Episodios Nacionales: El Grande Oriente. Benito Pérez Galdós

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Episodios Nacionales: El Grande Oriente - Benito Pérez Galdós

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hija!… ¡Mi pobre hija! – gritó, clavando los tristes ojos en el semblante de su joven vecino.

      Con aquella mirada, su afligido corazón de padre dijo cuanto las circunstancias exigían que dijera.

      Solita perdió el conocimiento. Sarmiento, que estaba a dos pasos de ella, la sostuvo en sus brazos.

      – ¿En dónde pongo esto? – murmuró festivamente.

      – Subiré a Soledad a mi casa – dijo Salvador tomando en brazos a la joven como si fuese un niño, – y después, Sr. Gil, le acompañaré a usted a la prisión.

      Como lo dijo lo hizo, y poco después de medianoche todo estaba terminado.

      VI

      Todavía no se había descubierto el templo. No era aún la hora de la tenida, y los Hijos de la Viuda, descansando de las fatigas políticas en sus casas o en los cafés, esperaban que la luz astral de la noche marcase la hora propia para los trabajos del Arte Real. Los Maestros Sublimes Perfectos, los Valientes Príncipes del Líbano o de Jerusalén, los Caballeros Kadossch, los que antaño se llamaban Gerográmatas, los Hierorices, los Epivames, los Dadouques, los Rosa-Cruz de hogaño, los hermanos todos, desde el Terrible hasta el Sirviente; los aprendices, compañeros y maestros, desde los de mallete hasta los de cuchara, estaban ocupados en el ágape doméstico, o bien conversando con sus mopsses, jugando con sus lovatones o matando el tiempo en las reuniones profanas, lejos de la verdadera luz. Las estrellas no se habían encendido todavía, ni el mirto elusiaco exhalaba su aroma. Imperaba la rosa, emblema del silencio, y la imponente exclamación Ossé no había resonado aún bajo las bóvedas orientales. En una palabra (y hablando con claridad para inteligencia de los ignorantes), la sesión de la logia no había empezado todavía.

      En la Caverna del Mithra, o sea el Universo, hay un punto que se llama Mantua, o Madrid, en cuyo punto es evidente la existencia de una calle llamada de las Tres Cruces. En esa calle, cualquier curioso, aunque no tenga sus oídos abiertos a la verdadera luz, podrá ver una tienda de sastre, y si penetra en ella para que el supremo arquitecto de las levitas le tome medida de una; si durante esta fastidiosa operación alza los ojos a la bóveda del firmamento, vulgo cielo raso, verá sin duda que por aquellos descoloridos y descascarados yesos se pasean soles, lunas, rayos que fueron de oro, cordones, triángulos, estrellas pitagóricas y otros signos. Al ver esto, sentirá en su alma profundísima emoción de respeto, y dirá: «Aquí estuvo el gran templo masónico en los tres llamados años, del 20 al 23».

      Siguiendo nuestra relación (y dejando que pasen algunos días después de las escenas últimamente referidas, lo cual nos lleva a los últimos de Febrero de 1821), nos dirigimos allá. Es temprano: es la hora en que hierven los clubs, la hora en que Lorencini, La Cruz de Malta y La Fontana son otras tantas ollas donde burbujean con rumoroso y mareante zumbido las pasiones políticas, entre el chisporroteo de las envidias y el resoplido de las ambiciones. Todavía es temprano, porque los trabajos masónicos se abren (este tecnicismo obliga frecuentemente a no hablar en castellano) a hora más avanzada.

      Aún está a oscuras el edificio de la calle de las Tres Cruces. Reconocemos el vestíbulo, la sala de Pasos perdidos, donde campean los Cuadros lógicos, y no hallamos persona viva. Óyense tan sólo los pasos de un hermano sirviente que va y viene, poniendo en su sitio las lámparas de aceite que bien pronto se han de llamar estrellas polares, astros o nebulosas. Por último, vemos que entra un hombre con ademán resuelto, como persona muy hecha a semejantes lugares, y observando que adelanta sin recelo alguno, nos apresuramos a seguirle, tomándole por guía en el laberinto de galerías y salas. El desconocido se acerca al sirviente, y después de saludarle con signos que no nos es posible determinar, pronunciando una especie de santo y seña, le hace esta pregunta:

      – ¿Está el Sr. Canencia?

      – En la Cámara de Meditaciones le hallará usted, Sr. Monsalud.

