Episodios Nacionales: El Grande Oriente. Benito Pérez Galdós

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Episodios Nacionales: El Grande Oriente - Benito Pérez Galdós

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– añadió Gil de la Cuadra complaciéndose en esta idea fundamental de su argumentación. – Después de ocultar a usted diferentes veces, yo autoricé a mi esposa para que, cediendo todas sus alhajas, que eran gran parte de nuestra fortuna, le rescatara a usted del poder de aquellos malvados guerrilleros que querían sacrificarle.

      – ¡Es cierto! – murmuró Salvador con voz grave.

      – ¿Cabe mayor abnegación tratándose de un desconocido?

      – No, no cabe más. Cien vidas de agradecimiento no bastarían para pagar eso que usted llama deuda, y como tal, con todo mi corazón la reconozco.

      – ¿De modo que usted, amigo mío, se halla dispuesto a hacer por mí, si me veo en un conflicto supremo, lo que mi esposa y yo hicimos por usted cuando peligraba su vida?

      – Dispuesto con toda mi alma – afirmó el joven lleno de piedad y efusión. – Ordene usted lo que debo hacer. Cuanto tengo, cuanto valgo, mi vida y mi nombre están a disposición de usted. No es un sacrificio, es un deber; y si no recuerdo mal, no ha sido preciso que llegaran ocasiones supremas para hacer este ofrecimiento, porque desde nuestra primera entrevista en Madrid me declaré deudor eterno de usted.

      – Es verdad; gracias, gracias – dijo el enfermo, estrechando con sus flacas y amarillas manos las de Monsalud. – Mucha atención a lo que voy a referir. Creo haber indicado a usted cuando estábamos en Francia que mis ideas han sido siempre favorables a los derechos absolutos de la Corona y a la monarquía pura tal como durante siglos la disfrutaron las más gloriosas naciones de la tierra. La ambición de mi segunda esposa y debilidades mías, que deploro amargamente, me indujeron a reconocer y servir al intruso Bonaparte. No necesito recordar la ignominiosa caída del partido afrancesado. Yo, que no pertenecí a él de corazón, sino por las sugestiones de mi mujer, tengo más derecho que los demás a quejarme de mi detestable suerte. Volví del destierro sin que mis ideas sufriesen mudanza alguna, y es singularísimo, y a la par muy triste, que los absolutistas del 14, con quienes mi corazón simpatizaba, me cerraran las puertas de la patria, y me las abriesen los liberales, a quienes tengo la desgracia de aborrecer. Esta contradicción real y molesta entre mi modo de pensar y mi gratitud, obligome el año pasado a huir prudentemente de las cosas políticas.

      Retireme a mi pueblo natal, La Bañeza. Como allí conocían todos mis ideas, un día los liberales me acometieron con palos, ordenándome que diese vivas a la Constitución; negueme a tal vilipendio, y aquella deuda que para con ellos contrajeron mis honrados labios, pagáronla mis costillas con buenos cardenales. No obstante, tuve paciencia, señor y amigo mío, y seguí pacíficamente en mi casa, pidiéndole a Dios que ponga fin a esta insoportable tiranía del populacho, mas sin buscar venganza, resistiéndome a tomar parte en los trabajos que algunos realistas traían entre manos para levantar partidas. En estas andadas, organizose en La Bañeza la llamada Milicia Nacional, que yo llamaría Infernal hablando propiamente, y para dar pruebas de su existencia y hacer el estreno de su bárbaro poder, emprendiendo con brillo el camino de la gloria, creyó que lo mejor era adjudicarme una nueva paliza, como lo hizo el 3 de Septiembre del año pasado, pretextando que yo conspiraba.

      – Ya van dos, Sr. Gil. En verdad que admiro la resignación y sufrimiento de usted.

      – Mes y medio de cama me costó la hazaña de los milicianos de mi pueblo. ¿Creerá usted que ni tales razones pudieron persuadirme a que dejara mi pacífico y santo retiro? Aguanté, callé y esperé. Mi actitud digna y cristiana debió ponerme a cubierto de nuevos ataques, ¿verdad?

      – Seguramente.

