Episodios Nacionales: El Grande Oriente. Benito Pérez Galdós

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Episodios Nacionales: El Grande Oriente - Benito Pérez Galdós

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entrego; ya no respondo de él».

      Sería molesto y ocioso referir la serie de preguntas que el Venerable, desde la celeste luminosa altura del Oriente, dirigía al neófito. Después de las preguntas empezaban las pruebas, a fin de ver, según el código masónico, hasta qué punto la tortura física influye en la lucidez de las ideas del neófito, y conocer su energía, su carácter, etc. Aquí venían las figuradas copas de sangre; los homicidios de mentirijillas; los testarazos que no pasaban de broma; los cálices de amargura, cuyo licor ha sido siempre muy conocido en la Fuente del Berro; las abluciones en un pilón denominado Mar de bronce, y otros sainetes, algunos de los cuales recibían el nombre de viajes, y lo eran en efecto, por los imaginarios países de Babia. Al recién nacido le asistía en tales actos un individuo a quien llamaban el hermano terrible, siendo común que desempeñara tal comisión y llevase el atroz mote algún bonachón tendero de la plaza Mayor o manso escribientillo de cualquier oficina.

      En seguida juraba el recipiendario, prometiendo realizar cosas muy buenas, para las cuales no es preciso seguramente hacer el payaso, pues multitud de personas socorren a sus hermanos en la Caverna del Mithra, vulgo mundo, sin necesidad de que se lo mande un Venerable ni de que le mareen con preguntas vanas después de bailar el minueto entre un Caballero Kadossch y un Príncipe del Líbano. El juramento no era la última ceremonia, pues ningún profano podía dejar de serlo, hasta que no le sobaban de lo lindo. Al golpe de los malletes, o sea martillos de palo, caía la venda de los ojos del neófito, y se encontraba rodeado de llamas y espadas.

      ¡Tremendo, crítico instante para aquel que creyera iba a ser mechado y asado culinariamente!… Pero las llamas eran pintadas, y las espadas, de hojalata. El Venerable, compadecido entonces sin duda de la situación de aquel pobre hermano metido dentro de una hoguera y entre punzantes aceros, procuraba tranquilizarle, diciéndole que las llamas y espadas no eran otra cosa que una imagen del remordimiento que desgarraría el alma del recién nacido si llegaba a vender los secretos de la sociedad. Con esto quedaban terminadas las fórmulas, y respiraba con libertad el iniciado viendo concluidas las pesadeces del rito. Pero a lo mejor tomaba la palabra el Venerable, que era por lo común un hombre, si no digno de veneración, muy convencido de la importancia de aquellas comedias, y le espetaba un discursazo, llamado entre ellos pieza de arquitectura, encareciendo la sublimidad de la masonería y revelándole algo de lo concerniente al grado primero o de aprendiz. Éste dejaba de llamarse Juan o Pedro, y tomaba con singular modestia el nombre de Catón, Horacio Cocles, Leibnitz u otro cualquier personaje célebre.

      No puede formarse juicio exacto de la masonería por lo que esta institución ha sido en España. Los masones de todos los países declaran que la sociedad del compás y la escuadra existe tan sólo para fines filantrópicos, independientes en absoluto de toda intención y propaganda políticas. En España, por más que digan los sectarios de esta orden, cuyos misterios han pasado al dominio de las gacetillas, los masones han sido en las épocas de su mayor auge, propagandistas y compadres políticos. Tampoco puede formarse juicio de la masonería española de antaño por los restos de ella que existen hoy, y que, al decir de los devotos, se reducen a unas juntillas diseminadas e irregulares, sin orden, sin ley, sin unidad, aunque cumplen medianamente su objeto de dar de comer a tres o cuatro hierofantes. Esta antigualla oscura, que algunos sostienen como una confabulación caritativa para fines positivos o menudencias individuales y para protegerse en uno y otro continente (por lo cual son masones casi todos los marineros que hacen la carrera de América), no tiene nada de común con la asociación de 1820.

