Episodios Nacionales: Los duendes de la camarilla. Benito Pérez Galdós

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Episodios Nacionales: Los duendes de la camarilla - Benito Pérez Galdós

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mucho que los tiros fueran por Santa Isabel y no por un bonito pronunciamiento. Créelo: más falta nos hace la Libertad que todos los santos del Almanaque, y más cuenta nos tiene una revolución bien traída que el mejor coliseo para ópera y baile».

      Penosa era la cura y el poner los nuevos apósitos, después de bien despegados los del día anterior; pero los dedos de Lucila, que en aquel caso clínico se habían adestrado, instruidos por el amor más que por la ciencia, llegaron a adquirir singular delicadeza. El bueno de Tolomín, valiente hasta la temeridad y sufrido cual ninguno en los lances de su militar oficio, era en las dolencias de una flojedad infantil y quejumbrosa. Por cualquier dolor ponía el grito en el cielo, y la sujeción a planes médicos le desesperaba. Conociendo su flaqueza, reservaba Lucila para el momento de la cura todas las referencias humorísticas que tuviera que hacerle, y al contarlas forzaba la inflexión cómica para entretenerle o provocarle a risa. Dígase, para ir construyendo todo el aparato informativo de este personaje, que las heridas eran dos: una de cuidado en la región femoral derecha, de arma blanca; la otra de bala en el antebrazo izquierdo, herida nada grave, aunque lo parecía por la proximidad de unas erosiones molestísimas en el hombro, que interesando los músculos del cuello impusieron al paciente, en los primeros días, cierta rigidez de busto escultórico.

      – Ea, ¿ya empezamos con chillidos? – decía Cigüela. – La culpa tengo yo por darte tanto mimo. ¡Si no te duele!… Ya ves con qué suavidad voy levantando el trapo, después de mojarlo bien con agua templada… Otro tironcito… Ya falta poco… Pues te contaré: Loco de contento está mi padre con su destino en el Teatro que ahora se llama Real… Me ha dicho que de balde desempeñaría la plaza sólo por rozarse tarde y noche con el cuerpo de baile, y por ser demandadero de las cantarinas, como él dice.

      – No me hagas reír… ¡Ay, ay, que me arrancas la carne!… ¡Ay!… No sé cómo me río. Sigue.

      – Yo no sé lo que es mi padre allí. ¿Es portero, celador? ¿Corre con la tramoya, con el gas, con la vestimenta? Vete a saber. Me ha contado que nunca creyó que hubiera en el mundo cosa tan bonita como las comedias cantadas. De todas las mentiras del mundo, dice, esta de la comedia con música y en italiano es lo que más se parece a la Gloria… Y de ello saca que mientras más grande es la mentira y más separada de la verdad, mejor nos da idea del Cielo.

      – Que no me hagas reír, Lucila… ¡Ay, ay!

      – En los ensayos se queda como embobado, y cuando oye la orquesta con tantos violines, todos tocando al mismo son, le entran ganas de llorar, de ponerse de rodillas, y de arrepentirse de todas las picardías que ha hecho…

      – ¡Ay, ay, qué gracioso!

      – Dice que oyendo el habla dulce de las italianas, le entran ganas de ilustrarse para entender bien lo que dicen, y ser como ellas pulido y de mucha cortesía… Y que cuando las tales y otras cuales españolas le mandan con recados para costureras, o para los maestros de música, le entran ganas…

      – ¡Ay, qué risa!… Por todo le entran ganas…

      – Ganas de servirlas con diligencia, y de adivinarles los mandamientos para cumplirlos, siempre que sean honrados.

      – Estarán contentísimos de él…

      – «Y él más contento que nadie, porque, según cuenta, en aquel puesto está, noche y día, mano a mano con todo el señorío… La ópera es el puro señorío, y el aquel más fino de las aristocracias nobles, como quien dice, porque todo allí es de familias reales, y por eso el teatro se llama Real, siendo reyes los tenores y reinas las cantarinas, o verbigracia tiples…».

