Episodios Nacionales: El Grande Oriente. Benito Pérez Galdós

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу Episodios Nacionales: El Grande Oriente - Benito Pérez Galdós страница 5

Episodios Nacionales: El Grande Oriente - Benito Pérez Galdós

Скачать книгу

al vecino del cuarto segundo? Estaba hablando con un guardia.

      – ¿Pero no saben ustedes lo mejor? – indicó Sarmiento, padre. – Pues ya me olvidaba… Que tengo nuevos datos para juzgar de las opiniones políticas del Sr. Gil de la Cuadra.

      Monsalud miró fijamente al preceptor.

      – Un precioso dato. Tengo por seguro que es despótico.

      – Vamos, no hable usted mal de los vecinos, y menos de ese buen sujeto – dijo Doña Fermina. – Él y su niña son personas muy decentes que merecen el mayor respeto.

      – ¿Respeto? No se lo niego. Oiga usted el dato, Sr. D. Salvador. Ayer tarde entró en mi academia para que le cortase una pluma. Ya sabe usted que en la pared de enfrente tengo un buen retrato de Riego. Como el Sr. Gil le mirase atentamente, yo dije: «ése es el grande hombre». Advertí en el semblante de nuestro vecino una sonrisa picaresca. Mirome, y con mucha suficiencia y pedantería, exclamó: «Es un majadero».

      – Lo mismo dice mi hijo – manifestó la Monsalud, ofreciendo el chocolate a sus dos vecinos.

      – ¿Lo mismo dice? Será por broma. ¡Riego, D. Rafael del Riego! Inmensa figura que se alza sobre el suelo de la patria, y con su majestuosa cabeza toca las nubes! ¡Riego, sol refulgente que todo lo inunda con su luz! ¿A quién sino a él se debe la libertad que gozamos? ¿A quién sino a él debe España el haberse puesto por montera del mundo y el estar por encima de toditas las Naciones?

      – Pues Salvador dice que es una cabeza llena de viento – dijo Doña Fermina, gozando en mortificar al maestro.

      – Bromas; son bromas, Sr Sarmiento – dijo el joven con benevolencia.

      Monsalud había encendido una luz y examinaba cartas y papeles.

      – Como bromas pueden pasar; pero son de mal género. Esas bromas puede oírlas cualquiera que no sepa discurrir… Yo no me tengo por ignorante; yo creo haber leído algo; creo poseer alguna ciencia… digo, me parece a mí…

      – Por de contado.

      – Algo sabe uno de lo que ha pasado en el mundo: memorables hechos y preclaras acciones, o sea lo que los eruditos llamamos historia. Y si no, que lo diga el Sr. D. Salvador.

      Monsalud no dijo nada.

      – Pues bien – añadió Sarmiento sorbiendo la mitad de lo que contenía la jícara, – yo declaro que conozco pocos varones de la antigüedad (y ahí está Plutarco que lo certifique…) sí, conozco pocos que se igualen a este atrevido comandante, que desafió al absolutismo, a toda la Europa, señora; a la Santa Alianza, a los Borbones todos, a los serviles todos. Y tan gran fin realizó sin derramamiento de sangre, porque… vean ustedes la historia: Harmodio y Aristogitón derramaron mucha sangre; las sediciones de los Gracos también fueron cruentas; Bruto mató a César; Robespierre y Danton, ya sabemos que cortaban cabezas como yo plumas; Cromwell degolló a Carlos I, etc. Pero nuestro hombre ha dicho: Sea la libertad, y la libertad ha sido. Su espada no ha necesitado herir para vencer. Con su vívido fulgor deslumbráronse los tiranos, y, despavoridos, huyeron cual asustadas liebres. ¿No es verdad, señor D. Salvador? ¿No es verdad esto?

      Monsalud tampoco dijo nada, ni hacía caso de la disertación sarmentil.

      – ¡Y a hombre tan insigne, a este campeón que le dijo a España, como el ángel a María: El Señor o la Libertad es contigo; a ese apóstol, señores, se le tiene alejado de la Corte, como si fuera una plaga, un pedrisco u otra calamidad aterradora! Se le desterró primero a Asturias; se le desterró después, porque destierro es, a la Capitanía General de Aragón… ¡Oh! si yo llegase a regir los destinos de la España; si yo… pongamos por caso, llegase a ser ministro… mi primera disposición sería para recompensar dignamente a ese héroe inaudito…

      – ¿Más todavía?… – indicó festivamente Monsalud.