      Era ésta una poderosa cuadrilla política que iba derecha a su objeto; una hermandad utilitaria que miraba los destinos como una especie de religión (hecho que parcialmente subsiste en la desmayada y moribunda Masonería moderna), y no se ocupaba más que de política a la menuda, de levantar y hundir adeptos, de impulsar la desgobernación del Reino; era un centro colosal de intrigas, pues allí se urdían de todas clases y dimensiones; una máquina potente que movía tres cosas: Gobierno, Cortes y Clubs, y a su vez dejábase mover a menudo por las influencias de Palacio; un noviciado de la vida pública, o más bien ensayo de ella, pues por las logias se entraba a La Fontana y La Cruz de Malta, y de aprendices se hacían diputados, así como de Venerables los ministros. Era, en fin, la corrupción de la masonería extranjera, que al entrar en España había de parecerse necesariamente a los españoles.

      Durante la época de persecución, es notorio que conservó cierta pureza a estilo de catacumbas; pero el triunfo desató tempestades de ambición y codicia en el seno de la hermandad, donde al lado de hombres inocentes y honrados había tanto pobre aprendiz holgazán que deseaba medrar y redondearse. Apareció formidable el compadrazgo, y desde la simonía, el cohecho, la desenfrenada concupiscencia de lucro y poder, asemejándose a las asociaciones religiosas en estado de desprestigio, con la diferencia de que éstas conservan siempre algo del simpático idealismo de su instituto original, mientras aquélla sólo conservaba, con su embrollada y empalagosa liturgia, el grotesco aparato mímico y el empolvado atrezo de las llamas pintadas y las espadas de latón.

      A medida que iba avanzando el triunfo iba decayendo el ritual masónico, simplificándose los símbolos, relajándose la disciplina en lo relativo a juramentos, pruebas, iniciación. Por eso hemos visto tan empolvados y rotos los tarjetones y huesos le la Cámara de Meditaciones, cuya inutilidad empezaba a ser reconocida. Es propio de gente tocada del afán de codicia el no preocuparse de detalles tontos, y bien se sabe que hambre o ambición no tienen espera.

      VII

      – Gracias a Dios que se te ve por aquí – dijo Canencia dando un apretado abrazo al joven. – Sé que has venido de Francia hace más de veinte días… ¡tunante! y no te has dignado dar una vuelta por la logia… ¡cuando sabes que te queremos tanto; cuando sabes que los señores te estiman mucho y desean hacerte hombre de pro…!

      – Por tener ocupaciones graves no he podido venir – repuso Monsalud sentándose. – Me han dicho que esto anda muy revuelto, papá Canencia.

      – No es esto un modelo de paz y concierto – dijo Canencia con cierto desconsuelo. – Las diversiones crecen, y la reciente fundación de los comuneros ha hecho mucho daño a la sociedad… ¿Y tú en qué piensas? Me han dicho que los negocios del duque del Parque te dan de comer… lo celebro.

      – Vivo regularmente; no como ustedes, los hombres mimados de la situación, que están hechos unos bajás.

      – ¿Lo dices por mí? ¡pobre Aristogitón! – exclamó Canencia con filosófica humildad. – Yo no disfruto otras delicias de Capúa que las emanadas de un miserable destino en Correos. Pero estoy contento, contentísimo. Ya sabes que no soy ambicioso, que me precio de filósofo en la verdadera acepción de la palabra… Hijo mío, un pedazo de pan, un vaso de agua clara, un buen libro, un tiesto de flores: he aquí mis tesoros, he aquí mis necesidades, he aquí mi sibaritismo. Recordarás lo que dice el gran Juan Jacobo acerca de…

      – Yo no recuerdo nada.

      – Pues el filósofo de los filósofos dice que no hay verdadera felicidad sin sabiduría… ¡Oh!, ¿de qué sirven las grandezas humanas? Hasta el heroísmo es cosa que no tiene simpatías, porque, como dice el Ginebrino, «la continuidad de pequeños deberes bien cumplidos no exige menos fuerza moral que las acciones heroicas». Mira tú cómo un hombre humilde, que no va más que de su casa a la de Correos y de la casa de Correos a la suya o a la logia, y carece de esposa y de prole, puede ser un grande hombre, es decir, un sabio, o si lo quieres más claro, un hombre feliz… Que suban los comuneros, que bajen o suban o se estén quedos los masones… es cuestión que no me importa mucho. El zoquete de pan, la cántara de agua, el tiesto de flores y el buen libro no han de faltar. Convéncete, ¡oh joven inexperto!, de que la ambición no ocasiona más que disgustos y enfermedades en el hépate… en el hígado, para hablar claramente… Se me figura que tú estás carcomido por la ambición, ¿eh? Tú traes algo entre manos. Dime – añadió poniéndole la mano en el hombro con patriarcal cariño, – ¿por

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