Episodios Nacionales: Los duendes de la camarilla. Benito Pérez Galdós

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Episodios Nacionales: Los duendes de la camarilla - Benito Pérez Galdós

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de vida. Mucho sentía dejarle solo; creía que no llevaba consigo más que la mitad del alma, alentada por los afanes, dejándose allí la otra mitad con los pensamientos de vigilancia y temor. ¿Pasaría algo en su ausencia? Al volver, ¿le encontraría como le dejaba?… Una y otra vez le recomendó que no se moviera de su lecho, que no cayese en la mala tentación de levantarse y salir al ventanal, que no hiciese ruido y permaneciera quietecito, leyendo las entregas descabaladas, que ella había traído, de La Italia Roja, Historia de las Revoluciones, por el Vizconde de Arlincourt, obra que, aun leída en sueltos retazos, debía de ser de mucho entretenimiento… Mutuas ternezas: «Adiós, adiós»… «Que vengas prontito»… «Volaré».

      IV

      Una sola persona (sin contar el viejo Ansúrez y los dueños de la casa, calle de Rodas) poseía, por confianza de Lucila, el delicado secreto de aquel escondite en altos desvanes: era una monja exclaustrada con quien la linda moza tenía amistad, contraída superficialmente en el Monasterio de Jesús, reanudada con honda cordialidad fuera de la vida religiosa. En esta se llamó Sor María de los Remedios; su nombre de pila era Domiciana, y había vuelto al mundo de una manera un tanto irregular, por enferma de locura, que se estimaba incurable. El delirio que padeció consistía en la idea fija de ahorcarse, en otras manías inocentes, pero incompatibles con la vida de contemplación, en el furor de gritar y de ofender cruelmente a personas eclesiásticas muy respetables, todo lo cual determinó el designio de devolverla sin violencia ni escándalo a su padre y hermanos para que la cuidasen, y corrigieran sus desvaríos por el método doméstico, con paciencia, cariño y honestas distracciones.

      Volvió, pues, Domiciana a su casa y al amparo de su familia, que era de origen extremeño, establecida en Madrid, calle de Toledo, desde tiempo inmemorial, con el negocio de cerería; y no bien tomó tierra en el hogar paterno, acomodose lindamente al vivir secular, echando, como si dijéramos, un nuevo carácter. Ansiaba morar con los suyos, ver gente, ocuparse en menesteres gratos, lucidos, y de eficacia inmediata para la vida. Pasado algún tiempo, no se mordía la lengua para decir que su temprana inclinación religiosa no había sido más que una testarudez infantil, nacida del odio a su madrastra, y fomentada por un sacerdote de cortas luces, amigo de la casa. Cayó la venda de sus ojos algo tarde, cuando ya su irreflexiva determinación no tenía remedio, y del despecho, más aún de las ganas recónditas de libertad, le sobrevino aquel destemple nervioso con ráfagas cerebrales, que se manifestaba en la necesidad irresistible de correr por los claustros, en imitar con destemplada voz los pregones callejeros, y a veces en liarse al pescuezo una cuerda con lazo corredizo. Esto ponía la consternación y el espanto en sus tímidas compañeras, pues aunque nunca tiraba del lazo lo bastante para estrangularse, hacíalo hasta ponerse roja como un pimiento y echar fuera un buen pedazo de lengua.

      Lograda al fin la libertad en la forma que se ha dicho, en todo tuvo suerte Domiciana, pues como por ensalmo se le curaron aquellas neuróticas desazones, y entró en su casa en circunstancias felicísimas. La madrastra que motivó su reclusión religiosa se había muerto, y casado en cuartas nupcias el honrado cerero D. Gabino Paredes, había enviudado por cuarta vez. No había, pues, mujer en la casa, y Domiciana podía campar con todo el imperio que apetecía, así en la familia como en el establecimiento. Antes de seguir, conviene dar noticia del patriarcalismo matrimonial de aquel D. Gabino, varón inapreciable para rehacer una comarca despoblada por la emigración. De su primer matrimonio, que sólo duró tres años, tuvo dos hijas, que el 50 vivían: la una era monja en Guadalajara, la otra casó con un cerero de la misma ciudad. De la segunda mujer nacieron siete hijos, de los cuales vivían sólo Domiciana y dos hermanos que se habían ido a América. El tercer matrimonio dio de sí ocho vástagos, en seis partos, y el cuarto cinco. De estas trece criaturas sólo vivían en 1850 tres varones, dos de los cuales habían seguido la carrera eclesiástica y desempeñaba cada cual un curato en pueblo de la Mancha: el Benjamín, llamado Ezequiel, trabajaba en la cerería al lado de su padre, y era un bendito, todo mansedumbre y docilidad. Había llevado al censo el buen Don Gabino cuatro mujeres y veintidós hijos legítimos… El censo de los naturales lo formaban las malas lenguas del barrio.