      En esto, terminados felizmente el lavado y cura, Tomín suspiró. Cesaron los fugaces dolores, y el hombre, consolado, expresaba en su mirar contento y gratitud. Lucila procedió a lavarse y jabonarse manos y brazos, después de devolver a su sitio todos los adminículos de la cura, sin interrumpir su graciosa charla, de que tanto gusto recibía el desdichado enfermo. Pues esta noche, cuando fui a ver a mi padre, me le encontré muy sofocado, por tener que acudir con un solo cuerpo a tantos puntos y menesteres. Entré por la plazuela de Isabel II, y tuve la suerte de encontrarle en la escalera que sube al escenario. Reñía con unos tagarotes que subían trastos, y que a mi parecer estaban peneques. Subí con él y entramos en un cuartito donde había no sé cuántos hombres vestidos de frailes, fumando… Yo había corrido por Madrid desde media tarde, lloviendo a mares, las calles como lagunas, y mis zapatos, que ya venían rotos, daban por delante y por detrás las boqueadas. Los pies me dolían, me pesaban, y donde quiera que yo los ponía dejaban un charco. Uno de aquellos frailuchos, que tenía en la mano derecha el cigarro y en la izquierda la barba postiza, me miró los pies y dijo a mi padre: «¿Cómo consiente el gran Ansúrez que ande esta preciosa niña por Madrid como los patos?». Yo alargué ambos pies para que mi padre se compadeciera. «Ya te entiendo – me dijo. – Vienes a que te dé para calzado… Qué más quisiera este padre que tener a toda la plebe de sus hijos bien apañadica. Pero el dinero no abunda, lo que no quiere decir que me falten medios para remediarte. Por poco nos apuramos, hija del alma. Ven conmigo, y pisa ligero para no mojar tanto…». Llevome por unas escaleras que no tienen fin y que marean de tantas vueltas como hay que dar por ellas, y arriba de todo, atravesamos una sala donde vi sin fin de hombres vestidos de colorines… Adelante siempre: en los pasillos encontramos mujeres pintadas, feas las más, guapas muy pocas; algunas arrastrando cola; todas con alhajas de vidrio y diademas de cartón dorado. Eran las coristas. Con llave que sacó de su bolsillo abrió mi padre la puerta de un cuartón, lleno de ropas de máscara. Parecía una tienda de alquilador de disfraces. En el suelo vi un montón de zapatos y borceguíes de todos colores. Mi padre me dijo: «De esta zapatería de comedias cantadas o por cantar, escoge lo que más te guste. Nos trajo ayer todo este material un marchante que tuvo el suministro de equipos para teatros donde salen séquitos y acompañamiento de reyes, o donde figuran diablos, ninfas y personas mágicas. Pretende que el intendente de acá lo compre, y mientras se determina, me ordenaron que aquí lo metiera y guardara… Paréceme que esos chapines encarnados que acaban en punta son de la medida de tus pies. Cógelos y no repares, hija de mi corazón». Pues vistos y examinados los chapines, me parecieron bien. Me quité la miseria de mis zapatos, y con las medias empapadas lo tiré todo en aquel montón, poniéndome los borceguíes, que me servirán mientras no tenga cosa mejor. Díjome el padre que este calzado es para unas brujas de no sé qué tragedia con solfa, en la cual sale un caballero al que las viejas malditas, amigas del demonio, le anuncian que será Rey, y él se lo cree, resultando que, por la comezón del reinar, mata a su soberano, y luego… no me acuerdo de más. «Cuando me ponía mis escarpines, me contó mi padre que él había encontrado entre aquellos trapos un coleto magnífico, como para un príncipe cazador que matara las perdices cantando, y que con la tal prenda y unos pedazos de otra se había hecho un buen chaleco de abrigo».

      Muy entretenida con este relato, el pobre Tolomín no quería que tuviese término; pero Cigüela hizo un paréntesis. Llegándose a él con otra jofaina, agua nueva y esponja distinta, le dijo con gracia: «Ahora, pobretín mío, me dejarás que te lave un poco la carátula… Luego comeremos. ¡Verás qué cosas ricas!». El Capitán hizo un mohín de protesta, plañidero. Pero ante la insistencia de la moza, cariñosamente manifestada, cedió y se dejó lavar. Con tiernas frases iba Lucila marcando la operación: «Primero los ojitos, para que no estén pintañosos… ¡Si vieras qué bonitos te los he dejado!… Pues ahora voy con la nariz, con las mejillas… ¿Y este bigotito que está lleno de pegotes?… Si supiera yo afeitarte la barba, te dejaría más guapín que un sol… Voy ahora con las orejas: un poquitín de paciencia… Pronto acabo. Más agua, más. Eres como un santo viejo, que tu sacristana ha encontrado en un desván. Lo cojo, lo lavo… Pues entre el polvo y las moscas lo habían puesto bueno. ¿Ves? Ahora, ya eres santo nuevo, acabadito de poner en el retablo… Si tuviéramos espejo, verías qué lindo estás… ¡Y qué bien se ha portado mi nene dejándose lavar tan calladito…! Se merece un beso… digo, dos… digo, tres.»

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