Episodios Nacionales: El Grande Oriente. Benito Pérez Galdós

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Episodios Nacionales: El Grande Oriente - Benito Pérez Galdós

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style="font-size:15px;">      – Es natural, y en un mismo momento dado también debía hundirse todo. Adelante.

      – Se sobrentiende que lo referido había de acontecer por la noche – continuó el anciano. – Dado el primer golpe, veamos ahora su desarrollo. A las doce en punto, ni minuto más ni minuto menos, debía ponerse en camino para Madrid el batallón de Leganés, entrando en esta Corte a las dos. A las tres en punto, el regimiento del Príncipe, con cuyo coronel se contaba, debía ocupar todas las puertas de la villa, y a las cinco y media, ni minuto más ni minuto menos, debían las tropas y el pueblo empezar a dar vivas a la Religión, al Rey, a la patria, y mueras a la Constitución y a los ministros… Luego, el plan contenía una multitud de determinaciones, consecuencia natural del triunfo. Debían ordenarse varias cosas, verbigracia: que se celebrase un Concilio nacional… que los cabildos se encargaran otra vez de la administración del Noveno… que hubiese tres días de rogativas… que se rebajase la tercera parte de la contribución… que los gastos de iluminaciones y festejos fueran muy moderados… que los milicianos sirvieran en el ejército ocho años o pagaran veinte mil reales de redención… que se trasladara al obispo de Mallorca… que se imprimieran por cuenta del Estado las cartas del padre Rancio… que el obispo auxiliar, portador del libro de la Constitución el año 20, lo llevase también ahora, y con su propia mano se lo diese al verdugo para quemarlo… en fin, ya ve usted que nada faltaba.

      – Nada faltaba, a no ser sentido común. ¿Son también obra de usted los papeles El Grito de un Español y La Papeleta de León?

      – En esta misma mesa he escrito parte de ellos – repuso el enfermo con disgusto. – Pero no disputemos ahora sobre la ruindad o excelencia del plan. Yo sigo creyendo que sin los infames sobornos y traiciones que han mediado, nuestra obra nos habría proporcionado un verdadero triunfo. No es posible formar juicio de lo que no ha podido pasar del pensamiento a la irrecusable prueba de los hechos. Lo real, lo positivo, lo que vemos y tocamos, amigo mío, es que yo me encuentro comprometido, expuesto a perder la libertad y quizás la vida, si no hallo un hombre discreto, astuto, hábil y poderoso que me ampare en trance tan aflictivo.

      – Pero la Corte, esa Corte que es la que alienta, paga y sostiene las conspiraciones realistas, no le abandonará a usted…

      – ¡Ah! Sr. Monsalud de mis pecados – exclamó Gil de la Cuadra con amarga tristeza, – la Corte, o no puede nada, o teme comprometerse dándome el amparo que de ella he solicitado. Preso D. Matías, sin que ni Rey ni Roque lo hayan podido evitar, hecha pública la conjuración, no hay ningún prócer ni potentado de Palacio que no proteste de su adhesión al liberalismo. ¡Pecador de mí! ¡Mil veces pecador! La circunstancia de haber sido afrancesado me hace sospechoso a los absolutistas. Ésa es mi fatalidad; ésa es mi estrella negra; ésa es la funesta herencia que me dejó mi esposa. ¡Si viera usted cuántas puertas se han cerrado hoy ante mí! Es particular: de la noche a la mañana ya nadie me conoce. Soy un extraño, un importuno; creen, sin duda, que les voy a pedir un socorro pecuniario, y me reciben de malísimo talante. La única muestra de benevolencia que he recibido es muy triste, señor Monsalud. Diomela un caballero de Palacio, avisándome hoy el peligro que corro, porque halladas varias cartas y notas mías entre los papeles de Vinuesa, no han de tardar en venir por mí para embaularme en la cárcel, donde, si Dios no lo remedia, nos pudriremos el cura y yo, a no ser que nos cuelguen en la plazuela de la Cebada. ¿No es verdad, Sr. Monsalud, que debí preferir el tratamiento de los milicianos de La Bañeza?

      – ¿Usted espera que le prendan? ¿Lo sabe usted?

      – Lo sé.

      – Pues en tal caso – dijo Salvador con asombro, – ¿por qué no huye usted? ¿Por qué no se oculta al menos?