      Si afortunada fue Domiciana al encontrarse, en su regreso al mundo, sin madrastra y con la menor cantidad posible de hermanos, no fue menos dichoso el cerero al recobrar a una hija que pronto reveló su extraordinaria utilidad. Pasados los primeros días, Domiciana se reconoció continuadora de su historia personal anterior a la vida del convento. Había sido esta como un paréntesis, como un sueño, del cual despertaba con cierto quebranto del alma, pero sintiéndose poseedora de cualidades que no eran menos positivas por haber dormido tanto tiempo. No tardó en revelar su carácter mandón y autoritario: lo estrenó desbaratando un nuevo plan casamentero de su padre, que aún se sentía, con senil ilusión, llamado a enriquecer el censo. Andando días desplegó en el gobierno de aquella industria dotes de administradora, y puso puntales a la ruina. Con tantas nupcias, partos y viudeces, con tantísimos bautizos y crianza de criaturas, y principalmente con el desbarajuste de Don Gabino en los últimos años, la cerería no se hallaba en estado muy floreciente. La concurrencia de establecimientos similares, la falta de tacto y agudeza para retener a la feligresía tradicional, y el desmayo creciente de la fe religiosa, obra del tiempo y de la política, habían traído desorden, atrasos, dispersión de parroquianos, deudas. A todo esto quiso Domiciana poner remedio con firme voluntad, practicando el axioma de «principio quieren las cosas».

      En esta empresa de reparación, la ex-monja no habría encontrado el éxito si no empleara como instrumento de autoridad un genio áspero, y fórmulas verbales de maestro de escuela. Su padre, que al principio protestaba y gruñía, se fue sometiendo con un espíritu de transacción parecido al miedo; Ezequiel y el dependiente Tomás obedecían silenciosos, y al fin, entrando grandes y chicos por el aro, todos comprendían lo saludable de aquel método de gobierno. Subía de punto el mérito de Domiciana haciendo estas cosas con apariencias de no hacer nada. Diez o doce meses habían transcurrido desde su evasión, y vivía confinada en el entresuelo, sin bajar a la tienda y taller. Los parroquianos y los amigos de casa, clérigos en su mayor parte, que solían armar su tertulia las más de las tardes a la vera del mostrador o en la trastienda, rara vez la veían, y ella no se cuidaba de que formaran idea ventajosa de su regeneración mental; antes bien le convenía que la opinión dijera y repitiera por todo el barrio: «Sigue tocada la pobre… aunque tranquila y sin molestar a nadie». Obra lenta del tiempo fue la corrección de este juicio; al año y medio ya era público y notorio que Domiciana gozaba de excelente salud.

      Observándola en la intimidad, fácilmente se descubría en la hija del cerero la mujer de iniciativa, de personalidad propia en su organismo intelectual y ético. Lejos de poner toda su atención en la industria cerera, se lanzaba con ardor a nueva granjería, partiendo de aficiones y conocimientos experimentales adquiridos en el claustro. Procedía en esto por imperiosa moción de su voluntad, y además por cálculo egoísta. Más de una vez había pensado que a la muerte de D. Gabino (la cual, por ley de Naturaleza no podía estar lejana), la parte de cerería que a cada uno de los hijos tocase no habría de sacarles de pobres. Y como ella anhelaba libertad y no quería vivir a expensas de sus hermanos, procuraba labrarse con afanes de hormiga un peculio propio, que le asegurase vejez holgada, independiente. Ved aquí por qué, sin desatender el negocio de su padre, cultivaba en reservado laboratorio sus artes y preparaciones propias. Trasladó la sala al despacho de D. Gabino, este a un rincón de la tienda, tras una mampara de cristales, y en la sala instaló lo que podríamos llamar herboristería o droguería, con unos trozos de anaquel que compró en el Rastro, dos hornillas, mesa alta para el filtro y pesos, y otra pequeña, por el estilo de las de los zapateros, destinada a las manipulaciones que exigían largas horas de atención y paciencia. Enorme cantidad de hierbas tintóreas, cosméticas u oficinales difundían variados aromas en la estancia, ya colgadas del techo en ramos, ya guardadas en cajoncillos. No digamos que Domiciana cultivaba la Botánica y la Química, sino que era una profesora empírica de arte herbolario y de alquimia doméstica.

      Pocas personas veían a la monja en su retiro de alquimista, y la única que en él a todas horas tenía entrada era Cigüela. Amistad y confianza recíproca las unían, a pesar de la diferencia de edades.

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