, serenidad: hazte la cuenta de que no vas a decir ningún disparate, absolutamente ninguno.

      – Principie Vuecencia leyendo el discurso en voz alta, figurándose que está en D.ª María. Accione, gesticule, entone bien, mire hacia la cama, haciéndose cargo de que es la Presidencia; mire a estas paredes, creyendo que son las tribunas.

      – Así lo haré. Dame, dame acá pronto. Miraré esas dos sillas creyendo que son Alcalá Galiano e Isturiz y desafiaré sus miradas burlonas y sus impertinentes sonrisillas.

      – Mire Vuecencia este jarrón vacío, figúrese que es el general Riego, figúrese que el consuelo de los libres le está mirando, y cobrará aliento y brío.

      – Bien, bien – dijo el Duque tomando el manuscrito. – ¡A estudiar! Felizmente tengo buena memoria. ¿Te irás a trabajar? Eso es: cuando tenga mi lección regularmente sabida, te llamaré, a ver qué tal lo hago.

      – Muy bien: yo me vuelvo al despacho.

      – Hoy no estoy para nadie… ¿Conque subirás después?… Lo leeré cuatro o cinco veces. Cuando lo sepa regularmente tú me oirás, a ver qué te parece la acción, el gesto, los cambios de tono. Me dirás si en tal o cual pasaje conviene echar un par de toses, o estirar el brazo, o quedarme parado y en silencio mirando con altanero desdén a todos lados.

      – De todo eso creo entender algo. Adiós, señor Duque; a trabajar.

      – Adiós, buena alhaja.

      El Duque se quedó solo, y poco después atroces gritos atronaron la casa. Comentaban con malicia los criados el rumor de apóstrofes, epifonemas y onomatopeyas que les aseguraban completa vagancia por algunas horas; pero ningún habitante de la casa se atrevió a poner su planta profana en el gabinete convertido en salón de sesiones. Mientras el Duque hablaba, la aquiescencia de su auditorio era perfecta. Ni la cama que era la Presidencia, ni las sillas que eran Galiano e Isturiz, ni las paredes que eran las tribunas, ni el jarrón vacío que era Riego hicieron objeción alguna. El orador estaba inspirado.

      IV

      El 16 de marzo las tribunas del salón de Cortes en D.ª María de Aragón rebosaban de gente. Decíase que el segundo batallón de Asturias iba a penetrar en la sala de sesiones, y esto era de ver. No siempre entra la tropa en las Asambleas para disolverlas.

      La iglesia-congreso ofrecía entonces al espectador escasísimo valor artístico. Por algunas pinturas sagradas en el techo se conocía el templo cristiano; por una estatua de la libertad y una inscripción política se conocía la Asamblea popular. El presbiterio sin altar, era Presidencia; la sacristía sin roperos, salón de conferencias; el coro sin órgano, tribuna. Bastaba quitar y poner algunos objetos para hacer de la cátedra política lugar santo o viceversa, y así cuando los frailes echaban a los diputados o los diputados a los frailes, no era preciso clavar muchos clavos.

      El Senado actual puede dar idea completa del Congreso de entonces, si la imaginación suprime el decorado artístico y los graciosos remiendos de oro y estuco que los arquitectos del Estado han puesto por todas partes. El Presidente ocupaba el mismo sitio, y los diputados se sentaban, cual los modernos senadores, en dos filas, frente a frente, contemplándose unos a otros. Había en lo alto tribunas laterales tan oscuras, estrechas e incómodas como las de hoy, con ingreso por lóbregos pasillos, los cuales tenían tortuosa comunicación con una escalera que en los tiempos frailescos servía para dar subida al campanario. Los espectadores, fuesen a la tribuna de orden o a la pública, tenían que ascender por inverosímiles antros oscuros y escurrirse luego por los corredores sin luz, hasta que la remota claridad de los medios puntos en que se abrían las tribunas y el rumor de la discusión les anunciaban el término de su arriesgado viaje.

      Salvador Monsalud penetró en la tribuna cuando los padres de la patria empezaban a llenar los escaños. Su primera mirada fue para el Duque, que también recorrió con los ojos el piso alto, buscando al autor de sus discursos. Fijose luego el joven en los diputados de ambos grupos, en los de la gran montaña democrática, que eran los que daban interés a las sesiones y en los templados que con su moderación importuna procuraban quitárselo. Vio a los grandes demagogos de aquellos días, Alcalá Galiano, Escobedo, el duque de Rivas, Isturiz, Bertran de Lis, Infante, Ruiz de la Vega; vio a los doceañistas Argüelles, Álava, Valdés; a los ministros Sierra Pambley, Balanzat, Clemencín, Romarate, Moscoso, Garelly y Martínez de la Rosa, objeto de la atención general por parte del público de las tribunas.

      Un hombre como de cuarenta y cinco años, de mediana estatura, presencia simpática, rostro medianamente agradable, sin barba, de ojos azules y aspecto en general pacífico y bonachón, subió a la Presidencia. Era el hombre de la época, el caudillo

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