      Le seguimos denodadamente, aunque el nombre de Cámara de Meditaciones nos da cierta comezoncilla de miedo, por haber oído que es un recinto pavoroso que hace enflaquecer el ánimo más esforzado. A pesar de esto, penetramos detrás del gallardo joven, y desde el mismo instante sentimos temblores y escalofríos al ver una habitación toda colgada de negro, no puede decirse que alumbrada, sino entristecida por macilenta luz. Damos diente con diente y el cabello se nos eriza al observar que en diversas partes de la triste estancia cuelgan, cual objetos en testero de tienda, cantidad de huesos y calaveras, y que medio esqueleto se apoya contra la pared, mirando con desconsuelo al otro medio, o sea los fémures y tibias que fueron de su pertenencia y ora yacen en el suelo.

      En la sepulcral pieza hay una mesa, y junto a esta mesa se ocupa en burilar una plancha, o sea extender un acta (hablando a lo cristiano), un viejo de cabellos blancos. No atendemos a las demostraciones amistosas que hace a nuestro introductor ni a las palabras de éste; por ahora, atentos sólo al conocimiento del local, fijamos los atónitos ojos en algunos letreros que entre hueco y hueco adornan las paredes, y leemos: «Si vienes impulsado por una mera curiosidad o por otro móvil aún peor, retírate; no trates de descubrirla, porque penetraremos tus intenciones». Volvemos la cabeza, y nos sale al encuentro otro parrafillo: «Si tu conciencia está tranquila, ¿por qué sientes disgusto ante estos despojos que te recuerdan el fin de tu vida?» Otro letrero dice: «¿Siente tu alma temor? Pues retírate, porque sólo un espíritu fuerte puede soportar las pruebas a que has de ser sometido». «¿Te hallas dispuesto a sacrificar tu vida en aras del progreso humano?»

      Poco a poco nos vamos familiarizando con el fúnebre y medroso espectáculo, y echamos de ver que la Cámara, lo mismo que su extraño mueblaje, tienen cierto sello de arrinconados cachivaches de teatro, dicho sea con perdón de las humanas calaveras. El polvo que los cubre, el desorden y abandono con que están colocados los huesos y las inscripciones indican que todo aquello está en lamentable desuso. Era la Cámara de las Meditaciones un recinto donde encerraban al catecúmeno para que preparara su ánimo antes de ser recibido como aprendiz por la congregación masónica. Lo primero que tenía que hacer el pobre profano, una vez que lo metían bonitamente allí, era otorgar su testamento y contestar por escrito a varias preguntas, con objeto de mostrar su manera de discurrir y los gramos de sal que tenía en la mollera. Formuladas las respuestas, un hermano entraba con el rostro cubierto en la Cámara, y recogiendo aquéllas, las entregaba al Venerable, que ya estaba presidiendo la sesión o tenida. Leíanse las pruebas del talento del neófito, y si no resultaba alguna barbaridad estupenda, concedíanle el goce de la verdadera luz. Aquí empezaba una serie de ceremonias de que la gente de todos tiempos se ha reído mucho; pero dicen los masones que hasta sus más insignificantes gestos y signos tienen un sentido no menos profundo que los ritos de las religiones india, judaica y cristiana. Digan lo que quieran, las ceremonias de estas religiones, aun consideradas tan sólo bajo el punto de vista artístico, tienen un sello especial de grandeza e idealidad; las masónicas, que sólo vagamente responden a una idea filosófica, parecen, por lo general, un juego de chiquillos, dicho sea con perdón de los Valerosos y Soberanos Príncipes.

      Cuando se acordaba que el profano tenía bastante entendimiento para ser masón (y no debían de ser grandes las exigencias del tribunal), vendábanle a mi hombre los ojos para conducirle a la logia, que estaba comúnmente a dos pasos de la Cámara de Meditaciones. Daba él un golpecito en la puerta, y un masón, a cuyo cargo corrían las funciones de primer celador, decía con la voz más campanuda posible: «Venerable, llaman profanamente a la puerta del templo».

      El Venerable, aunque sabía quién llamaba y por qué llamaba, se hacía el sorprendido, diciendo con acento solemne: «Ved quién es». Intervenía entonces otro funcionario, que se llamaba el guarda interino. Éste salía en averiguación del profano forastero que a deshora turbaba la tranquilidad augusta de la logia, y entonces el hermano que acompañaba al neófito decía: «Es un profano que desea ser iniciado en nuestros secretos».

      Por fin, después

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