      – Precisamente de eso quiero hablarle-manifestó Gil de la Cuadra, cayendo de nuevo en el lúgubre abatimiento en que Salvador le encontrara. – ¡Huir!… Creo que no habrá otro remedio.

      – Es el más seguro por ahora.

      – Mis achaques me hacen de tal modo cobarde, que no acertaré a dar un paso… ¡Si parece que me convierto en un niño!… ¡Si se me oprime el corazón!… Luego doy en pensar en la desdichada suerte y desamparo de mi pobre hija… ¿Qué será de ella si muero? De tal manera se perturba mi alma y se enflaquece mi razón pensando en esto, que no puedo discurrir los medios de mi fuga o escondite. Piense usted por mí, pues no con otro objeto he solicitado su amparo; dígame usted lo que debo hacer… tráceme un plan.

      – No sólo indicaré lo conveniente, sino que haré cuanto pueda para que usted quede en salvo esta misma noche. Es preciso tomar una resolución pronta. Ánimo, Sr. Gil, no acobardarse, y triunfaremos.

      – ¡Oh!, gracias, gracias mil – exclamó el enfermo, estrechando las manos de Salvador.

      – El infeliz conspirador lloraba.

      – No perdamos tiempo… Saldremos juntos para que vaya usted más tranquilo – dijo Monsalud, restaurando más a cada palabra la energía moral y física de su vecino. – No carecerá usted de nada.

      – ¡De nada!… ¡Qué bendición de Dios! Usted me devuelve la vida… Yo que empezaba a carecer de todo, hasta de lo más preciso…!

      – El conflicto de usted, amigo D. Urbano, es poca cosa. Creo que nadie nos estorbará la fuga. Le llevaré a usted a un paraje seguro, donde vivirá tranquilo y oculto hasta que podamos conseguir un sobreseimiento, una absolución… allá lo veremos.

      – ¡Benditas mil veces sean esa boca y esas manos! – dijo Gil de la Cuadra con emoción profunda. – Usted me salva; yo me arrojo en sus brazos como en una playa hospitalaria después de ser juguete de las olas… ¿Con que usted, después que me ponga en lugar seguro, conseguirá un sobreseimiento, una absolución?… ¡Cuánto lo agradeceremos mi hija y yo!… Sola, Solita, ¿dónde estás?… Ven, corre a abrazar a este caballero.

      – Vale más que nos dediquemos sin perder un instante a preparar todo lo necesario… ¿Qué hora es?

      – Las once – dijo el anciano, levantándose con dificultad. – Me siento mejor; me siento más ligero; se me ha despejado la cabeza; muevo las piernas con flexibilidad; en fin, soy otro… ¿Con que a disponer…?

      – Sí, a disponerlo todo. Arregle usted lo que ha de llevar de su casa. Yo me encargo de todo lo demás.

      – ¡Oh!, idolatrada hija mía, ya tienes padre otra vez; viviremos tú y yo… – exclamó Gil de la Cuadra con viva excitación de espíritu. – Lo que va a hacer por mí, Sr. Monsalud, supera a cuanto hicimos por usted en aquel horrendo día. Si consigue ponerme en salvo esta noche, me parecerá que resucito, y el horroroso aspecto de la cárcel dejará de atormentar mi imaginación… Con que apresurémonos. Soledad, hija mía, ven… Una vez que esté libre de las garras de esos infames, fácil le será a usted sacarme del atolladero de la causa. Las sociedades secretas a que usted pertenece lo hacen y deshacen todo. Además, el señor duque del Parque, de quien es usted secretario, administrador o no sé qué, pasa por uno de los hombres de más valimiento que existen en España.

      – Antes de medianoche estaremos fuera de Madrid – dijo Monsalud, haciendo sus cálculos. – No conviene perder tiempo.

      – Ese ánimo y decisión me regeneran – dijo Cuadra, dando algunos pasos vacilantes por la habitación. – Déjeme usted que antes de ocuparme en los preparativos de la fuga le dé a usted un abrazo, un estrecho abrazo de amigo… así… Ahora veamos lo que se lleva… ¡Soledad, Solita!

      La muchacha apareció de repente, pálida, desconcertada. Su semblante expresaba el terror más vivo, y sus descoloridos

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