      – Pues no fue así. Precisamente por la razón de que yo sufría y callaba, debieron aplacarse en ellos la feroz intolerancia y salvajismo; pero no fue así, sino que mi humildad les hacía más bravos cada vez; y alegando conspiraciones que sólo en su obtusa mente existían, me atacaron de nuevo…

      – ¿Otra vez?

      – Sí, señor, y se lo digo a usted francamente. A la tercera paliza ya no pude aguantar más, y lo que no había hecho hasta entonces, lo hice desde aquel día.

      – ¿Conspirar?

      – Justamente. Ellos se empeñaron en que conspirara, y conspiré. Aquí tiene usted la sabiduría de los liberales. Con su imbécil sistema de apalear a los que no piensan como ellos, van poco a poco convirtiendo en enemigos a todos los españoles. Yo, que había hecho propósito firme de no mezclarme en la política activa, ni contribuir al levantamiento de partidas, ni conspirar, salí de mi casa decidido a todo, a todo absolutamente; vine a Madrid, y mi mala suerte deparome aquí el encuentro con un amigo de mi juventud, D. Matías Vinuesa, cura que fue de Tamajón, y a quien Su Majestad, en premio de los méritos que contrajo durante la guerra, hizo capellán de honor y arcediano de Tarazona.

      – Ya sé a dónde va usted a parar – dijo Monsalud con benevolencia. – Vinuesa le indujo a usted a intervenir en esa descabellada conspiración que le ha llevado a la cárcel y que probablemente le llevará también al patíbulo.

      Al oír esto, el enfermo palideció y sus labios pronunciaron algunas palabras a guisa de oración.

      – Puesto que todo se lo he de confesar a usted – añadió, exhalando un suspiro, – diré que, en efecto, he sido confidente y amigo de D. Matías Vinuesa. Obra de muchos es el célebre plan, cuyo descubrimiento ha ocasionado la prisión de ese bendito, y que, con perdón de usted, no es descabellado ni mucho menos, y nos habría conducido al glorioso objeto que anhelamos los buenos españoles, si la imprudencia, el soborno o la traición no lo hubieran descubierto. Presumo yo que alrededor del Trono, donde tanto se trabaja por derrotar al Gobierno y a los liberales, existen la venalidad y la corrupción más que en parte alguna, y que de los mismos que nos han incitado a conspirar partió la infame denuncia, fundada en móviles que no comprendo. Ya estoy aburrido, desengañado de la mala fe de todos, convencido de que tan pícaro es Juan como Pedro, y de que no es posible tomar parte activa en la cosa pública sin meterse en el fango hasta el cuello.

      – Es lamentable que no lo conociera usted antes de pringarse en la desdichada conjuración palaciega de Vinuesa, que es, según he oído, una de las mayores aberraciones que puede concebir la imaginación.

      – Siento que usted califique tan duramente un plan que no conoce – repuso Gil de la Cuadra en el tono del amor propio herido. – Y como no puede conocerlo si yo no se lo revelo, lo haré, porque después de la prisión de mi amigo, no hay en ello inconveniente. La primera condición de nuestro plan era el secreto. Sólo debían tener noticia de él Su Majestad, el infante D. Carlos, el duque del Infantado y el marqués de Castelar, como los únicos encargados de ponerlo en ejecución. Llegado el momento del golpe, Su Majestad debía llamar a los ministros, al Capitán general y al Consejo de Estado, y una vez que los tuviera a todos bien agazapados en la real cámara, debía entrar una partida de guardias de Corps, mandada por el serenísimo señor Infante, y prenderlos a todos, luego que el Rey saliese de la estancia. Vea usted qué ardid tan sencillo y al mismo tiempo tan fácil.

      – Sí; todo es fácil y sencillo en las cabezas de los conspiradores. Prosiga usted.

      – Inmediatamente después el mismo señor infante D. Carlos debía pasar al cuartel de guardias y mandar arrestar a todos los individuos poco afectos a Su Majestad y a nuestras ideas.

      – ¿También es eso fácil y sencillo?

      – Déjeme usted seguir. Al mismo tiempo el señor duque del Infantado… bien le conoce usted ¡qué imponente figura, qué aire marcial! Sólo con presentarse inclina los ánimos a la obediencia… Pues digo que el señor Duque debía marchar en el mismo momento a Leganés a ponerse al frente del batallón de guardias que hay allí.

      – Suponga

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