      – ¿Pues qué? – dijo Sarmiento con ciceroniano ademán, poniendo sobre la mesa la jícara vacía, – acaso se le han tributado honores correspondientes a sus servicios? Ni aun en la jerarquía militar ha tenido la elevación a que es acreedor. Él era comandante: le plantaron en mariscal de campo… Bueno; pues eso, digan lo que quieran, es bien poco, es poquísimo; y aún me parecían una bicoca los tres entorchados. Usted tenga presente cómo recompensó Inglaterra a Lord Vellintón después de la campañita aquella en que derrotó a Bonaparte. Así se premian los grandes servicios, no con estas mezquindades de aquí.

      – Tiene razón el Sr. Sarmiento – dijo Doña Fermina. – Si por lo de militar merece los tres entorchados, por lo que tiene de orador y de hombre discreto se le puede señalar una renta. Vaya, que la escena y los discursos aquellos del teatro fueron cosa bonita.

      – Extraordinariamente buena, aunque usted, señora mía, lo diga con cierto tonillo zumbón. Lucas, ¿te acuerdas?… Nosotros fuimos desde muy temprano a la cazuela. ¡Qué tumulto, qué palmadas, qué entusiasmo! Yo me puse tan ronco que en ocho días no pude dar lección a los chicos. Aún me parece que veo a nuestro querido General levantarse del asiento con aquella majestad que él sólo tiene, y echarnos un discurso que me pareció de perlas, si bien con el mucho alboroto no se oía una palabra desde arriba. Aún me parece que estoy oyendo la pomposa música del himno que entonó el público. Riego, con aquella gracia suma que Dios le ha dado, levantose y dijo: «La música del himno no es así, sino de esta otra manera». Y se puso a cantarlo. Sus ayudantes llevaban el compás.

      – ¡Estaría bonito!…

      – Después, uno de los ayudantes cantó el trágala, perro, y aquí fue Troya. Yo creo que hasta las figuras pintadas en el techo cantaron en aquel instante. ¡Sublime momento, señora!… Pero los envidiosos no faltan en ninguna parte. Empéñase el jefe político en decir que aquello era un desorden. Quiere hacernos callar; encréspase el público como el Océano agitado por rabioso Noto; empiezan las puñadas, los dimes, los diretes, los ternos de pimentón, las cantáridas gramaticales. Riego mira con desdén al jefe político. Algunos de sus ayudantes, mostrando una impavidez pasmosa, le insultan. Aporréanle dos o tres paisanos, Paco Rincón y Blas Cortada, si no me engaño; el teatro parecía una caldera hirviendo; el General se retira al fin, y, ¡oh, pavor!, las calles están llenas de gente, la tropa se encierra en los cuarteles, y todo es zozobra y miedo de trifulcas. Sin la imprudencia del jefe político, nada habría pasado. Pero el despotismo es así: no le gusta oír el himno ni el trágala; no quiere ver la faz del libertador del hesperio suelo, y aquí tienen ustedes el resultado: guerras, asolamientos, fieros males, como dijo el poeta. Nada, nada; según esa gente estólida, a la Libertad debe ponérsele bozal para que no muerda.

      – Bozal para que no muerda – repitió taciturnamente Monsalud.

      – De la cosa más sencilla, del desahogo más ingenuo – continuó el vehemente preceptor, – toma pie el despotismo para extender su férreo dominio… Volvamos a nuestro invicto Don Rafael. De nada vale el popular deseo. Se empeñan en que ha de salir de aquí, y le echan como se echa un perro que incomoda. Las sociedades patrióticas dejan oír su autorizada voz en contra de tal vilipendio; pero no son oídas. Manifiesta el pueblo su voluntad de mil maneras; fíjanse pasquines; gritamos, pedimos, suplicamos, amenazamos. Yo pongo a todos los niños de mi academia la cinta verde con el lema Constitución o muerte. Ni por ésas. ¿Cómo contestan a nuestras honradas exhortaciones? Echando los cañones a la calle; lanzando de los cuarteles la caballería para que pisotee al pueblo; acuchillando sin piedad a la gente indefensa. En tanto Argüelles habla en las Cortes de las célebres páginas, y Feliú habla de los hilos; se alborotan también los diputados, y cuando un gran patriota como Romero Alpuente se dispone a defender al pueblo, ahogan su generosa voz los chillidos de los serviles.

Скачать книгу